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20/05/2012
¿Hay salida? (XVIII): Ucronía
Puede irritar a algunos, pero lo cierto es que el hecho de convertirse en espada de la Contrarreforma tuvo consecuencias verdaderamente catastróficas para España que llegan hasta el día de hoy. De entrada, perdió su imperio y se arruinó.
La ucronía es un género literario que se permite novelar con lo que no sucedió históricamente, pero pudo suceder. Posiblemente, el paradigma de este género sea la novela Pavana donde se describe una Inglaterra del siglo XX después de que, a finales del s. XVI, hubiera logrado desembarcar en ella Felipe II e imponer la Contrarreforma. Como no podía ser menos, Inglaterra aparece en esa ucronía como una nación mucho más atrasada que recuerda un tanto la España de la época.
En las semanas anteriores, me he ido deteniendo en las razones de nuestra diferencia, una diferencia que compartimos con naciones como Italia, Portugal o Argentina por citar ejemplos elocuentes. Puede irritar a algunos, pero lo cierto es que el hecho de convertirse en espada de la Contrarreforma tuvo consecuencias verdaderamente catastróficas para España que llegan hasta el día de hoy. De entrada, perdió su imperio y se arruinó, pero las secuelas se pueden ver en la actualidad como he ido exponiendo.
En esta entrega, voy a permitirme trazar una ucronía de lo que hubiera podido ser una España que en el siglo XVI en lugar de convertirse en defensora de la Contrarreforma hubiera sido una nación como Inglaterra, Suecia, Noruega, Dinamarca u Holanda donde hubiera triunfado la Reforma.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, en el s. XVIII, Carlos III no habría intentado quitar el carácter infame al trabajo manual ni en el s. XX, José María Escrivá de Balaguer hubiera sido contemplado como un innovador por afirmar que se puede alcanzar la santidad mediante cualquier trabajo. Por el contrario, se habría regresado a una visión bíblica del trabajo –lo que muchos denominan la ética protestante del trabajo– tan ausente todavía en España y en otras naciones sociológicamente católicas, por desgracia para ellas.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, en el s. XVIII el padre Feijóo no hubiera tenido que suplicar –provocando las iras de la Inquisición– para que se abandonara la superstición incluso en la universidad y se adoptara el método científico de Bacon. Por el contrario, España no se habría visto privada de enviar a sus estudiantes a Europa; muy posiblemente, habría iniciado la revolución científica y habría disfrutado de un desarrollo científico que la Inquisición cercenó y cuyas funestas consecuencias llegan hasta hoy. Me consta que esta realidad escuece a algunos que intentan rebatirla infructuosamente pero la realidad es que, hasta la fecha, sólo hemos tenido dos premios Nobel científicos, uno de paso por Estados Unidos y el otro compartido.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, la desamortización eclesiástica no se habría abordado a finales del s. XVIII por los ilustrados para llevarse a cabo malamente en el s. XIX y seguir entregando dinero a la iglesia católica por ella ¡todavía en el siglo XXI! Por el contrario, se hubiera llevado a cabo en el s. XVI y, como en Inglaterra y los países escandinavos, habría tenido magníficos efectos económicos hasta el punto de que la revolución industrial muy posiblemente se habría producido en España y no en la pequeña isla atlántica.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, ni la banca ni el crédito se habrían visto ahogados por una visión contrarreformista, ni las intuiciones pre-liberales de la Escuela de Salamanca habrían caído en saco roto. España habría adelantado a ingleses, holandeses y hugonotes en el control de la banca internacional y robustecido con ello su imperio. Actualmente, puede que algunos clamaran contra la tiranía de los mercados o los bancos, pero no pasarían de ser casos aislados siquiera porque la mayoría de los ciudadanos se preguntaría ante nuevos gastos quién los iba a pagar.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, la constitución de 1812 y las reformas liberales no habrían fracasado por la sencilla razón de que el parlamentarismo moderno habría surgido en España con anterioridad al s. XIX. No es que los ilustrados o los liberales habrían leído a un teólogo protestante llamado Locke, padre del liberalismo, es que Locke –aunque se llamara López o Valbuena– habría sido español. Es más, el liberalismo no habría fracasado –como pasó con la constitución de 1812– porque no habría estado vinculado a la iglesia católica negando la libertad de pensamiento ni se habría comportado ingenuamente con la Corona. Ambas circunstancias, como supo prever José María Blanco White, fueron la causa fundamental del fracaso de los liberales de Cádiz. Ciertamente, es posible que semejante evolución hubiera pasado por la decapitación de algún monarca como sucedió en Inglaterra con Carlos I, pero nos habríamos ahorrado el carlismo, las guerras que éste provocó, dos repúblicas, la guerra civil de 1936-39 y la dictadura de Franco. No es, desde luego, poco.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, los españoles no habrían tenido que soportar durante siglos la referencia litúrgica a los "pérfidos judíos" sino que además los judíos habrían regresado a España no más tarde del s. XVII, como sucedió en Holanda o Inglaterra, contribuyendo al desarrollo nacional. Lejos de mantenerse estúpidos prejuicios antisemitas apenas disipados en las naciones católicas tras la declaración Nostra Aetate del Vaticano II, los judíos se habrían integrado, para bien de España, siglos antes.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, la izquierda no habría sido un deplorable retrato en negativo de la iglesia católica sino que habría seguido el rumbo tomado por Inglaterra o los países escandinavos. Los sindicatos se mantendrían de sus afiliados y no de subvenciones públicas y el partido socialista –que habría sido social-demócrata y no socialista– habría acometido como en Suecia la reforma del estado del bienestar siquiera por sentido común. Ni siquiera habríamos conocido el terrorismo porque el anarquismo no habría existido y mucho menos el nacionalismo vasco.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, España no habría pasado a ser una nación de segunda a mediados del s. XVII. Por el contrario, su fortaleza económica y su desarrollo económico y social sustentado por las riquezas americanas –que no se habrían gastado en defender los intereses temporales de la Santa Sede– le habrían permitido seguir siendo un imperio seguramente hasta el s. XX. Ciertamente, la América hispana se habría emancipado, pero las naciones nacidas de esa separación muy posiblemente habrían mantenido una unión como la que Estados Unidos mantiene con Gran Bretaña o formarían parte de una Commonwealth hispana como sucede con el Canadá y Gran Bretaña. La Contrarreforma nos precipitó, por el contrario, en la miseria y en ella nos ha mantenido por siglos.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, no existiría un problema regionalista por la sencilla razón de que la iglesia católica, despojada de poder político, no habría podido crearlo para servir de contrapeso a un estado que pretendiera modernizar España y acabar con privilegios eclesiales de siglos. Ni el nacionalismo catalán ni el vasco existirían y, por añadidura, España no se habría visto condenada a sufrir la desigualdad entre regiones provocadas por normas de privilegio como el arancel Cambó.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, en el siglo XVIII, Carlos III no hubiera tenido que intentar –infructuosamente– integrar a los gitanos en la vida nacional. El reciente ejemplo de las iglesias Filadelfia deja de manifiesto que se habría producido, para bien de todos, mucho antes.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, la esclavitud habría desaparecido antes y buena prueba de ello es que las sociedades anti-esclavistas españolas, ya bien avanzado el s. XIX, estuvieron formadas de manera bien relevante por protestantes y –reconozcámoslo– por masones o que en Inglaterra –como en Estados Unidos– el movimiento abolicionista estuvo capitaneado por protestantes como Wilberforce, Newton o Knibb.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, la tortura judicial habría también desaparecido antes, quizá incluso con anterioridad, a que la protestante Suecia la aboliera. Sí, Suecia fue la primera nación europea en acabar con tan escandalosa práctica seguida pocos años después por Prusia y ambas antes de que la condenara Cesare Beccaria en su obra Los delitos y las penas.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, la mentira no sería considerada un pecado venial ni el hurto se habría convertido en un deporte nacional. Por el contrario, un político vería arruinada su carrera política por mentir y jamás habríamos llegado a los niveles de corrupción que padecemos.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, el nepotismo no sería tan normal y corriente como en la corte papal sino que resultaría suficiente para aniquilar la vida pública de cualquiera aunque se llamara Guerra, Chaves, Maragall, Pujol o Nadal.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, el votante no seguiría guiándose por la creencia en la "única iglesia verdadera" sino por el sentido común y no estaría vinculado a un partido por encima de cualquier consideración ni perdonaría siempre a los "suyos" por mal que lo hicieran.
Si en España hubiera triunfado la Reforma, no todo habría sido idílico. Sin ningún género de dudas, España habría sufrido –como Inglaterra y otras naciones protestantes– las asechanzas de la Santa Sede que habría ordenado el asesinato de algún monarca como lo hizo con Isabel I de Inglaterra o Margarita de Navarra, y es muy probable que algún jesuita hubiera acabado en el cadalso por participar en esas conspiraciones como sucedió también en Inglaterra. Es posible incluso que algún hereje perseguido por la Inquisición católica hubiera sido ejecutado en España como pasó con Miguel Servet en Ginebra, pero, de haber sido así, como pasó con Servet, los teólogos reformados habrían repudiado públicamente semejante conducta y desde hace tiempo existiría un monumento pidiendo perdón por semejante acto contrario a la fe reformada. Sin embargo, España se habría ahorrado la más nefasta y dañina institución de su Historia, la Santa Inquisición –a la que reformados, ilustrados y liberales aborrecieron por igual– y con ella ríos de sangre y siglos de tinieblas. Es posible incluso que España se hubiera enfrentado con una invasión extranjera protagonizada por naciones católicas bajo patrocinio papal. Sin embargo, como sucedió con Holanda, Inglaterra, Dinamarca o Suecia, España habría vencido y con esa victoria habría ganado su libertad y su futuro.
Esa situación habría sido incluso mejor para los católicos españoles. La iglesia católica en España habría disfrutado –como en las naciones protestantes– de la tolerancia que negó a sangre y fuego a los protestantes en naciones católicas y además habría aprendido a defender sus puntos de vista sin recurrir a la violencia y al código penal, sin ahogar las libertades de los ciudadanos y sin recurrir a la Inquisición. Por supuesto, la izquierda –no nacida de sus entrañas ni formada por gente bautizada en su seno– no habría quemado conventos ni iglesias ni asesinado a monjas y religiosos por millares. (¿Se ha parado alguien a pensar en que todos, absolutamente todos los que arrasaron iglesias y dieron muerte a sacerdotes y obispos eran miembros bautizados de la iglesia católica?). Por añadidura, en la actualidad, no se caracterizaría porque su campaña anual más importante es la destinada a marcar la casilla del IRPF sino por la defensa clara de sus principios, acertados o equivocados, en una sociedad libre y sin privilegios. Incluso no necesitaría recurrir a comportamientos bochornosos como la entrega a los nacionalismos periféricos para mantener unos privilegios que no existirían. Se parecería enormemente a la iglesia católica en Estados Unidos; no precisaría de unos acuerdos con el estado para salvar los muebles obtenidos del concordato suscrito con una dictadura y sus fieles la mantendrían con orgullo y dignidad en lugar de gritar como posesos cada vez que se roza alguno de los privilegios de los que todavía disfruta. Es cierto que quizá tendría menos bienes inmuebles y quizá no tendría ninguna de las SICAVs que ahora tiene, pero su peso moral sería infinitamente mayor y no se vería en la tesitura de recurrir a triquiñuelas para que sus fieles contribuyeran a sostenerla de la misma manera que contribuyen sin ningún género de problemas los fieles de otras confesiones religiosas.
Sin embargo, ya sabemos que todo esto es ucronía porque la Reforma fue extirpada de España a sangre y fuego y porque la Contrarreforma se convirtió en la causa nacional por antonomasia. No nos extrañe, por lo tanto, que estemos donde estamos, en la lista de los PIIGS europeos –donde no hay una sola nación en la que triunfara la Reforma– y en relaciones nada óptimas con las naciones de Hispanoamérica a las que transmitimos nuestras virtudes, pero también nuestros pecados. España pudo ser tan poderosa como Gran Bretaña, pero durante mucho más tiempo y con mucha más pujanza, y haber dado a luz a naciones como los Estados Unidos y no como México o Argentina. Si no ha sido así, si nos hallamos donde nos hallamos, si nos espera el futuro que nos espera, podemos agradecerlo a que en el s. XVI tomamos el peor de los caminos y nos entregamos a la Contrarreforma. Los pecados históricos, por desgracia, no pocas veces tienen secuelas que se prolongan durante siglos. Pero incluso esa circunstancia no impide que algunos preservemos nuestros sueños. De ellos, hablaré en otra ocasión.
13/05/2012
¿Hay salida? (XVII): de "Loiola" a Navarra pasando por donde sea
No abrigo la menor duda de que si un día España es desmembrada, veremos a la jerarquía católica presentándose como los primeros que defendieron la libertad de catalanes y vascos contra el opresor español.
No hace muchas semanas, señalaba mi convicción de que el proceso de independencia de Cataluña y Vascongadas, caso de tener lugar, contaría con un apoyo directo de los respectivos episcopados. Afirmaba yo esto guiándome por los abundantes precedentes de la Historia de España. En estos días he accedido a valiosos datos que, por desgracia, confirman mi impresión.
Pocos de mis lectores conocerán una editorial llamada Ttarttalo. Afincada en tierras vascas, su catálogo está relacionado con temas de esa hermosa región española y, en buena parte, está editado en vascuence. Hace unos meses, incluyó entre sus títulos una obra que me parece absolutamente esencial para comprender lo que ha sucedido en relación con ETA en los últimos años. Se titula El triángulo de Loiola (sic) y su autor es Imanol Murua Uría. En sus páginas aparece descrito de manera muy bien documentada lo que muchos hemos temido siempre sobre el mal llamado proceso de paz y, especialmente, sobre las conversaciones mantenidas por ETA y el partido socialista en la casa que los jesuitas tienen en esa localidad. No voy a detenerme en detalles como que en el año 2002 (pp. 13 ss), el PSE y Batasuna-ETA ya habían llegado a "consensuar unas bases en un documento escrito" con Eguiguren y Otegui de protagonistas. Tampoco en el hecho de que en 2005, en Ginebra, Eguiguren por el PSE y Josu Urrutikoetxea por ETA, pactaron una hoja de ruta (pp. 21 ss). Ni siquiera voy a pararme en el hecho de que ETA y el gobierno de ZP concluyeron un acuerdo reproducido en el Zutabe 112 y concluido en Oslo donde, entre otras cosas, ZP aceptaba lo que decidieran los vascos en el futuro, donde se reconocía la existencia de Euskal Herria incluyendo en la citada entidad a las tres provincias Vascongadas y a Navarra y donde se indicaba que "la legalidad española nunca será una limitación a la voluntad de los ciudadanos vascos", todo ello además de frenar la acción policial y tolerar lo que hiciera Batasuna-ETA (pp. 25 ss). En otras palabras, ZP se rindió ante ETA y aceptó todas las exigencias históricas de los terroristas incluido el referéndum de autodeterminación, la anexión de Navarra y el desprecio por el ordenamiento jurídico español. Todo ello es, sin duda, muy relevante, pero en lo que voy a reparar más, sin el menor ánimo de ser exhaustivo, es en el papel representado por la iglesia católica en un episodio en el que se prometió la impunidad a unos terroristas y se pactó el desmembramiento de España a espaldas de sus ciudadanos. Adelanto que fue esencial y que ETA siempre lo supo así y actuó en consecuencia.
El terrorista Arnaldo Otegui fue el que planteó que la reunión para cerrar el acuerdo tuviera lugar en la casa de los jesuitas en Loyola "porque creía que la Iglesia podía ser una buena ayuda a la hora de llevar las cosas con discreción" (p. 56). El peneuvista Urkullu, por supuesto, corroboró lo beneficioso de contar con la ayuda del respaldo de la iglesia católica apelando a "otras experiencias –Egino, el santuario de Estíbaliz–" (p. 56). Llegó incluso a barajarse como lugar de reunión el monasterio de Ziortza (p. 56). Por supuesto, José Mari Etxeberría, provincial de los jesuitas en Loiola, no tardó en decir que sí a la petición de ETA y de los socialistas (p. 57). Pero no se trataba sólo de la Compañía de Jesús. Con anterioridad, el cardenal Etxegarai desde la misma Santa Sede había mediado en favor de la banda terrorista ETA. El inefable obispo de San Sebastián, monseñor Uriarte, también apoyó la negociación ya que ha sido mediador de ETA al menos desde 1999 (p. 57) –un papel que, presuntamente, "quemó" o intentó quemar Jaime Mayor Oreja– e incluyó entre sus logros a favor de los terroristas el que el papa Benedicto XVI, a las dos semanas del anuncio de la tregua, el 2 de abril, bendijese el mal llamado proceso de paz con una declaración en la que pedía intensificar esfuerzos para "superar los obstáculos que puedan presentarse a lo largo de este camino" (p. 57). No resulta extraño que con ese contexto de respaldo eclesial al máximo nivel, ETA estableciera que "la única copia del acuerdo se depositaría en el Vaticano, "de manera oficial" (p. 105), un punto que el PSE sugirió que se cambiara por la Compañía de Jesús.
Con un respaldo que venía desde la misma cúspide de la iglesia católica no sorprende que también anduvieran entremetidos en la ceremonia criminal –¿merece otro nombre?– el sacerdote irlandés Alec Reid que, "con el apoyo y la cobertura de los obispados de Bilbao y Donostia... trabajó sobre todo con los partidos y organismos implicados en la plataforma Nazio Eztabaidagunea" (p. 58). También "se reunió con la dirección de ETA" y "normalmente iba acompañado de Joseba Segura, entonces responsable del Secretariado Social de la Diócesis de Bilbao y hombre de entera confianza" de monseñor Uriarte (p. 58). La implicación de la iglesia católica –no me digan los lectores que no están tiernamente conmovidos por la compresión papal ante el acuerdo de los traidores y los terroristas– tenía además otra finalidad y era que el PP no pudiera desvincularse en el futuro del acuerdo suscrito entre ZP y los terroristas (pp. 57 ss). Ignoro si ETA alcanzó ese objetivo pero, viendo los últimos pasos dados por el gobierno de Rajoy, no dejo de preguntármelo cada día. Desde luego, si don Mariano y sus ministros actuaran en contra de los intereses de España simplemente por seguir los dictados de la Santa Sede no serían los primeros y esta vez –justo es reconocerlo– ya no nos queda imperio que perder.
Ya lo reconoció una querida compañera desde los micrófonos de la COPE al afirmar que si un día los obispos apoyaban la independencia vasca ella también lo haría. No todo el mundo manifiesta de manera tan tajante su obediencia a los pastores, pero no espero tampoco un movimiento de resistencia ante los hechos consumados. Me consta que ante datos contundentes como éstos es costumbre decir que el papa no sabe nada –le pasa como a Franco o a Stalin que tampoco estaban al corriente de lo que sucedía– y que la Santa Sede ya está atando en corto a los nacionalistas según se deduce del nombramiento de Munilla como obispo. Confieso que me llenan de estupor semejantes argumentos, primero, porque hace décadas que vengo siguiendo la trayectoria de Joseph Ratzinger y lo último que me parece es un estúpido que no se entera de nada al que pueda engañar un obispo y, segundo, porque los que los utilizan saben perfectamente que la iglesia católica tiene un orden estrictamente jerárquico y que, por lo tanto, pensar que un obispo va a su aire es tan absurdo como decir que el sargento Ramírez hace lo que le viene en gana en la tercera compañía sin que el capitán pueda hacer nada por meterlo en cintura. La triste y documentada realidad es que la iglesia católica optó por apoyar a los nacionalismos catalán y vasco, sin excluir a ETA, ya antes de la muerte de Franco como una manera de contrapesar un nuevo sistema democrático que, presumiblemente, decidiera acabar con injustos privilegios eclesiales que duraban siglos. Lo ha logrado aunque no se pueda decir que el coste haya sido baladí. En estos momentos, tanto si las Vascongadas y Cataluña se separan de España como si permanecen en su seno las respectivas diócesis tienen titulares que lo mismo podrían declarar un Te Deum por que las nacionalidades oprimidas han obtenido la libertad que recibir a los tanques de un indignado gobierno español como en su día hicieron cuando Yagüe entró en Barcelona. Hay que alabar la indudable previsión de la jerarquía católica ante cualquier eventualidad.
Reconozco que me gustaría ver estos hechos de otra manera, pero obras como El triángulo de Loiola y los precedentes históricos no me lo permiten sin negar el sentido común, la racionalidad y la Historia. No abrigo la menor duda de que si un día España es desmembrada, veremos a la jerarquía católica presentándose como los primeros que defendieron la libertad de catalanes y vascos contra el opresor español. Naturalmente, quizá algunos piensen que semejante conducta queda más que compensada por la práctica de la caridad y los comedores de Cáritas. Sobre Cáritas no voy a hablar hoy ni tampoco voy a volver a remitirme a lo que cuenta Federico Jiménez Losantos en El linchamiento. Tampoco seré yo quien censure a todos aquellos que, por las razones que sean, se dedican a la práctica de una virtud como la caridad. Para todos ellos mi respeto y mi estima. Con todo, esa circunstancia no me impide detenerme en un comportamiento del que he tenido noticia hace poco y que me parece especialmente escandaloso. Me refiero a la manera –denunciada por distintas instancias– en que la iglesia católica lleva años inmatriculando a su nombre multitud de propiedades inmuebles que no figuraban inscritas como suyas y que incluso podrían formar parte del patrimonio público. Todo ello ha venido sucediendo además, sin pagar después el IBI, revendiéndolas por un precio superior cuando así ha convenido –con al menos cuatro SICAVs a su nombre ya puede dedicarse a la especulación inmobiliaria– y en medio de una crisis pavorosa en la que todos, absolutamente todos los segmentos sociales deberían arrimar el hombro y no aprovecharse de la rebatiña para engordar su patrimonio.
Según datos proporcionados por una entidad navarra dedicada a defender el patrimonio público, tan sólo en Navarra la iglesia católica ha procedido a realizar inmatriculaciones de dudosa legalidad que han convertido en propiedades suyas 651 templos parroquiales, 191 ermitas, 9 basílicas, 42 viviendas y casas, 26 locales comerciales, almacenes, garajes, 2 atrios, 8 cementerios, 107 fincas, solares y terrenos, 38 prados, pastos y helechales, 12 viñas, pinares, olivares y arbolado, y un frontón. En total se trata de 1.087 inmuebles desde el año 1998. No me cabe duda de que en una futura Euskalherría con Navarra adosada, la iglesia católica conservaría todos y cada uno de esos inmuebles teniendo en cuenta lo que ha contribuido a una posible victoria de ETA. Tampoco me cabe duda de que como forma de hacer caridad con un patrimonio que es de todos los españoles no está nada mal. De hecho, aconsejo a los que quieran más información que consulten la página web de la entidad que se ha constituido para frenar estos hechos que, como mínimo, hay que calificar de vergonzosos. El enunciado de inmuebles es sobrecogedor.
Por otro lado, Navarra no es una excepción a esta política. Esta misma semana, un obispo me confirmaba con amplitud de detalles otros dos casos –uno en Zamora y otro en Salamanca– de este tipo de inmatriculaciones. En uno de ellos, el párroco de una localidad salmantina, obedeciendo órdenes del obispo, había inmatriculado un prado comunal, que pertenecía al pueblo, a nombre de la diócesis. Acto seguido, para evitar que pudiera entrar nadie, había procedido a rodearlo con una valla para impedir que alguien pudiera pasar. La indignación de la gente había sido monumental porque aquel bien nunca había sido de la iglesia católica y, por el contrario, desde hacía siglos era utilizado por los vecinos para dar de comer a su ganado. En el otro, el párroco había llegado incluso a enajenar bienes muebles que estaban en el interior del inmueble lo que había provocado que los fieles le plantaran cara hasta el punto de que el pobre clérigo, que alegaba limitarse a cumplir órdenes, acabó rompiendo a llorar.
Por otro lado, si la sagrada institución está más que dispuesta –y ha dado pruebas sobradas de ello– a ayudar a terroristas y socialistas a enajenar provincias y provincias españolas, ¿puede sorprender que algo menos importante que la vida humana como son los bienes inmuebles corra esta suerte?
Y las preguntas se me arremolinan. ¿Extraña que los sindicatos y los partidos políticos estén arramblando con todo cuando la única iglesia verdadera por autodefinición se dedica a inmatricular propiedades que no estaban a su nombre? ¿Extraña que los sindicatos y los partidos intenten legitimar las mayores villanías cuando el expolio y la colaboración con terroristas se pretende justificar con los comedores de Cáritas? ¿Extraña que en España el robo y la mentira estén a la orden del día cuando una institución que debería ser ejemplar no duda en apoderarse de inmuebles que no son suyos? ¿Extraña que ni sindicatos, ni partidos, ni subvencionados, ni nacionalistas se aferren a sus privilegios con uñas y dientes cuando una entidad que, por definición, debería ser paradigma de renuncia sigue intentando justificar privilegios injustificables como el de no pagar ciertos impuestos? ¿Extraña que ZP estuviera tan ufano con sus conversaciones con ETA cuando hasta el propio papa Benedicto XVI –que no es ningún estúpido– las bendijo? Quizá conserve algún resquicio de autoridad moral una institución que ha apoyado una y otra y otra vez el proceso de desmembramiento de esta sufrida nación, el abandono de las víctimas y la capitulación ante los terroristas. No seré yo el que discuta el derecho de sus fieles a seguir reconociéndoselo, pero espero disfrutar de cierta indulgencia al decir que yo no soy capaz de encontrarlo ni siquiera por mucho que me hablen de los comedores de Cáritas...
Y puestos a solicitar indulgencia, desearía que aquellos que han llamado al boicot de mis libros, no declaren ahora también la fatwa de agua bendita contra El triángulo de Loiola ni tampoco soliciten la excomunión episcopal para aquellos que pretenden defender el patrimonio navarro –o el castellano-leonés– contra un expolio de carácter eclesial. Me consta que algunos preferirían aquello que Cervantes llamaba el brasero y que ya vimos en una entrega anterior, pero, gracias a Dios, los tiempos han cambiado y por lo menos para no hacer el ridículo hay que tenerlo en cuenta. Y por hoy dejémoslo aquí. Me siento horrorizado ante algunas de las cosas que me he visto obligado a narrar. El próximo día me permitiré pensar sobre cómo podría haber sido la Historia de España en otras circunstancias.
07/05/2012
¿Hay salida? (XVI): Filadelfia
Cuesta trabajo dar con una sola institución en España que, en su medio, haya hecho con tan poco tanto bien a tantos en tan poco tiempo. Y eso ha sucedido con un sector de la población, los gitanos españoles, marginal.
Son varias las semanas que he venido desarrollando en esta serie de artículos una tesis que tiene enormes consecuencias para el análisis de nuestro pasado, la valoración del presente y la perspectiva del futuro. Naturalmente, se puede objetar que, por muy sólidos que sean los argumentos, nada lleva a pensar que las consecuencias en España habrían sido diferentes de triunfar en ella la Reforma siquiera porque, a diferencia de la química o de las matemáticas, la Historia no permite su repetición ni mucho menos el realizar experimentos que afecten a lo ya sucedido. La objeción me parece razonable, pero tiene una respuesta clara que verifica mis tesis. En España, sí se ha producido la absorción de los valores de la Reforma en un sector concreto, muy concreto de la sociedad, y los cambios han resultado espectaculares.
La palabra Filadelfia tiene una especial querencia para los protestantes. El cuáquero William Penn, por ejemplo, dio ese nombre a la capital de lo que ahora es el estado de Pennsylvania. La razón es que en las cartas contenidas al inicio del libro del Apocalipsis –y donde según algunos exégetas se profetiza el desarrollo del cristianismo a lo largo de los siglos– se habla de una iglesia humilde situada en Filadelfia que se caracterizaba no por sus riquezas, su peso político o su poder temporal, sino por su fidelidad al Evangelio en medio de las peores pruebas (Apocalipsis 3: 7–13). Pocos habrían pensado que ése sería el nombre asumido por una denominación protestante que en los años sesenta del siglo XX comenzó a trabajarse entre los gitanos españoles. A la sazón, el panorama de los gitanos era obvio. Teóricamente, su totalidad era católica, pero el catolicismo ni los había integrado socialmente ni los había llevado a mejorar su nivel de vida ni su cultura ni su moral. Más allá del atavismo propio de ciertas fiestas católicas, a efectos prácticos, a los gitanos lo mismo les hubiera dado profesar cualquier religión. Tampoco la izquierda lograría nada después de la Transición a pesar de que gastó en los gitanos cantidades extraordinarias. Un reciente estudio universitario dejó de manifiesto –y quizá por ello fue silenciado– que el dinero gastado en planes de promoción e integración había sido un gigantesco y costoso desperdicio. Tampoco debería sorprendernos porque, desde los Reyes Católicos que dictaron normas escalofriantes contra ellos hasta Carlos III que intentó su integración por la vía del Despotismo ilustrado, todo lo emprendido había concluido en colosales fracasos. Cuando en los años setenta la droga comenzó a circular de manera espectacular en las poblaciones marginales, no fueron pocos los que pensaron que la extinción física de los gitanos iba a ser inevitable. Apenas una generación después, los gitanos españoles han experimentado un vuelco extraordinario y la razón fundamental ha sido la extensión del protestantismo entre ellos.
En la actualidad, hay en España un millón doscientos mil gitanos. De ellos, un cuarto de millón son protestantes y se agrupan en las iglesias Filadelfia aunque muchos prefieren conocerlos como los Aleluyas. Aparte de ese cuarto de millón de miembros practicantes, su influencia es notoria sobre otros setecientos mil. ¿Qué ha significado el hecho de que centenares de miles de gitanos españoles hayan abrazado los valores bíblicos que recuperó la Reforma?
En primer lugar, un despegue espectacular de su nivel educativo. Cuando los primeros misioneros de las iglesias Filadelfia comenzaron a predicar el Evangelio entre los gitanos no menos del ochenta por ciento eran analfabetos. A decir verdad, para predecir la buena ventura o cantarle al Cristo de los gitanos no era obligatorio saber leer y escribir. Sí lo es para alguien que quiere crecer en su fe protestante mediante el estudio cotidiano de la Biblia. De la noche a la mañana, los gitanos comenzaron a alfabetizarse por la sencilla razón de que no tenían otra manera de poder acceder a los textos de las Escrituras. En la actualidad, apenas una generación después, los gitanos de las iglesias Filadelfia presentan un índice de alfabetización similar al del resto de los españoles y, con seguridad, uno mayor de comprensión de lo leído si se les compara con otros sectores de la sociedad española. Tan sólo una generación antes, el analfabetismo afectaba a cerca del ochenta por ciento y la cifra no se ha reducido mucho entre aquellos que no son protestantes.
Como no podía ser menos, en segundo lugar, los gitanos no tardaron en pasar de la alfabetización nacida de la Biblia a abrazar la idea de obtener una mayor educación. En las iglesias Filadelfia, hay no menos de cuatro mil titulados, algunos incluso en universidades de Estados Unidos. De nuevo, un salto espectacular si se tiene en cuenta el punto de partida.
Por supuesto, en tercer lugar, la ética del trabajo de los gitanos cambió radicalmente cuando volvieron sus ojos a la Biblia. Aprendieron que trabajar no era deshonroso si la labor era honrada y que lo que era bochornoso era vivir de los demás. Un setenta y cinco por ciento de los gitanos de las iglesias Filadelfia viven de la venta ambulante, pero el otro veinticinco por ciento son empresarios o trabajadores por cuenta ajena. El fenómeno –una vez más– carece de precedentes históricos.
En cuarto lugar, la visión del robo y de la mentira experimentó también un cambio radical en el mundo de los gitanos evangélicos, pero, por añadidura, no pocos se salvaron de la muerte abandonando la droga tras conocer a Jesús como su Señor y Salvador.
En quinto lugar, la suma de mayor educación y trabajo honrado ha tenido como consecuencia una subida del nivel de vida que, en no pocos casos, era impensable hace unas décadas.
En sexto lugar –y no deja de ser significativo– los gitanos de la venta callejera mantienen a sus iglesias sin recibir subvenciones estatales o tener una casilla en el impreso de la declaración de la Renta. No sólo eso. También mantienen a los misioneros que han enviado a otras naciones como Rumanía, México, Argentina, Venezuela, Portugal o Bulgaria.
Precisamente, por todo lo anterior, en estos momentos resulta imposible trazar un cuadro real y genuino de la vida de los gitanos españoles sin referirse a las iglesias Filadelfia. No deja de ser significativo que el cine lo haya captado y que, desde hace años, cuente lo que cuente sobre el mundo gitano se refiera casi siempre a esas iglesias Filadelfia y a su "culto". Es de justicia. Lo es también que es una reciente biografía cinematográfica sobre Camarón –por cierto, muy interesante– se narrara cómo al saberse enfermo, el incomparable cantante acudió a escuchar el Evangelio a una iglesia Filadelfia. La cinta, sin embargo, no contaba cómo Camarón expiró tras aceptar a Cristo en su corazón, abrazado a un pastor de una iglesia Filadelfia. Era una muestra más de cómo una muy modesta confesión podía ofrecer lo que cabe esperar de aquellos que afirman ser cristianos, no que intenten recibir subvenciones, no que ideen cómo quedarse con una parte de nuestros impuestos, no que pacten con el poder político, no que busquen cómo aumentar su patrimonio inmobiliario y no que incluso muestren su comprensión hacia los asesinos simplemente porque son nacionalistas sino que sean sal y luz en un mundo donde cada vez es más fácil sentirse solo. Al respecto, no deja de ser significativo que ese gran escritor –tan olvidado– que fue Jesús Fernández Santos ya se percatara en los años sesenta de lo que iban a significar las iglesias Filadelfia para los gitanos y así lo recogiera en El libro de las memorias de las cosas, una de las mejores novelas españolas del s. XX que, además, recibió el Premio Nadal.
No se me oculta que las iglesias Filadelfia no son perfectas –¿lo ha sido alguien, incluido Gandhi, desde que Jesús vivió en este mundo?– ni paso por alto que sus cultos, como los de los negros en Estados Unidos, tienen un fuerte elemento étnico que se manifiesta en la manera de predicar o en las canciones. También es obvio que, al cabo de una generación, queda mucho por hacer para acabar con un atraso y una marginación de siglos. Sin embargo, cuesta trabajo dar con una sola institución en España que, en su medio, haya hecho con tan poco tanto bien a tantos en tan poco tiempo. Y si eso ha sucedido con un sector de la población marginal, ¿qué no hubiera podido acontecer de haberse producido el mismo fenómeno en la nación que contaba con los mejores militares, los mejores pintores y los mejores escritores y en cuyo imperio no se ponía el sol? Pero de eso me ocuparé en otra entrega.
29/04/2012
¿Hay
salida? (XV): La secta II o el imperio del monopolio
Esa cosmovisión católica ansiosa del monopolio explica, sin ningún género de dudas, la especial configuración de la izquierda española tan similar a la de otras naciones católicas y tan diferente, por ejemplo, de la izquierda escandinava.
Señalaba la semana pasada cómo de la visión contrarreformista ha derivado España no sólo la creación de grupúsculos especialmente adecuados para que puedan medrar sus miembros sino también la supuesta legitimación para que quienes se aprovechen de ellos no tengan más méritos que la mera pertenencia. Muy relacionado con esa circunstancia se encuentra el gusto hispánico –no sólo hispánic – por el monopolio.
Comenzaba la entrega anterior refiriéndome a la visión contrarreformista que anteponía la supuesta ortodoxia al mérito o el saber y para ello me refería a la burla que del fenómeno llevaba a cabo Cervantes en uno de sus entremeses más jocosos. No debió de parecerle la cuestión cosa baladí al ilustre escritor porque en su obra máxima, la Segunda parte del Quijote, vuelve a abordar el tema con cristalina claridad. En el capítulo IV refleja el siguiente diálogo:
–Vos, hermano Sancho –dijo
Carrasco–, habéis hablado como un catedrático; pero, con todo eso, confiad
en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de dar un reino, no que una
ínsula.
–Tanto es lo de más como lo de menos –respondió Sancho–; aunque sé decir al
señor Carrasco que no echara mi señor el reino que me diera en saco roto,
que yo he tomado el pulso a mí mismo, y me hallo con salud para regir reinos
y gobernar ínsulas, y esto ya otras veces lo he dicho a mi señor.
–Mirad, Sancho –dijo Sansón–, que los oficios mudan las costumbres, y podría
ser que viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió.
–Eso allá se ha de entender –respondió Sancho– con los que nacieron en las
malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de
cristianos viejos, como yo los tengo. ¡No, sino llegaos a mi condición, que
sabrá usar de desagradecimiento con alguno!
La afirmación no puede ser más obvia. ¿Cuál es el mérito alegado por Sancho para gobernar incluso un reino? ¿Sabiduría? ¿Experiencia? ¿Educación? ¿Deseo de hacer el bien? ¿Ansia de justicia? Ni por asomo. Pura ambición y desnuda codicia legitimadas, eso sí, por "cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos". Con argumentos no mejores, todos hemos visto a "progres" ocupando puestos para los que no tenían la menor capacidad o a supuestamente piadosos sujetos destrozando todo lo que se les ponía en las manos.
Ya he estudiado en otro lugar cómo Cervantes, que creía en la España oficial en la Primera parte del Quijote, era un notable escéptico de las bondades del sistema en la segunda. Seguramente más lo hubiera sido de ver los resultados con la perspectiva de medio milenio. De hecho, Sancho acabará descubriendo que la experiencia de la ínsula Barataria resulta extraordinariamente amarga porque él, en realidad, no es "uno de los nuestros" sino, a lo sumo, el "tonto útil" que los sustenta. Además, chocará con una realidad derivada de ese problema de la "secta" –que decía Ricardo de la Cierva– y que no es otro que el del monopolio. Partiendo de que en España sólo podía haber una iglesia que era la única y verdadera y que a cualquier disidencia le esperaba la hoguera o, con suerte, el exilio no puede sorprender que se consolidara la idea del monopolio en cualquier otra área de la existencia. A decir verdad, es condición esencial de la vida española, pero también de la que discurre por las repúblicas hermanas al sur del río Grande. No se trata de tener libertad propia sino de privar de ella a los demás. No se trata de poder gritar sino de que los demás guarden silencio. No se trata de poder vender sino de que los demás no tengan la menor posibilidad de comerciar.
En El liberalismo es pecado, el piadoso sacerdote lo había establecido con claridad al señalar como grandes males conceptos como los de libertad de expresión o soberanía nacional, bien es verdad –y dicho sea en su descargo– que el buen hombre se limitaba a seguir, como vimos en una entrega anterior, la línea de enseñanza trazada de manera inequívoca por los papas. A fin de cuentas, no se trataba de que la iglesia católica tuviera libertad para expresarse –derecho que nadie cuestionaría– sino de que nadie más pudiera tenerla. No se trataba de que la iglesia católica pudiera expresar sus ideas sino de que nadie más pudiera hacerlo. No se trataba de que la iglesia católica pudiera tener escuelas sino de que ese derecho le fuera arrebatado a cualquier otro. La Historia de España de los últimos cinco siglos está entretejida por ese gusto morboso por el monopolio total y absoluto, lo que explica en no escasa medida las luchas feroces para quebrantarlo y tratar no pocas veces de imponer otro que simplemente lo sustituya.
Esa cosmovisión católica ansiosa del monopolio explica, sin ningún género de dudas, la especial configuración de la izquierda española tan similar a la de otras naciones católicas y tan diferente, por ejemplo, de la izquierda escandinava. La izquierda no ha buscado que todos pudieran actuar con libertad sino que su libertad acabara laminando la de los demás –especialmente sus grandes rivales– en un futuro utópico. Era la sustitución de una iglesia absoluta por otra que no aspiraba a ser menos.
Ni siquiera la Transición y la constitución cambiaron esa situación de siglos. A decir verdad, habría que señalar que a lo que hemos asistido durante décadas es a todo lo contrario. Los primeros que lo entendieron fueron aquellos criados a los pechos de la santa madre iglesia, los nacionalistas catalanes y vascos. Desde el primer momento, impusieron un monopolio prácticamente total de la información que se sufre hasta el día de hoy y que tiene como consecuencia directa que, por ejemplo, en Cataluña las pastorales conjuntas no sólo las firmen obispos sino, si se tercia, directores de medios de comunicación o rectores de universidad. Fuera del nacionalismo no hay salvación, salvo que algunos decidan vivir en el ghetto como antaño los judíos o estén dispuestos a arriesgarse a ser objeto de la violencia. Ese ansia de monopolio se ha manifestado, por ejemplo, en la manera en que los nacionalistas han ido copando premios literarios nacionales para que, al final, el ganador sea siempre catalán, vasco o gallego aunque no supere la categoría de mero juntaletras. No se trata sólo de ganar. Se trata de ganar en exclusiva, es decir, de tener el monopolio, un monopolio que lo mismo se extiende a las infraestructuras que a los consejos de administración de grandes empresas que también sueñan con el monopolio.
Por supuesto, la izquierda no se iba a quedar atrás en esa búsqueda del monopolio y la historia del grupo PRISA no es, en su mayor parte, más que la de un monopolio que se ha sentido amenazado desde el principio simplemente porque no puede tolerar la competencia. Se podría citar como ejemplo claro de esa realidad el linchamiento del juez Gómez de Liaño o el antenicidio, pero sólo serían botones de muestra. Yo fui testigo en varias ocasiones del nerviosismo de gente de PRISA durante la época de Aznar no porque mandaran menos sino porque había otros que también podían llegar a mandar. Para gente que había monopolizado desde hacía décadas premios y más premios, la concesión de uno de ellos a Umbral se convirtió en una verdadera e intolerable ofensa. Lo vi personalmente y sé a lo que me refiero. La secta puede tener lo que quiera, pero además ha de tenerlo en exclusiva. Sólo hay una iglesia verdadera y fuera de ella no hay salvación.
En España, se quiere obtener una concesión de radio, pero, a la vez, se ansía que no la tengan otros. Se piensa en abrir un comercio, pero, a la vez, se espera que los demás no puedan hacerlo. Se sueña con exportar, pero, a la vez, con que no haya otros que se ocupen de tan necesaria actividad. No se trata sólo de que a uno le vaya bien sino de que, por añadidura, al otro le vaya desastrosamente o, mejor aún, desaparezca. Hace años, una organización evangélica inició una campaña en medios de comunicación españoles titulada –si no recuerdo mal– "Fuerza para vivir". Se limitaba a la emisión de una serie de anuncios publicitarios en los que varias personas de fama internacional afirmaban que Cristo era su fuerza para vivir y anunciaban un apartado al que se podía pedir gratuitamente un Evangelio. La campaña tuvo mucho éxito y, aunque en ningún momento se mencionaba a otra confesión religiosa, se criticaba las creencias de alguien o se cuestionaba el statuo quo vigente, de manera inmediata la Conferencia episcopal se movilizó... no, no diré para abortarla porque sonaría a burla, digamos más bien que para impedirla. Al final y dado que los medios no estaban dispuestos a anular las campañas publicitarias por mucho que algún obispo hubiera emitido una pastoral sobre el tema –sin duda, era el mayor problema que amenazaba a sus feligreses– los organizadores de la campaña decidieron, como muestra de fraternal buena fe, quemar las direcciones de los que habían solicitado un Evangelio y no visitarlos. Quizá, debieron pensar, todavía no era tiempo de enfrentarse con un monopolio sustentado durante siglos en el poder político y la hoguera, pero siempre me he preguntado por el porqué de aquella decisión. ¿Acaso no se duelen –y tienen todo el derecho a hacerlo– los católicos porque hay gente a la que no le agradó el gasto descomunal que significó la Jornada Mundial de la Juventud, evento, por cierto, que no parece haberse traducido en una lluvia de bendiciones para España a juzgar por lo pasado desde entonces? Entonces ¿por qué aquella reacción contra una simple campaña de medios que no recibió, a diferencia de la JMJ, ni un céntimo de las arcas públicas? ¿Acaso se queman los datos de los que ponen su nombre en la casilla de la iglesia católica en el impreso del IRPF? Y, sin embargo, quizá ésa sea una circunstancia más peligrosa. Hace años se propuso a otras confesiones religiosas la idea de contar con una casilla propia en el impreso del IRPF. Los judíos se negaron de plano porque sabían lo que era tener su nombre registrado y no deseaban tentar a la suerte. No lo hizo la Conferencia episcopal. ¿Por qué? Sólo se me ocurren dos posibles respuestas. O debe sentirse muy confiada de que nunca habrá problemas y que, por lo tanto, no existe ningún riesgo de que haya un listado de católicos o, simplemente, el recoger una parte del IRPF está por delante de consideraciones como la seguridad de sus fieles. Al final, sea como sea, mantuvo su monopolio en ese terreno.
Insisto en ello. El ansia de ese monopolio, por supuesto, ha desbordado el terreno de lo religioso y de lo político para apoderarse de lo mediático, de lo económico –no conozco otra nación donde menos se respeten las leyes de defensa de la competencia que aquellas que derivan su psicología de la Contrarreforma– y hasta de lo afectivo. No sucedió así en la Europa donde triunfó la Reforma y donde la recuperación del concepto neo-testamentario de iglesia –bien distinto del romano– eliminó cualquier pretensión de monopolio de la verdad en muy poco tiempo.
Las consecuencias de esa visión monopolística para nuestra Historia, incluso a día de hoy, no han podido ser más nefastas. La Escuela de Salamanca no fue el origen del liberalismo –como ha sabido señalar entre otros Carlos Rodríguez Braun– e incluso sostenía conceptos intervencionistas más que criticables. Sin embargo, en un medio de libertad de pensamiento podría haber llegado quizá a desembocar en concepciones económicas genuinamente liberales como las que nacieron en la Europa de la Reforma. En medio del monopolio del pensamiento católico, se agostó. Los bancos pudieron aparecer en Italia, pero también sometidos al monopolio de pensamiento contrarreformista quedaron pronto atrasados. La misma ciencia podría haber florecido en el sur de Europa, pero lo hizo en la Europa protestante y todavía en el siglo XVIII el padre Feijoó, un ilustrado, tenía que clamar para que sus compatriotas asumieran el método científico creado por el hereje Bacon. El monopolio católico del pensamiento había destruido durante siglos esa posibilidad prefiriendo cerrar las universidades a cal y canto e impidiendo que los españoles estudiaran en el extranjero para que no se contaminaran de herejía.
Los resultados de esa adoración por el monopolio se sufren a día de hoy. Hace apenas unos días, el nuevo director de una institución oficial me informó de los desbarajustes que habían imperado en la entidad en cuestión durante la etapa socialista para enumerar entre ellos que los progres me habían vetado durante años a pesar de que yo era un reconocido especialista en temas relacionados con ella. Ya hubiera podido ser yo un premio Nobel que los principios cruzados de secta y monopolio no hubieran podido tolerarlo jamás. Por otro lado, no se trataba de nada excepcional. Ya he comentado en estas páginas cómo un fanático integrista decretó el boicot contra mis libros –todos, como si fuera una especie de Cristina Almeida, pero en católico– y, ocasionalmente, me llegan noticias de sus inútiles esfuerzos por negar la verdad histórica sustentada en fuentes indiscutibles. También él –y tantos como él– pertenecen a la cofradía del monopolio que busca sancionar a todo el que no se somete.
A mí, por el contrario, el monopolio y la selección por pertenencia a la "secta" siempre me han repugnado. Nada más recibir la dirección de La linterna en COPE se me indicó que no debería tener entre los contertulios a uno que era conocido ateo. A pesar de su amable recomendación, lo mantuve. Lo hice, primero, porque me parecía que desempeñaba sus funciones bien y, segundo, porque no estaba dispuesto a aceptar interferencias de nadie. No acabaron ahí. Por ejemplo, se medesrecomendaría tiempo después que tuviera a gente del Opus –sí, en la COPE– ya que en la lucha nada fraternal entre grupos católicos se aspiraba al monopolio y, por lo tanto, a dejar sin casillas a los otros y en esos momentos el Opus en COPE no pasaba por sus mejores momentos. Por supuesto, mantuve al opusdeísta por los mismos criterios que al ateo. Así, en los años siguientes, hubo llamamientos de atención para que quitara a "kikos" o ayudara a otros grupos, e incluso estuvo a punto de cundir el pánico cuando acepté presentar un libro de Giussani porque hubo quien lo interpretó como una muestra de apoyo a Comunión y Liberación en medio de aquella rebatiña. No lo era, pero a tanto llegaba el enconamiento y, bajo la capa común de la Conferencia episcopal, la aspiración al monopolio de unos y otros era encarnizada.
Por supuesto, en esRadio he seguido manteniendo esa misma tesis. Me ha traído sin cuidado si la persona pertenecía al Opus o a los kikos, si era ateo, católico, protestante o judío, si estaba en las cercanías del PP o aborrecía a Mariano Rajoy. Lo que realmente me ha importado y me importa era y es que sea competente en su trabajo y riguroso en el cumplimiento de su deber. Con toda seguridad, me he equivocado en algunos casos, pero, al menos, puedo decir que no he sido injusto porque nunca he seleccionado a las personas porque tuvieran "cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos" sino porque parecían ser competentes para su cargo.
Al final, por mucho que disguste a algunos, sólo en el caldo de cultivo de las naciones donde triunfó la Reforma pudieron germinar todas aquellas semillas, mientras la Europa de la Contrarreforma quedaba frustrada, seguramente no menos que Sancho cuando descubrió que otros habían llegado antes que él a controlar la situación en Barataria, incluido algún odioso clérigo. Y es que, en medio de ese juego terrible de monopolio y secta, unos consiguen llevarse los beneficios y otros, por el contrario, no pasan de ser pobres comparsas como descubrió Sancho en unos capítulos de la Segunda parte del Quijote –44, 45, 47, 49, 50, 51, 53, 54 y 55– que constituyen toda una filosofía de la vida y una enmienda a la totalidad de la malhadada España de la Contrarreforma.
Esa visión de monopolio constituye uno de los grandes males de nuestra nación a lo largo de los siglos y lo sigo observando a diario mientras unos lloran que se aprobara el divorcio hace más de treinta años –curiosamente, algunos de los que más protestan no han tenido ningún problema de conciencia para solicitar una más que dudosa anulación matrimonial y volver a contraer matrimonio– y otros que estamos perdiendo conquistas históricas de los obreros. A pesar de sus enfrentamientos, de manera bien reveladora, sus dirigentes saben hermanarse a la hora de repartirse la tarta de nuestros elevadísimos impuestos sin rubor alguno e incluso pretenden auto-legitimarse con la simple existencia del otro. Pero no nos engañemos, unos y otros desean disfrutar del monopolio sobre nuestras almas, nuestros corazones y nuestros bolsillos. Es ese monopolio del que tenemos que librarnos sustituyéndolo por la libre competencia del mérito y de la preparación, de la sabiduría y del esfuerzo, si es que deseamos que esta nación salga de verdad adelante algún día.
(Continuará)
22/04/2012
¿Hay
salida? (XIV): La secta
Las consecuencias de ese pensamiento afianzado en la Contrarreforma que favorece al "ortodoxo" por delante del trabajador, al adepto frente al sabio, al fanático frente al que cuenta con méritos reales ha sido –y es– sencillamente devastadora para España.
A lo largo de los artículos que he venido escribiendo estos meses he recibido una cantidad muy considerable de cartas y correos que me agradecían el que hubiera traído a colación la importancia de la visión religiosa en el devenir histórico, una circunstancia, sin duda, esencial, pero que suele pasarse por alto por ignorancia o desprecio con mucha frecuencia. Resulta especialmente obligado recordarlo en esta nueva entrega.
Por más que le pese a Marx que nunca vio en la religión más que una parte de la sobre-estructura que se teje por encima de las relaciones de producción, la psicología de un pueblo deriva, fundamentalmente, de aquellas visiones que pretenden explicar la vida de manera total e históricamente, la religión ha tenido ahí un valor incomparable desde luego mayor que el clima, las materias primas o –por si alguien lo cree todavía– la raza. Es esa visión total –y no al revés– la que va conformando aspectos como la política, la economía, las leyes, las instituciones o las conductas sociales. Así era en el Neolítico –algunas de cuyas visiones y conductas perduran hasta el día de hoy– lo fue durante la Antigüedad, continuó siéndolo durante la Edad Media, no dejó de serlo durante la Edad Moderna y sólo en la Edad contemporánea, esa visión total de carácter religioso comenzó a rivalizar con otras que, desde muchos puntos de vista, también contenían elementos propios de la religión como fue el caso de las correspondientes a la masonería, el krausismo o el propio marxismo.
La Historia de cada pueblo, para bien y para mal, ha sido la de su configuración religiosa mayoritaria. Que no exagero un punto lo sabe cualquiera que ha viajado por India o Nepal, pero también el que ha paseado por las calles de Jordania o Nicaragua. Esa circunstancia –que salta a la vista de manera casi literal– les resulta visiblemente innegable, por ejemplo, a todos los que sienten inquietud por el avance del Islam y, a diferencia de la progresía, no esperan que internet o el turismo vayan a cambiar la mentalidad de los musulmanes o para los que se molesten en leer las interpretaciones de la Historia que resultaron oficiales durante el franquismo y que pintaban una visión idílica de la nuestra en relación directa con el catolicismo. Cuestión aparte es que esa visión, impuesta durante siglos a sangre y fuego, resulte imposible de sostener en una sociedad donde pueden circular con libertad las ideas y existe la opción de examinar la Historia sin prejuicios. Cuestión aparte es que haya una serie de naciones que no logran superar determinados problemas como consecuencia de su especial psicología forjada de una matriz religiosa concreta. Cuestión aparte es que el desarrollo de los acontecimientos indique que nuestra Historia, a pesar de sus momentos de gloria y sus aportes culturales, ha sido, como la de otras naciones semejantes, realmente aciaga. Cuestión aparte es que ese cúmulo de circunstancias deje de manifiesto que si alguien piensa que la solución a los problemas de España está en volver con banderas desplegadas a la Contrarreforma hay que concluir que se trata de un lamentable ignorante, de un fanático ciego o simplemente de un bribón. Señalar todo esto resulta imperativo en una entrega como la presente donde ese factor "religioso" resulta especialmente señalado y, a la vez, tan obvio, innegable y decisivo que nadie –a diferencia de los que ahora quieren negar la realidad– lo cuestiona.
Decía en una de sus obras Ricardo de la Cierva –historiador completamente libre de las manchas de heterodoxia que a mí me definen– que había terminado por convencerse de que para medrar en España resultaba indispensable pertenecer a una secta. Naturalmente, Ricardo de la Cierva empleaba el término "secta" en un sentido amplio, de grupo más o menos cerrado, con una carga ideológica obvia, semi-secreto –discreto prefieren decir algunos– y entregado a la conquista de posiciones sociales. Debo decir que no se equivocaba un punto. Desde la Expulsión de los judíos y la Contrarreforma, España –como otras naciones con destinos paralelos– forjó una sociedad en la que el ascenso no se debía al mérito o el esfuerzo sino a la pertenencia a una "secta". Cervantes lo supo expresar como pocos en el entremés titulado La elección de los alcaldes de Daganzo. En el mismo se describe el proceso para elegir a un alcalde. La elección, en teoría, debe ser honrada y en beneficio de todos porque como dice el bachiller: "No hay sobornos aquí; todos estamos de un común parecer, y es que el que fuere más hábil para alcalde, ese se tenga por escogido y por llamado". La teoría es buena, pero la práctica –¡si lo sabría Cervantes!– era otra. Baste leer el siguiente diálogo entre el ya citado bachiller y uno de los candidatos llamado Humillos:
Bachiller: ¿Sabéis leer,
Humillos?
Humillos: No, por cierto, ni tal se probará que en mi linaje haya persona de
tan poco asiento que se ponga a aprender esas quimeras, que llevan a los
hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana. Leer no sé; mas sé otras
cosas tales, que llevan al leer ventajas muchas.
Bachiller: ¿Y cuáles son?
Humillos: Sé de memoria todas cuatro oraciones, y las rezo cada semana
cuatro y cinco veces.
Rana: ¿Y con eso pensáis de ser alcalde?
Humillos: Con esto y con ser yo cristiano viejo, me atrevo a ser un senador
romano.
Bachiller: Está muy bien. Jarrete diga ahora qué es lo que sabe.
Puede gustar o no, pero el cuadro resulta de una claridad innegable. El bueno de Humillos no sabe leer entre otras razones porque le consta que cuando lo hacen los hombres suelen acabar en las hogueras de la Inquisición (el brasero) y las mujeres casi mejor no decirlo. Su pretensión de ser elegido alcalde arranca de su pertenencia a la "secta". Con recitar varias oraciones a la semana y ser cristiano viejo sobra para cumplir con la función pública. Un testimonio parecido da Jarrete que a la pregunta ya señalada del bachiller responde:
Jarrete: Yo, señor Pesuña, sé leer, aunque poco; deletreo y ando en el ba–ba bien ha tres meses, y en cinco más daré con ello a un cabo; y, además de esta ciencia que ya aprendo, sé calzar un arado bravamente y herrar casi en tres horas cuatro pares de novillos briosos y cerreros; soy sano de mis miembros, y no tengo sordez ni cataratas, tos ni reúmas, y soy cristiano viejo como todos, y tiro con un arco como un Tulio.
El testimonio de Cervantes, como tantas veces envuelto en humor, no puede ser más claro. Los principios teóricos de la España donde no se ponía el sol podían ser teóricamente impecables, pero, en la práctica, cualquier ignorante mostrenco podía aspirar a un cargo si se sometía a la ortodoxia católica y era cristiano viejo.
Cervantes, que sabía por cuenta propia que la nación iba manga por hombro y que había sufrido la excomunión cuando –¡pecado imperdonable en España!– había pretendido que la iglesia católica contribuyera de manera equitativa a las cargas comunes, acababa el entremés con el bachiller reprendiendo a un sacristán por entremeterse en cuestiones de la justicia. ¡Ojo, a un sacristán, porque de haberse tratado de un sacerdote el manco genial habría traspasado una línea peligrosa!
Cervantes era demasiado atrevido en sus posiciones y esa circunstancia explica más que sobradamente porque su teatro no llegaba a gustar a la gente imbuida de la mentalidad de la Contrarreforma, por que sus novelas fueron recortadas por la censura –aunque no prohibidas como pasó con el erasmista Lazarillo de Tormes– y porque Lope de Vega siempre fue mucho más del agrado de un público que había ido aceptando de manera bastante acrítica las posiciones oficiales. Aún así –¡ironías terribles de la vida!– los clérigos hicieron todo lo posible –con éxito– para prohibir el teatro en varias ocasiones. Hasta Lope de Vega, el teatro dependía de lo que hoy denominaríamos subvenciones de las diócesis y cuando éstas dejaron de controlar al cien por cien el contenido de las obras consideraron más prudente proceder a su cierre. Si alguno piensa que los titiriteros a sueldo comenzaron con el PSOE anda –siento herir susceptibilidades– muy equivocado.
Una vez más, la Contrarreforma marcaba trágicamente el destino tanto de España como de otras naciones. Una persona no valía por lo que valía realmente sino por la ortodoxia aunque ésta no pocas veces no pasara del estado de mostrenco fanatizado. Como señaló muy bien Cervantes, para ser juez bastaba con ser cristiano viejo y no tener sangre judía. Por supuesto, el autor del Quijote se burlaba de semejante mentecatez, pero la mentecatez era dolorosamente cierta y pesa en la Historia de España hasta el día de hoy.
En dramático contraste, en las naciones donde triunfó la Reforma, el mérito y la visión bíblica del trabajo se convirtieron en ejes de la vida nacional. Había escrito Lutero que una simple fregona podía desarrollar un trabajo tan digno como el de un predicador y los puritanos insistieron en encontrar a Dios en el taller y en la tienda. En paralelo, en los países de la Contrarreforma, el trabajo seguía siendo una maldición de Dios; el comercio, una ocupación desdeñable y la ortodoxia más importante que el mérito o el saber. Añádase el peligro de acabar en "el brasero" por leer libros y no costará comprender por qué, como señalaron Whitehead y Kuhn, la revolución científica se produjo gracias a la Reforma protestante del s. XVI. Pero no nos desviemos. Basta leer los historiales de no pocos personajes patrios desde el siglo XV al XIX para ver cómo podían ser unos memos absolutos, pero dotados de futuro si pertenecían a la "secta" adecuada, a la vez que podían alcanzar la condición de grandes hombres y estar condenados a la ruina si no tenían esa pertenencia asegurada.
Esa visión, nacida de la Contrarreforma encantada de la Inquisición y sus acciones, entró a formar parte de la psicología española y se perpetuaría, por desgracia, como tantas otras circunstancias, en ámbitos "extra ecclesiam". El trienio liberal (1821–23), rezumante de buenas intenciones de modernización de una nación atrasada, como ya he mostrado en otro lugar, fracasó en no escasa medida porque la masonería se apoderó de un esfuerzo noble, pero ya mediatizado. Los logros no se pueden negar, pero sí la manera en que se llevaron a cabo que explica, en no escasa medida, por qué concluyeron desplomándose ante la alianza del rey felón y la iglesia católica.
El siglo XIX español –pero también el italiano o el hispanoamericano– fue el de la lucha de diversas "sectas" empecinadas en dominar la vida nacional no aprovechando a los de mayor mérito sino colocando a los propios para desgracia de los ajenos. Resulta difícil saber en qué medida personajes concretos creían de verdad en lo que profesaban o, como un conocido político español que entró en la masonería para viajar, simplemente buscaban cómo lograr que sus intereses florecieran. Al fin y a la postre, no pocos llegaron a la conclusión de que sólo la "secta" –llevara un crucifijo o un compás– les garantizaba un buen pasar presente y un futuro tranquilo. Repásense autores como Galdós o Clarín y se verá que no exagero un ápice.
Lo mismo sucedió en el siglo XX. He escuchado a más de un militar comentar jocosamente cómo compañeros suyos de academia se habían "tragado docenas de misas" por eso de que el Opus tenía un peso notable en su arma y era una manera de propiciar su ascenso. Con posterioridad, he escuchado a algunos de esos mismos militares contar la misma anécdota, pero cambiando "misas" por "tenidas" en la época de ZP.
También recuerdo cómo Ricardo de la Cierva me contó en cierta ocasión cómo el Opus y el PCE habían llegado a un pacto en la época final del franquismo para repartirse las cátedras en la universidad prácticamente al cincuenta por ciento. Ambas "sectas" –insisto en que uso el término no en sentido estricto sino como el propio Ricardo de la Cierva lo utilizaba– sabían que el régimen se acababa y ya andaban fijando sus posiciones para el día de mañana. Lo argumentaba muy bien el conocido historiador y temo –por otros indicios– que no se equivocaba. Por cierto, ignoro los resultados que el denominado "cerco" al entonces príncipe Juan Carlos haya podido deparar al Opus, pero no tengo la sensación de que el camino por el que transita el actual monarca sea precisamente el de la santidad.
Sea como fuere, seguramente, ni el Opus ni el PCE se percataban por aquel entonces de hasta qué punto eran precursores de lo que iba a pasar en la España de la democracia. Con el actual sistema, la Historia de España ha llegado a un enfrentamiento "formal" –en ocasiones muy aparatoso– de "sectas" y a un reparto paralelo y "real" de los beneficios. Ese reparto lo mismo puede verse en ciertos consejos de administración que en las acciones de gobierno– real que no institucional– de ciertas CCAA donde la masonería, por ejemplo, se puede dar la mano con grupos católicos sin ningún reparo de conciencia. Al que no crea lo que afirmo le bastará echar un vistazo a la última lista de subvenciones de la Junta de Andalucía para ver que se ha llegado a un "ecuménico" reparto del dinero de los contribuyentes entre diversas "sectas". Los jesuitas se juntan con las feministas, las abortistas con gente salida del San Pablo-CEU, los salesianos no tienen inconveniente alguno en enseñar la ideología de género a los jóvenes y todos ellos, unidos a la Compañía de María, manifiestan un llamativo interés por enviar dinero público –vayan ustedes a saber por qué– a la República democrática del Congo. Se dirá lo que se quiera de Griñán, pero no que no esté dispuesto a dar el dinero de todos a las castas privilegiadas sin distinción ideológica alguna. Como a lo largo de la Historia de España, fuera sólo quedan los que –de derechas o de izquierdas, creyentes o ateos– no forman parte de alguna "secta".
Las consecuencias de ese pensamiento afianzado en la Contrarreforma que favorece al "ortodoxo" por delante del trabajador, al adepto frente al sabio, al fanático frente al que cuenta con méritos reales ha sido –y es– sencillamente devastadora para España y para otras naciones que han seguido una senda semejante. Para remate, la izquierda española ha nacido también de esa mentalidad y sólo ha sabido empeorar semejante camino. En Suecia, los sindicatos, a pesar de ser de izquierdas, podrán estar en contra de que los funcionarios sean vitalicios por considerarlo un privilegio laboral intolerable y en Alemania, insistirán en que se mantengan de sus cuotas porque esa circunstancia les proporciona independencia y libertad. No esperemos semejante conducta sindical en la España donde el necio puede, desde hace siglos, aspirar a convertirse en alcalde si sabe recitar media docena de oraciones.
Los ejemplos se multiplican. Hace unos años, un joven doctorando recibió la visita de un catedrático claramente identificado con la fundación de un partido político. Consideraba al futuro doctor persona de cualidades y le brindó una plaza docente universitaria mediante el expediente de que le avisara cuando se fuera a convocar la oposición. El doctorando se sentía identificado con las posiciones políticas del catedrático, pero no podía aceptar que se amañara el método para acceder a un puesto de profesor titular. De hecho, algo después de leer su tesis –por la que obtuvo incluso el premio extraordinario de fin de carrera– abandonó la docencia universitaria asqueado de la corrupción de las diversas "sectas". A día de hoy, piensa que no sólo hizo lo mejor moralmente sino también profesionalmente, pero su conducta no es, ni mucho menos, algo generalizado. A decir verdad, la enseñanza es un desastre en no escasa medida porque buena parte del profesorado entró por la puerta falsa de los sindicatos; la universidad es una vergüenza porque no pocos titulares han llegado a su posición gracias al carnet; los consejos de ciertas grandes empresas son una calamidad porque están llenos de cargos políticos y no de técnicos; las cajas se han ido arruinado una tras otra porque su administración corría a cargo no de los que sabían sino de políticos; el funcionariado se ha visto viciado porque puede llegar a nivel treinta un inútil que no sabe redactar cartas, pero que cuenta con una buena recomendación a la que es sensible un político; los medios de comunicación abochornan porque no pocos de sus exponentes no pasan de ser comisarios de agitación y propaganda. ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que una ignorante supina en materia jurídica se sienta en el consejo de estado y se dedica a desbarrar sobre la manera en que Hitler llegó al poder! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que un médico bajo cuya acción perdieron la vida docenas de personas es aplaudido por todo un sector del parlamento como un héroe! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que un fanático que no tiene ni concluido el bachiller y que debería ocuparse, sobre todo, de arreglar sus gravísimos problemas familiares pretende dar lecciones de Historia porque tiene la "ortodoxia" de su parte! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que se ha aceptado el principio de que determinados abusos no tienen mayor relevancia porque sólo afectan a un porcentaje pequeño del colectivo en que se han producido! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que estamos permitiendo que desaparezcan de España nuestros jóvenes más preparados porque los de la "secta" ya han ocupado sus lugares! Pero ¿acaso puede sorprendernos cuando ya Cervantes nos indicó que no había que saber derecho ni siquiera ser justo porque, para ser alcalde, bastaba con ser católico y carecer de sangre judía?
Se trata de la misma herencia nefasta de la Contrarreforma que se contempla en Italia, en Argentina, en México... en tantos lugares con trayectorias mentales semejantes y destinos históricos parecidamente malogrados. Pues bien, en España, no saldremos adelante mientras el mérito no prevalezca sobre el carnet, mientras la sabiduría no esté más considerada que la ortodoxia, mientras el esfuerzo no prime sobre la pertenencia a un grupo y mientras la valía no prevalezca sobre la "secta".
(Continuará)
15/04/2012
¿Hay
salida? (XIII): Sagrado localismo
España es una nación cuya condición definitoria no puede quedar sometida al capricho de una confesión religiosa que lo mismo pone una vela a la unidad nacional que otra a la secesión legitimando ambas con una duplicidad moral pasmosa.
Esta semana Esperanza Aguirre apelaba a superar localismos y contemplar la crisis con una perspectiva nacional para poder salvarla con éxito. No decía nada que no fuera de sentido común, pero lo decía en el seno de una nación marcada trágicamente por ese localismo, un localismo, por cierto, que constituye una de las peores consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma.
España fue una de las primeras naciones en formarse en Occidente. Ya en el s. V nos encontramos con textos referidos a una nación española en la que habían confluido elementos nativos y romanos y a los que se había sumado otro germánico de no escasa relevancia. Esa nación resultaba especialmente frágil, en parte, por el peso enorme de una iglesia católica empeñada en ejecutar unas medidas antisemitas que algún historiador, un tanto exageradamente, ha calificado de "solución final" y por una monarquía partidista más ocupada en satisfacer a determinadas oligarquías que en asentar el aparato del estado. No puede sorprender que la nación se viera institucionalmente aniquilada tras la invasión islámica de 711. Sin embargo, el sentimiento nacional sobrevivió durante los siglos siguientes y, como hemos mostrado en España frente al Islam, la apelación a liberar y reunificar la España que ya existía a inicios de la Edad Media resultó constante durante la Reconquista. Esa empecinada persistencia de una conciencia nacional debería, en teoría, haber proporcionado unas bases extraordinariamente sólidas a la nación española. No fue así y el problema persiste hasta el día de hoy simplemente porque la reconstrucción nacional a finales del s. XV no fue la adecuada,
Los Reyes Católicos –tan notables por tantas razones– asentaron la reconstrucción nacional en dos factores que no iban a estar ni lejanamente a la altura de las circunstancias: la Corona reconocida por los distintos territorios y la unidad – exclusividad– religiosa sustentada sobre el dominio espiritual de la iglesia católica. Se puede decir que el error era lógico en la convicción de que semejante realidad iba a ser perdurable. La realidad es muy diferente. Quizá el error de la monarquía era comprensible e inevitable. El de apoyar la unidad nacional en el respaldo de la iglesia católica, no y menos en personajes tan astutos como Fernando el Católico. A decir verdad, ya en esa época, un personaje que admiraba profundamente al rey español y que se llamaba Maquiavelo había señalado una gran realidad, la de que si Italia no podía reunificarse se debía a la Santa Sede. En otras palabras, la iglesia católica no era garantía de fortalecimiento nacional sino más bien de una precariedad indefinida sujeta a los intereses del papado. El análisis que Maquiavelo aplicaba con toda la razón a Italia donde la reunificación tenía como enemigo principal al papa históricamente iba a ser igual de cierto en otras naciones y el choque entre Reforma y Contrarreforma lo iba a dejar de manifiesto de manera indiscutible.
La razón de ese fenómeno, ciertamente apasionante, es que, desde hacía siglos, la iglesia católica, además de sus pretensiones espirituales, contaba con una agenda política que no sólo podía oponerse a la de las naciones donde estaba asentada sino que además se imponía sin ningún tipo de contemplaciones. Semejante situación estaba más que consolidada a finales del s. XV, pero era fruto de una larga evolución de siglos. A decir verdad, pocas historias resultan más apasionantes que la de un obispo, el romano, que pasó de ser uno más en el conjunto de un cristianismo clandestino a convertirse en una potencia mundial con tropas y territorios propios. El obispo de Roma –convertido, al fin y a la postre, en papa– había visto aumentar su poder en paralelo al desplome del imperio romano de Occidente. De manera bien reveladora –que muestra la distancia entre lo que fue aquel obispo en sus inicios y lo que iría siendo a lo largo de la Edad Media– la primera definición de carácter dogmático emitida por un obispo de Roma no tuvo lugar hasta Ceferino (198/199-217) y en los años siguientes, otro obispo, Hipólito (217-235) padeció el primer cisma de la iglesia de Roma; situación que se repitió con Cornelio (251-253) y Novaciano (251-258) y que coexistió con la apostasía de Marcelino (296-304) o la existencia de una sede vacante del 308 al 310. Roma ni era una realidad episcopal tranquila y difusora de luz ni tampoco contaba con el monopolio de las pretensiones de ascendencia petrina. Como el propio Ratzinger, siendo cardenal, reconoció (La sal de la tierra, Madrid, 1997, p. 196) el concilio de Nicea se refirió a tres sedes primadas: Roma, Antioquía y Alejandría. Todas ellas pretendían ser de origen petrino y, como Ratzinger señaló también en esa época, la vinculación de Roma con Pedro era antigua, pero no necesariamente de la Era de los apóstoles, una afirmación bien notable para alguien que ha terminado siendo papa.
Pero no nos desviemos. Mencionaba antes el concilio de Nicea. De manera bien reveladora, ese concilio, de importancia esencial para la Historia del cristianismo, ni fue convocado por el obispo de Roma –sino por el emperador Constantino– ni presidido por él o por representante suyo. Para remate, antes de que concluyera el siglo IV, el papa Liberio (352-366) había incurrido en herejía, el primero de una lista significativa. Insistamos: la diócesis de Roma en términos estrictamente históricos era bien diferente de los desarrollos teológicos que comenzarían con posterioridad y que culminarían en 1871 con el dogma de la infalibilidad papal forjado en medio de un intento desesperado por conservar los Estados pontificios en medio de una Italia al fin reunificada como nación.
Esa situación de humilde precariedad inicial varió con el colapso del imperio. El vacío político fue cubierto con verdadera fruición por el obispo de Roma aunque semejante empeño no resultara fácil y se prolongara a lo largo de la Edad Media. No deja de ser significativo que el saqueo de Roma por Alarico fuera aprovechado por el papa Inocencio I para proclamar la primacía romana lo que, dicho sea de paso, provocó la ruptura con las sedes de Antioquía y Alejandría que se consideraban no menos primadas y petrinas.
Durante los siglos siguientes, el papado, empeñado en contar con un poder temporal creciente, no dejó de chocar con los poderes políticos a los que deseaba fuertes si podía utilizarlos como sumisa espada, y a los que no dudaba en debilitar si los concebía como una posible amenaza. El resultado de esa tensión fue diverso. Si León III (795-816) no dudó en coronar a Carlomagno como emperador, el emperador fue, por su parte, el que nombró a papas como Juan XII, León VIII, Benedicto V, Juan XIII o Benedicto VI por citar tan sólo unos cuantos. Tan sólo Enrique III de Alemania designó papas a Clemente II (1046-1047), Dámaso II (1048), León IX (1049-1054) y Víctor II (1055-1057). Se puede insistir en la independencia política del papado a lo largo de los siglos, pero semejante afirmación no pasa de ser un mito absolutamente inverosímil para cualquiera que conozca mínimamente la Historia. Sí hay que reconocer que la respuesta papal de enfrentamiento con el poder político no fue precisamente moderada. Inocencio III (1198-1216) no dudó en sostener en el concilio lateranense de 1215 que "ningún rey puede reinar de manera adecuada a menos que sirva devotamente al vicario de Cristo". No era banal la afirmación en medio de un concilio que había decretado el exterminio de los albigenses a sangre y fuego. No era banal tampoco porque sus sucesores Alejandro IV, Urbano IV y Clemente IV no dudaron en aliarse con Francia para enfrentarse con Alemania. Pero tampoco Francia, de acuerdo a los intereses papales, podía ser demasiado poderosa. Bonifacio VIII (1294-1303) así se lo hizo saber al francés Felipe IV al publicar la bula Unam sanctam que establecía el sometimiento del poder político al poder papal. La respuesta de Francia fue fulminante. Las tropas francesas se llevaron la sede papal a Aviñón donde estuvo desde el reinado de Clemente V (1305-1314) hasta el de Gregorio XI (1370-1378). Fue un episodio apasionante que contó con personajes peculiares como el papa Juan XXII –que condenó la doctrina de la infalibilidad papal como "obra del Diablo" en la bula Qui quorundamde 1324– y que fue seguido por el famoso Cisma de occidente en el que coexistieron a la vez varios papas.
El Renacimiento alboreó con unos eruditos que deslegitimaron el poder temporal del papado demostrando que la Donatio Constantini –el documento por el que supuestamente el emperador le había entregado los Estados Pontificios al papa– no era sino una falsificación y con unos papas convencidos de que la política óptima era la sumisión de las distintas naciones a sus dictados y la contraposición entre ellas para evitar que cualquiera fuera fuerte. La nación que se sometía –y no se engrandecía demasiado– podía contar con el beneplácito papal, la que pretendía fortalecerse o manifestaba alguna veleidad de independencia chocaría con la Santa Sede. Se trataba de una conducta que se prolongaría durante siglos y que tendría entre sus víctimas a la nación española.
Mientras que las naciones donde triunfó la Reforma se afianzaban con un robusto sentimiento nacional –que no derivaba de la religión ni siquiera en los casos en que pudiera existir una iglesia oficial– y dejaban de manifiesto que no estaban dispuestas a que su devenir patrio viniera marcado por las conveniencias de la Santa Sede, Italia o España sufrieron un aciago destino contrario. Resulta verdaderamente impresionante contemplar la configuración nacional de naciones que se habían sumado más tardíamente a ese camino simplemente porque aceptaron en su seno la Reforma. Holanda, Suecia, Dinamarca, Noruega, Finlandia, Alemania y, por supuesto, Inglaterra emergieron conscientes de un sentido nacional que no han cuestionado en ningún momento en medio milenio y, al mismo tiempo, se fueron beneficiando de otras consecuencias de la Reforma que explican, entre otras cosas, por qué ninguna de ellas forma parte del grupo de PIIGS de la Unión Europea.
No tuvo esa fortuna la España que se sumó a la Contrarreforma. Si Carlos V sufrió lo que era tener a un papa aliado con Francia y situado militarmente en contra de sus proyectos, los restantes Austrias se vieron embarcados en una política de defensa de la Contrarreforma que tuvo como consecuencia directa la aniquilación de la hegemonía española para hacer valer los intereses de la Santa Sede.
Durante los siglos siguientes, a diferencia de naciones como Inglaterra, Suecia, Noruega, Dinamarca u Holanda, donde el sentimiento nacional era nacional y no nacional-religioso o nacional-católico, la nación española encontró para afianzarse como tal un obstáculo espantoso en una iglesia católica que utilizó como instrumento privilegiado a su favor el localismo. Cuando, a inicios del siglo XIX, se dibujó la posibilidad de que se estableciera en España un estado liberal, la iglesia católica le contrapuso un tradicionalismo medieval y, muy marcadamente, localista. Era lógico. Un estado liberal –y fuerte– iba a buscar, a fin de cuentas, acabar con los privilegios seculares de la iglesia católica y, sobre todo, no consentiría que su política impregnada de libertad viniera marcada desde la Santa Sede que condenaba, por ejemplo, conceptos como la soberanía nacional o la libertad de expresión. El intento liberal no podía, por lo tanto, prosperar. De esa manera, las guerras civiles asolaron España para que el estado no fuera moderno ni liberal sino católico y medieval y en ese intento de volver hacia atrás el reloj de la Historia el localismo tuvo un papel extraordinario como sabe cualquiera que conozca la Historia del carlismo. A lo largo del s. XIX, semejante actitud heló el corazón –por utilizar la expresión machadiana– de no pocos españoles. El catolicismo implicaba quedarse anclado en un pasado que añoraba la teocracia y la Inquisición –su última víctima, el protestante Cayetano Ripoll, fue ejecutado nada más pasar por España los Cien Mil Hijos de San Luis– y que aborrecía la modernidad y la libertad ya que el liberalismo era entonces pecado, como expresó con elocuencia un sacerdote catalán. Por el contrario, la modernidad acabó, privada del trasfondo protestante de las naciones del Norte de Europa o de Estados Unidos, cayendo en manos de la masonería y derivando hacia un anticlericalismo que no era bueno y, por añadidura, con la aparición de la izquierda, hacia la erosión incluso del concepto de nación siquiera porque la formulación "oficial-católica" resultaba inaceptable para quien soñaba con sustituir a esa misma iglesia en las almas y los corazones de los españoles.
Los intentos de síntesis entre catolicismo y modernidad fracasaron y además lo hicieron en no escasa medida gracias a un localismo que la iglesia católica cultivó con mimo como arma ofensiva. En Francia, vascos y catalanes eran franceses dentro de una Francia unida, libre, fuerte e independiente de la Santa Sede; en España, vascos y catalanes tenían que acentuar sus diferencias –y si llegaba el caso oponerse a la nación– precisamente para no llegar nunca a una nación unida, libre, fuerte e independiente de la Santa Sede. El mismo Cánovas, antes de morir, había renunciado al liberalismo para aceptar en un proteccionismo católico y localista y consagrar los privilegios económicos de regiones como las Vascongadas, Navarra y Cataluña, privilegios que persistirían y que causarían daños enormes a la nación española.
Ya bien entrado el siglo XX, la iglesia católica pudo, a la vez, apostar por el nacionalismo en Cataluña y Vascongadas –incluso tras una guerra civil en la que no había sido exterminada gracias a la acción de Franco– y por un nacional-catolicismo español que, sustancialmente, consistía en la aceptación de que se convirtiera en un estado dentro del estado. A fin de cuentas, Franco –agradecidos los servicios con el palio– era cuestión de un día y los intereses políticos de la Santa Sede se extendían más allá en el tiempo que el paso efímero de un dictador.
En los años sesenta, resultaba obvio que la iglesia católica –cuestión aparte eran sus bienintencionados fieles– ya se había preparado para cualquier posible evolución posterior de la política española. Muerto Franco, había barrido a los restos del franquismo como si nunca hubiera tenido nada que ver con el régimen, intentaba salvar los innumerables muebles del Concordato firmado con Franco mediante los acuerdos con el Estado e incluso disponía de sacerdotes –nunca suspendidos a divinis– en el PCE por eso de si en España triunfaba un "compromiso histórico" a la italiana. Pero, sobre todo, seguía cultivando el localismo contra un poder nacional que pudiera resultar díscolo y verdaderamente modernizador. Así, de manera nada sorprendente, contaba con obispos nacionalistas en Vascongadas y Cataluña. Maquiavelo, que no tenía precisamente afecto por la institución, difícilmente lo habría hecho mejor.
Y en esas seguimos a día de hoy con una España que sigue teniendo problemas de identidad legitimados espiritualmente gracias a personajes como monseñor Sistach y los otros obispos catalanes que nos recuerdan la realidad de la nación catalana, o a monseñor Setién –tan comprensivo hace unas semanas con ETA– o a monseñor Uriarte –visitador de Díez Usabiaga en prisión– defendiendo a la oprimida Euskalherría. Hace unos días, los obispos de las diócesis vascas – siempre tan equidistantes– recordaron que había que orar por las víctimas del terrorismo. Se trata de una excelente sugerencia porque pocos seres como ellos han contribuido tanto a humillarlas, abandonarlas y crearles una ansiedad terrible y un indecente sentimiento de abandono. Personalmente, no tengo la menor duda de que si un día, Dios no lo quiera, las Vascongadas –o Cataluña– se declararan independientes, en medio de las banderas nacionalistas veríamos a los obispos entonando Te Deum y a los sacerdotes católicas celebrando la liberación de las naciones oprimidas por el yugo español. A fin de cuentas, los intereses de la nación española son unos y los de la Santa Sede son otros y han chocado siempre que España pretendía ser libre, fuerte e independiente de tutelas religiosas.
Semejante situación ni puede ni debe perdurar como, trágicamente, lo ha hecho a lo largo de los siglos. España es una nación cuya condición definitoria no puede quedar sometida al capricho de una confesión religiosa que lo mismo pone una vela a la unidad nacional que otra a la secesión legitimando ambas con una duplicidad moral pasmosa. Los españoles deben asumir que son ciudadanos con independencia de su religión, de su raza, de sus ideas políticas o de su situación económica y que se definen, fundamentalmente, no por la adscripción al terruño o por un localismo miope sino porque creen en esa nación por encima de cualquiera de esas circunstancias y precisamente por ello la defienden por encima de cualquier otra consideración.
Sólo cuando asumamos esa defensa de la nación por encima de localismos no pocas veces bendecidos podremos asumir los retos que ahora la acosan. Mientras no sea así, padeceremos, como en los siglos anteriores, consecuencias tan terribles como las padecidas por naciones como Irlanda o como Italia, aquella nación que, como señaló Maquiavelo, jamás podría reunificarse mientras existieran los Estados pontificios.
(Continuará)
08/04/2012
¿Hay salida? XII : El nepotismo, entre la familia y la "famiglia".
El hecho de que España –como Italia y Portugal– se mantuviera en el campo de la Contrarreforma tuvo también, entre otras consecuencias, la de convertir el nepotismo en una conducta habitual. Lejos de haber nacido con el PSOE, sus raíces se hunden en la misma evolución eclesial de la Edad Media.
En el año 1692, cuando resultaba más que obvio el fracaso de la Contrarreforma en mantener a toda Europa sometida a la iglesia de Roma, el papa Inocencio XII promulgó una curiosa bula que pretendía neutralizar una de las acusaciones más repetidamente formuladas contra el papado como era la de la corrupción. El texto, la bula Romanum decet Pontificem, prohibía a los papas entregar en adelante posesiones, oficios o ingresos a cualquier familiar, aunque seguía considerando lícito el nombramiento de los parientes para el cardenalato. Desde luego, no podía decirse que Inocencio XII se pusiera la venda antes de la herida. A decir verdad, la corte papal llevaba siglos convertida en una sentina de nepotismo –el mismo término se acuñó en ella dados los sobrinos (nepotes en latín) que habían recibido injustamente los más diversos y caros privilegios– sin temor al efecto de tan escandalosa conducta ya que a nadie se le hubiera ocurrido censurar lo que acontecía en el seno de la única iglesia verdadera y, caso de hacerlo, la inquisición hubiera dado buena cuenta de él.
Los ejemplos históricos se cuentan por docenas. Por ejemplo, el papa Calixto III creó cardenales a dos de sus sobrinos y uno de ellos, Rodrigo, aprovecharía el nombramiento para convertirse en el papa Alejandro VI, el famosísimo papa Borgia. Alejandro VI era un personaje extraordinariamente inteligente, tanto como político como en calidad de guerrero, pero nadie en su sano juicio lo hubiera considerado dotado de las virtudes que, en teoría al menos, ha de tener un príncipe de la iglesia católica. Alejandro a su vez creó cardenal a Alejandro Farnesio, hermano de una amante, personaje que, por cierto, también acabó sentado en el trono papal con el nombre de Paulo III. Conocedor del funcionamiento real de la Santa Sede, tan poco parecido al que relatan los apologistas de la Contrarreforma, Paulo III, a su vez, convirtió en cardenales a dos sobrinos que tan sólo tenían catorce y dieciséis años de edad. Ese tipo de nombramientos no pretendió evitarlos el papa Inocencio con la bula citada –acabar con el nepotismo parecía una tarea imposible, si es que alguien la deseaba, en la corte papal– pero sí quiso evitar algunos de los efectos del nepotismo.
La verdad es que con estos antecedentes puede comprenderse más que sobradamente por qué el nepotismo ha seguido siendo común en las naciones donde triunfó la Contrarreforma mientras que ha causado una profundísima repugnancia en aquellas donde la Reforma se alzó con la victoria. Docenas de políticos, catedráticos y gestores que han colocado a hijos, sobrinos o queridas se han limitado a seguir la senda surcada con enorme pasión por no pocos cardenales y papas. Si así se podía comportar el que, por definición, es vicario de Cristo en la Tierra y cabeza de la única iglesia verdadera, ¿por qué no podría hacerlo un simple consejero, concejal o presidente de CCAA? ¿Acaso sus obligaciones morales son mayores que las del Sumo Pontífice? Así, a bote pronto, no da la impresión.
En realidad, el nepotismo era una planta ponzoñosa que, casi de manera obligatoria, tenía que surgir en un medio como el del catolicismo medieval y desaparecer, por el contrario, en el momento en que se produjera un regreso a las Escrituras. No me refiero sólo al hecho de que en la Biblia el nepotismo es censurado con una extraordinaria acritud –el casos de Elí y sus hijos es paradigmático– hasta el punto de apuntar al mismo como la raíz de la decadencia espiritual y política de Israel. También entran en juego factores como que en el Antiguo Israel y en el cristianismo primitivo, nadie pensó, como un santo católico del siglo XX, que "el matrimonio es para la clase de tropa".
El libro del Génesis establece, por ejemplo, que la primera obligación del ser humano es "peru u rebu" (creced y multiplicaos) (Génesis 1: 26-28) y que esa circunstancia se daba, como el trabajo, antes de la Caída. La identificación que algunos teólogos medievales hicieron entre el sexo y el pecado original fue no sólo una majadería antibíblica sino además una enseñanza dañina. De hecho, no deja de ser revelador que el apóstol Pablo dejara señalado que "es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospitalario, apto para enseñar, no dado al vino, no entregado a las pendencias, no codicioso de obtener ganancias no honradas, sino amable, pacífico, no avaro, que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad, por que el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo va a cuidar de la iglesia de Dios?" (I Timoteo 3: 2-5). Pablo era célibe, al igual que Bernabé, pero él mismo era consciente de que lo suyo era absolutamente excepcional ya que había renunciado al "derecho a llevar a una hermana por mujer", derecho, por cierto, al que no habían renunciado "los otros apóstoles, y los hermanos del Señor y Cefas" (I Corintios 9: 5). Lo normal entre aquellos primeros cristianos era que los obispos estuvieran casados porque nadie puede ponerse a aconsejar sobre matrimonio y familia si no conoce esa situación de primera mano y esa circunstancia era incluso compartida por Pedro (Cefas) y el resto de los apóstoles. Como tendría de claras las ideas el apóstol de los gentiles en relación con el matrimonio que llegó a calificar de "doctrinas de demonios" el que se prohibiera el matrimonio o consumir algunos alimentos (I Timoteo 4: 1-5). Da la sensación de que Pablo de Tarso no hubiera hecho lo que se dice buenas migas con los ascetas medievales...
Sé que se han escrito montañas de libros para demostrar que el celibato es muy beneficioso, pero, sinceramente, suplico que se me permita abrazar la enseñanza de Pablo de Tarso y no la de otros de menor mérito que él. Yo creo –como el apóstol– que el obispo debe estar casado y tener hijos porque si no consigue gobernar el ámbito familiar decorosamente, hay que ser un insensato para poner en sus manos la iglesia de Dios. Pero regresemos a donde estábamos. El cambio de esa enseñanza original del cristianismo primitivo –cambio que dio origen al peor de los nepotismos– se fue produciendo a lo largo de la Edad Media no sin reticencias ni excepciones como cuando, para mantener todo el patrimonio dentro del seno de la iglesia católica, se prohibió el matrimonio de los clérigos. Que la medida contribuyó al proceso de espectacular acumulación de riquezas llevado a cabo por la iglesia de Roma resulta innegable, pero los otros efectos de semejante prohibición no fueron, por regla general, positivos y la prueba de ello es las resistencias y excepciones de que fue acompañada la imposición del celibato obligatorio.
De las resistencias a esa medida dan fe las repetidas llamadas a que se obedezca el mandato del celibato sacerdotal, mandato que era desobedecido, por supuesto, por sacerdotes que eran libertinos, pero también –y sobre todo– por aquellos que, siguiendo el contenido del Nuevo Testamento, se empeñaban en tener una esposa y unos hijos. Además de las resistencias, estuvieron las excepciones como la referente a los sacerdotes católicos de rito oriental a los que se permitió –y se permite– contraer matrimonio para que salieran de la iglesia ortodoxa y entraran en la católica. La excepción lleva a pensar que la norma no debe ser tan importante, pero detenernos en ese punto nos alejaría mucho del tema de esta entrega. Finalmente, es sabido que se produjo una imposición definitiva del celibato sacerdotal en Trento frente a la posición de los protestantes que habían tenido la osadía de regresar al concepto original seguido por los apóstoles y ordenado por Pablo prefiriéndolo a las enseñanzas de los papas medievales.
Junto con esa separación operada entre el clero y el matrimonio y la familia, la iglesia católica fue también configurando durante la Edad Media una visión de su ideal de la familia. De manera bien significativa –y llamativa– esa visión paradigmática era la Sagrada Familia donde, de acuerdo con la teología católica, los esposos no tenían relaciones sexuales y el niño único había nacido de manera virginal. El paradigma puede ser calificado, sin duda, como extraordinario –cuestión aparte es que tenga el menor punto de contacto con la realidad histórica– pero, difícilmente, puede ser visto como modélico salvo que deseemos la extinción física de la especie humana.
La suma de factores como la consideración de la vida conyugal y familiar como una forma de existencia espiritual propia de la "clase de tropa", la imposición del celibato obligatorio del clero y la conversión de una familia sin sexo en familia modélica provocaron, en paralelo y como reacción, un fortalecimiento, desequilibrado moralmente, de la familia como clan que no podía menos que protegerse teniendo en cuenta que, espiritualmente, encarnaba una realidad inferior. Los resultados de ese desequilibrio moral fueron todo menos positivos.
El clero podía no tener esposa e hijos, pero sus miembros se aferraron a la defensa de sus sobrinos –e hijos bastardos– con una corrupción y un nepotismo espectaculares; mientras que no pocas familias acabaron convirtiéndose en algo bien diferente a entidades normales. Desde luego, no deja de ser significativo que el fenómeno de las familias mafiosas surgiera en naciones católicas; y que las primeras fueran irlandesas e italianas y, ocasionalmente, de judíos procedentes de naciones católicas como Polonia. La familia, desquiciada de una visión natural, había terminado por dar paso a la famiglia.
El nepotismo se convirtió durante la Edad Media no sólo en la práctica habitual de papas o de clérigos que no tenían otra manera de ayudar a sus parientes o hijos –como aquellos pecados tan hermosos a los que se refirió Isabel de Castilla y que no eran sino los bastardos de un famoso y notable cardenal– sino también en un referente de acción moral. Porque, a fin de cuentas, ¿podía el nepotismo ser tan grave cuando la conducta era practicada con verdadera profusión por pontífices, cardenales y obispos?
El nepotismo, lejos de ser una creación del PSOE –como a algunos les encantaría creer– se ha dado en todas las épocas de nuestro discurrir a lo largo de los siglos como sabe cualquiera que se haya molestado en estudiar la Historia de España. En ocasiones, el nepotismo arrastró a la nación a guerras absurdas simplemente porque la reina de turno deseaba hacer un favor a alguno de sus hijos príncipes. A fin de cuentas, la factura la pagaba España. En otras, se favoreció descaradamente a familiares o queridas porque la familia es lo primero. Sucedió con la monarquía, con las repúblicas y, por supuesto, con las dictaduras donde lo mismo el hermano de la amante del general Primo de Rivera, la famosa "Caoba", realizaba pingües negocios que el marqués de Villaverde se convertía en concesionario, se borraban las huellas de la cercanía de Nicolás Franco con el escándalo del aceite de Redondela o quedaba inconclusa hasta el día del juicio final una causa inmobiliaria en la que se había visto envuelta Pilar Franco. Ya sé que algunos, haciendo gala del tuertismo español, intentarán disculpar semejantes iniquidades señalando que otros han robado más. Lo mismo hasta se sienten felices, pero el argumento resulta inmoral e ineficaz e indica una indigencia ética que espanta.
El nepotismo fue visto con absoluta repugnancia en las naciones donde la Contrarreforma no llegó a imponerse –de ahí, por ejemplo, el escándalo que para millones de norteamericanos significó el comportamiento de una familia irlandesa y católica que respondía al nombre de Kennedy– pero sigue presente en aquellas donde la Contrarreforma triunfó a sangre y fuego. La manera en que lo ha hecho es ciertamente espectacular.
Por supuesto, podríamos citar casos como los de Italia, México y Argentina, pero España es un verdadero paradigma que resulta aún más chocante al ver otros caminos por los que ha evolucionado la moral social. El nepotismo se ha mantenido mientras la moral familiar católica se ha desplomado de una manera que resulta espectacular y que hace pensar si alguna vez, de no ser por el código penal, tuvo muchos seguidores en España.
Sobre el uso de los anticonceptivos ni siquiera merece la pena hacer mención porque ni los obispos se atreven a censurar abiertamente el uso del preservativo o de la píldora. Por otro lado, dado que la tasa de natalidad española es la más baja de la Unión Europea habrá que llegar a la conclusión de que o los católicos españoles, en su mayoría, presentan una alarmante tasa de infertilidad, o que poseen una especial asistencia del Espíritu Santo a la hora de aplicar el método Ogino o que hacen tanto caso a las enseñanzas del papa en ese terreno como un musulmán. Si entramos en otras áreas morales, España cuenta con la tasa más alta de divorcio de la Unión Europea cuando el matrimonio es indisoluble para un católico –por lo visto, los protestantes que no lo ven como tal, no se han lanzado en brazos del divorcio con entusiasmo sino por simple necesidad– y con la cifra más elevada de práctica de abortos. La distancia entre la moral sexual y familiar vivida por la católica España y lo que enseña su iglesia da la sensación en ocasiones de constituir dos líneas paralelas que no llegan jamás a cruzarse, aunque también es verdad que, por regla general, la Conferencia episcopal dedica más espacio en sus medios y comunicados a referirse a la casilla dedicada a la iglesia católica en el impreso del impuesto sobre la renta que a predicar sobre tan espinosos temas. Sería, desde luego, ilustrativo el ver el impacto que sobre ellos ha tenido la Jornada mundial de la Juventud celebrada hace apenas unos meses, pero quizá resulte demasiado pronto para llevar a cabo ese análisis.
Con todo, a pesar de los datos de distanciamiento entre la población española y la enseñanza moral de la iglesia católica, el colocar a los miembros de la familia ha continuado siendo una práctica absolutamente normal. Por supuesto, no tengo ninguna objeción moral contra que Rockefeller –socio mayoritario de sus empresas– o Paco Pérez, dueño de su bar, coloquen a sus hijos. Que los hijos hereden los bienes de los padres es justo y sensato –precisamente lo que pretendía evitar la aplicación obligatoria del celibato del clero– y el que tenga un vástago inútil o vago ya tendrá tiempo para lamentarlo. Sin embargo, resulta intolerable ese comportamiento cuando sucede en el campo de la política como hemos visto recientemente en casos como los hijos de Jordi Pujol, los hermanos Maragall, los Nadal, los retoños de Manuel Chaves, los parientes de Felipe González, los hermanos de Alfonso Guerra, el esposo de María Dolores de Cospedal y su hermano, el marido de Soraya Sáenz de Santamaría y un larguísimo, a decir verdad inacabable, etcétera. Yo – que nunca he negado mi natural malicia– he llegado a preguntarme si la tibieza con la que el PP ha acometido los recortes indispensables del gasto público no se debe a que no pocos de los pesebres que desaparecerían tienen como destino servir de colocación a familiares diversos.
Por desgracia, el nepotismo no está limitado a la política. También es fácil verlo en la universidad donde yo he conocido a un catedrático que fue dando empleo a sus hijos en el departamento hasta que, en el intento de colocar a una sobrina, el resto del profesorado acabó quejándose. No hablemos ya de las queridas o queridos. En otro tiempo, se les ponía un piso y, a fin de cuentas, el pecador corría con los gastos de su pecado. En los últimos años he podido contemplar como lo mismo se les otorgaba una dirección general que un ministerio, un programa de radio –o de tv– o una cátedra si se terciaba. Ni que decir tiene que, en la aplastante mayoría de los casos, sin mérito alguno e incluso haciendo abiertamente el ridículo, pero casi siempre cubriéndose el gasto del deleite con dinero de los demás.
En la España que, psicológicamente, ha seguido en brazos de la Contrarreforma, tal conducta es tan normal como considerar que el trabajo es una maldición, que el robar no resulta especialmente importante, que la mentira es un pecado venial o que tenemos derecho a que alguien –sea la Santa Madre Iglesia o el Santo Padre Estado– cuide de nosotros.
Tan asumido está que el nepotismo es una conducta sin mácula que, hace pocos años, el director de un conocidísimo programa de radio se negó a colocar a su hermano en la lista de colaboradores del mismo. La reacción del hermano al que se negaba el tan extendido disfrute del nepotismo fue retirarle la palabra alegando que se había "roto el vínculo". A decir verdad, el director del programa en cuestión había aplicado una norma de honradez profesional que nadie hubiera cuestionado en naciones de herencia protestante como Gran Bretaña, Estados Unidos o Noruega. Sin embargo, viendo lo que es la católica España, descendiente directa de la España de la Contrarreforma, es más que comprensible la reacción airada de su hermano. ¡Mira que era mala suerte tener como hermano a uno de los escasos españoles que aborrece el nepotismo!
Pues bien, o el nepotismo es desterrado de la vida pública en España y se ve sustituido por el mérito y la valía reales o no saldremos de la situación en que nos hallamos sumidos. No es tarea fácil –basta ver los vínculos familiares de los sucesivos papas o de algunos obispos y cardenales para percatarse de que el nepotismo ha seguido muy vivo hasta hoy– pero sí indispensable. Sin embargo, todavía no es suficiente.
(Continuará)
01/04/2012
¿Hay salida? XI : Paréntesis andaluz
Tenía yo pensado esta semana continuar con el siguiente capítulo planeado para esta serie, pero se han celebrado las elecciones andaluzas y confieso que no he podido resistirme a la tentación de someter a la prueba del nueve lo sucedido.
Tenía yo pensado esta semana continuar con el siguiente capítulo planeado para esta serie, pero se han celebrado las elecciones andaluzas y confieso que no he podido resistirme a la tentación de someter a la prueba del nueve lo sucedido.
Contemplo con satisfacción creciente el interés con que numerosos lectores siguen cada semana esta serie. Por supuesto, no está todo el mundo de acuerdo con mis tesis, pero semejante circunstancia no me molesta lo más mínimo. Por el contrario, creo que la manera en que algunos se manifiestan arroja mucha luz sobre los temas que estoy abordando. Por ejemplo, esta semana me ha llegado una carta a mi despacho de esRadio donde, con membrete y dirección, una persona me afeaba el hecho de que fuera contrario a la existencia de una casilla en el impreso del IRPF para desviar una parte de nuestro dinero a la iglesia católica o a otros gastos de interés social. Al final de la misiva, el buen hombre me hacía saber que mi derecho a la libertad de expresión había sido más que traspasado al tratar ese tema e incluso me advertía de que si seguía por esa línea de atacar privilegios fiscales mi "integridad física" (cito textualmente) corría peligro. Conservo la carta como oro en paño porque si esto puede suceder en pleno siglo XXI es para pensar qué sucedería en los siglos XVI y XVII con una institución tan cruenta, fanática y bochornosa como la Inquisición que te detenía por denuncia anónima, que no te informaba de las acusaciones que pesaban sobre ti y que te sometía a tortura para que fueras confesando vete tú a saber qué.
Ya lo dijo Manuel Fernández Álvarez –y me permito repetirlo– que una institución así envileció el alma nacional de manera extraordinaria y llevó a esta pobre nación a una auto-censura auténticamente pavorosa. El impacto sobre la ciencia, sobre el pensamiento político, sobre las libertades fue devastador y no sorprende que Blanco White, antes de su etapa protestante, dejara escrito que el miedo a la institución era tal que de los clérigos que él había conocido, ninguno de los cultos e ilustrados había dejado de caer en la incredulidad aunque, por supuesto, se habían guardado de decirlo salvo entre ellos mismos. Y es que si a estas alturas de la Historia hay gente que escribe estas cartas –la gente de mi equipo insistía en que la pusiera en manos de la Policía– no hay que tener mucha imaginación para imaginarse lo que debieron ser tiempos felizmente pasados en que la nación se convirtió en espada de la Contrarreforma a la vez que iba una y otra vez a la bancarrota causada por conflictos que no le convenían nada y la dañaban mucho. Pero no nos distraigamos. Decía yo que esta semana me veía en la obligación de hacer un paréntesis porque lo sucedido en Andalucía merece un comentario aparte.
Vaya por delante que siento un afecto profundo y una querencia entrañable por Andalucía. La he recorrido de norte a sur y de este a oeste siempre que he tenido oportunidad y siempre con placer. No pocas de mis novelas –quizá las mejores– se encuentran ubicadas en esa Andalucía y en las épocas más diversas. Sin embargo, precisamente por ello me duele en el alma la manera en que se ha convertido en un paradigma de nuestras seculares desgracias nacionales. Personalmente, siento un rechazo muy acusado frente a los tópicos que presentan a los andaluces como racialmente vagos, estúpidos o fanáticos. Baste para desmentirlos que una tierra que ha dado a José María Blanco White, ilustre liberal exiliado; a Reina y Valera, monjes convertidos al protestantismo autores de la traducción española de la Biblia más leída y reeditada; a no pocos de los liberales de Cádiz; a Alberti y Lorca; e incluso, si se me apura, a Séneca y a la pléyade de poetas andalusíes, no está predestinada a ser roma y mentecata. A decir verdad, ha demostrado lo contrario vez tras vez.
Y sin embargo...
- Andalucía es un claro ejemplo de esa búsqueda del asistencialismo que ha pasado de la Santa Madre Iglesia al Santo Padre Estado. No es la única porque podemos encontrar ejemplos en otras zonas de España, pero todos sabemos que constituye un paradigma y que ese factor ha pesado no poco en la concesión de votos al PSOE a lo largo de tres décadas.
- Andalucía es un ejemplo del nulo valor que la España criada en los valores de la Contrarreforma concede a la mentira y a la corrupción. Ambas han empantanado a España de norte a sur, pero el Régimen socialistalleva tres décadas en ese fangal y no lo han desalojado.
- Andalucía es un ejemplo de esa visión pauperista de la Contrarreforma que ve algo bueno "per se" en la pobreza y contempla con desconfianza al que es emprendedor para salir de ella como si fuera un ser mezquinamente codicioso. El mismo Pedro de Tena lo reconocía así en una entrevista mantenida hace unas semanas en Es la noche de César y señalaba el papel que el catolicismo había tenido a la hora de configurar esa visión en Andalucía.
- Andalucía es un ejemplo de esa visión también vinculada a la Contrarreforma que contempla el trabajo como un castigo de Dios y no como una bendición.
- Andalucía es un ejemplo de esa visión, hija igualmente de la Contrarreforma, que no termina de ver la necesidad de la ciencia. Brillante en sus hijos, genial en sus creaciones, sensacional en sus dones, no se puede decir que Andalucía –como, en general, el resto de España– haya destacado por la investigación científica. ¿Se ha parado alguien a pensar que los premios Nobel que ha tenido España en ciencias han correspondido a un español que era abiertamente anticlerical (como poco) y a otro que ya lo consiguió cuando era ciudadano de Estados Unidos? Véase el porcentaje de esos Premios Nobel entre judíos – expulsados de España en 1492– y protestantes –quemados en el s. XVI– y se tendrá unos datos estadísticos verdaderamente elocuentes. En Andalucía, como en otras zonas de España, a día de hoy, según las encuestas, los universitarios sueñan mayoritariamente con ser funcionarios en la misma provincia y no con investigar o emprender.
- Andalucía es un ejemplo de cómo la libertad es, lamentablemente, un valor secundario para millones de españoles que prefieren contar con otras circunstancias como el subsidio fijo, el buen clima, la diversión o el ocio.
- Andalucía es un ejemplo de una izquierda modelada como retrato en negativo de la iglesia católica aunque –todo hay que decirlo– muy capaz de llevarse con ella a partir un piñón quizá porque, en no escasa medida, procede de las becas eclesiales para estudiar en Lovaina como Felipe González, de una familia vinculada a Franco como Griñán, de una estirpe de militares duros y franquistas como Chaves e incluso del convento como Julio Anguita. Solemos fijarnos más en personajes como monseñor Setién en las Vascongadas –Satán con alzacuellos, según Santiago Abascal– o monseñor Sistach en Cataluña, pero me atrevo a sugerir que, de nuevo, se escuche a Pedro Tena para conocer no pocas historias del compadreo de los obispos que ejercen su labor al sur de Despeñaperros y el PSOE.
- Andalucía nos ofrece año tras año el espectáculo de un pueblo que se moviliza para darse de bofetones –tristemente literales– para tocar la imagen de la Virgen del Rocío; que emprende unas caminatas impresionantes para manifestar su devoción mariana aunque en la celebración aparezcan gentes tan pintorescas como una folklórica o un alcalde corrupto; que disfruta de la Feria de Abril con un frenesí impresionante; que se sumerge con pasión en la Semana Santa y que ya se alarga hasta el verano en festejos. Antropológica, social, religiosamente, el fenómeno es digno de análisis, pero confieso –y aquí espero nuevas cartas advirtiéndome sobre los riesgos que corre mi "integridad física"– que preferiría ver ese mismo entusiasmo en defensa de la libertad de hoy y del futuro de los hijos, en la creación de empresas y la busca de trabajo y en el rechazo de caciques corruptos y embusteros.
No me cabe la menor duda de que Andalucía habría sido muy distinta si, en vez de minoría exiliada o quemada en la hoguera, hubieran sido mayoría los Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, los Blanco White, los liberales que deseaban el verdadero progreso de la libertad. No fue así y sigue sin serlo y, por lo tanto, el resultado de las elecciones de hace unos días no puede sorprendernos como no debería tampoco causarnos sorpresa lo que pasa en otros puntos de la milenaria piel de toro. Temo que la única salida es diagnosticar los males, captar su origen indiscutible y proceder a curarlos de raíz porque mientras España –y no sólo Andalucía– persistan en ellos no habrá salida de males que nos aquejan desde hace siglos.
(Continuará)
26/03/2012
¿Hay salida? X : La libertad no es pecado.
La Iglesia católica y la izquierda están tan acostumbradas a dirigirse a sus respectivos rebaños que no suelen percatarse de hasta qué punto pueden llegar a causar escándalo en las personas que mantienen la cabeza sobre los hombros
Una de las peores consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma – junto con la pérdida de la Revolución científica que tuvo lugar en las naciones reformadas, el desarrollo de la ética del trabajo o el impulso capitalista - fue que, al igual que naciones como, Portugal o Italia, asumiera un terrible y aciago miedo a la libertad. El temor a la libertad – más allá de la falta de respeto por la propiedad ajena o por las normas cívicas – está tan arraigada en millones de españoles que no ha podido pesar de manera peor en nuestra Historia hasta el día de hoy.
Los españoles han destacado históricamente por muchas cosas desde la pintura a la literatura pasando por la arquitectura o la gastronomía. Se han quedado atrasados durante siglos en aquellas áreas donde no experimentaron el influjo benéfico de la Reforma – el desarrollo científico, la generalización de la educación, la implantación de la democracia… - y una de las consecuencias ha sido la incorporación del miedo a la libertad. Razones – todo hay que decirlo – no les han faltado. La Inquisición provocó no sólo un envilecimiento del alma de millones de españoles, como señaló acertadamente Manuel Fernández Álvarez, sino también un freno claro a la investigación científica y al desarrollo académico – como criticaron no sin riesgo los ilustrados del s. XVIII – y un miedo a una libertad que podía ser peligrosa. Pero es que además la institución en cuyo seno nació la Inquisición se dedicó durante siglos con verdadero ahínco a mostrar los males y peligros de la libertad. Los ejemplos son incontables, pero permítaseme detenerme en uno de los más innegables. En 1832, en la misma época en que los liberales arrastraban un negro sino en España perseguidos por la alianza entre el absolutismo de la Corona y la defensa encarnizada de los privilegios de la iglesia católica, el papa Gregorio XVI estampaba su firma en la encíclica Mirari vos. El texto – uno de los más liberticidas del s. XIX – arremetía contra la libertad de conciencia de manera tajante e indiscutible afirmando: “De esa cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho, locura, que afirma y defiende a toda costa y para todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión. ¡Y qué peor muerte para el alma que la libertad del error! decía San Agustín. Y ciertamente que, roto el freno que contiene a los hombres en los caminos de la verdad, e inclinándose precipitadamente al mal por su naturaleza corrompida, consideramos ya abierto aquel abismo del que, según vio San Juan, subía un humo que oscurecía el sol y arrojaba langostas que devastaban la tierra. De aquí la inconstancia en los ánimos, la corrupción de la juventud, el desprecio -por parte del pueblo- de las cosas santas y de las leyes e instituciones más respetables; en una palabra, la mayor y más mortífera peste para la sociedad, porque, aun la más antigua experiencia enseña cómo los Estados, que más florecieron por su riqueza, poder y gloria, sucumbieron por el solo mal de una inmoderada libertad de opiniones, libertad en la oratoria y ansia de novedades”.
Se podrá pensar lo que se quiera del mencionado pontífice, pero no que no dejara su enseñanza bien establecida blanco sobre negro. A juicio del papa, la libertad de conciencia era un mal terrible; su origen por definición era el mismo abismo descrito en el Apocalipsis y su consecuencia todo género de males. La única vía para la felicidad era abortar la libertad de conciencia salvo la que, por supuesto, debía tener la iglesia católica para monopolizar lo que pensara, hiciera y creyera toda la sociedad. El Gran Hermano de Orwell, sin duda, habría firmado esa misma concepción relamiéndose de gusto. A fin de cuentas, se ofrecía la dicha a la sociedad – incluida la eterna – a cambio de entregar su conciencia y su capacidad para analizar, pensar y discernir.
Naturalmente, el papa Gregorio XVI sabía que uno de los peligros que existía contra la imposición de sus buenas y católicas intenciones era la libertad de prensa. Desde que empezó a publicarse esta serie también hemos tenido ocasión de asistir al penoso espectáculo de ver cómo había gente que lanzaba ataques contra mi persona o impulsaba el boicot de mis libros porque le molestaba – como mínimo – mi narración de la realidad. Creo que semejante sujetos se sentirán satisfechos de saber que pueden ser calificados con toda justicia de hijos espirituales del citado papa que en la misma encíclica enseñaba a sus fieles:
"Debemos también tratar en este lugar de la libertad de imprenta, nunca suficientemente condenada, si por tal se entiende el derecho de dar a la luz pública toda clase de escritos; libertad, por muchos deseada y promovida. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar qué monstruos de doctrina, o mejor dicho, qué sinnúmero de errores nos rodea, diseminándose por todas partes, en innumerables libros, folletos y artículos que, si son insignificantes por su extensión, no lo son ciertamente por la malicia que encierran; y de todos ellos sale la maldición que vemos con honda pena esparcirse sobre la tierra. Hay, sin embargo, ¡oh dolor!, quienes llevan su osadía a tal grado que aseguran, con insistencia, que este aluvión de errores esparcido por todas partes está compensado por algún que otro libro, que en medio de tantos errores se publica para defender la causa de la religión. Es de todo punto ilícito, condenado además por todo derecho, hacer un mal cierto y mayor a sabiendas, porque haya esperanza de un pequeño bien que de aquel resulte. ¿Por ventura dirá alguno que se pueden y deben esparcir libremente activos venenos, venderlos públicamente y darlos a beber, porque alguna vez ocurre que el que los usa haya sido arrebatado a la muerte? Estos hermosos ejemplos de inquebrantable sumisión a los príncipes, consecuencia de los santísimos preceptos de la religión cristiana, condenan la insolencia y gravedad de los que, agitados por torpe deseo de desenfrenada libertad, no se proponen otra cosa sino quebrar y aun aniquilar todos los derechos de los príncipes, mientras en realidad no tratan sino de esclavizar al pueblo con el mismo señuelo de la libertad. No otros eran los criminales delirios e intentos de los valdenses, begardos, wiclefitas y otros hijos de Belial, que fueron plaga y deshonor del género humano, que, con tanta razón y tantas veces fueron anatematizados por la Sede Apostólica. Y todos esos malvados concentran todas sus fuerzas no por otra razón que para poder creerse triunfantes felicitándose con Lutero por considerarse libres de todo vínculo; y, para conseguirlo mejor y con mayor rapidez, se lanzan a las más criminales y audaces empresas".
No existen razones para pensar que no sabía de sobra el pontífice lo que decía. La sociedad perfecta para los privilegios de su iglesia era aquella que, gobernada por un monarca absoluto, sólo recibiera las enseñanzas católicas – la España del Rey felón sin ir más lejos – y cuyo pueblo se limitara a obedecer sumisamente. Y es que de todos era sabido – aunque algunos quieran negarlo ahora – que, como señalaba el papa, el principio de soberanía nacional era cosa de protestantes, ya se sabe lanzados a “las más criminales y audaces empresas".
Precisamente por ello, la única salida para un estado era evitar la separación entre iglesia y estado. Al respecto, el papa era, una vez más, contundente:
"Las mayores desgracias vendrían sobre la religión y sobre las naciones, si se cumplieran los deseos de quienes pretenden la separación de la Iglesia y el Estado, y que se rompiera la concordia entre el sacerdocio y el poder civil. Consta, en efecto, que los partidarios de una libertad desenfrenada se estremecen ante la concordia, que fue siempre tan favorable y tan saludable así para la religión como para los pueblos”.
Comparando el destino de España con el de Estados Unidos habría que decir que el papa no fue, desde luego, infalible.
Gregorio XVI no era una excepción. En 1864 –ayer por la tarde como quien dice en términos históricos– Pio IX en su encíclica Qui pluribus dejaba de manifiesto que estaba dirigida “contra los varios modos con que se presentan atractivos los vicios en esa tan grande libertad de publicaciones y curiosidad tan grande de saber”. Sí, a juicio de Pío IX, la libertad de publicaciones y la curiosidad grande de saber eran peligrosas. ¡Y luego nos extrañará el atraso científico durante siglos de España, Portugal, Italia y tantas naciones que seguían semejantes principios frente a los impulsados por los “criminales y audaces” protestantes!
¿Puede extrañar a alguien que con una institución semejante formando la mente de millones de españoles, éstos, hace dos siglos, quitaran los caballos del carruaje de Fernando VII y se uncieran para tirar de él a la vez que gritaban “¡Vivan las caenas!”? Realmente, no. Más bien era lógico, como supo anunciar José María Blanco White, el liberal exiliado que abandonó el sacerdocio y abrazó la fe de la Reforma. Lógico, pero trágico para la Historia de España.
Hasta qué punto en algunos sectores de la sociedad española semejante visión no ha desaparecido se puede desprender del episodio que contaba libertaddigital.com el 22 de marzo cuando señalaba que un sacerdote había sido amedrentado en el mismo palacio del cardenal Sistach por, supuestamente, pertenecer al grupo Germinans germinabit que se ha manifestado crítico desde hace años con el cesaropapismo nacionalista de algunos obispos catalanes. Decía la noticia – redactada por un fiel católico – que unos detectives llegaron incluso a extorsionar al sacerdote amenazándole con publicar un dossier sobre su vida privada si no abandonaba la colaboración con Germinans. Se puede o no estar de acuerdo con la gente de Germinans, pero yo los he defendido en no pocas ocasiones desde distintos medios porque, sinceramente, no veo de recibo que sean objeto de persecución por un prelado. Con todo, cuánto cabe deducir de un ámbito donde nadie llama al orden al cardenal Sistach por estas acciones y donde incluso se puede extorsionar a un sacerdote con la amenaza de revelar detalles de su vida privada. Me consta que hay gente empeñada en defender que la Inquisición fue punto menos que una ONG piadosa, pero trasládese el episodio al s. XVII y sáquense las consecuencias que ha podido tener para generaciones de españoles ese miedo a la libertad, un miedo que persiste a día de hoy. O ¿es que acaso es normal que en pleno siglo XXI fieles y sacerdotes hayan de esconderse tras el anonimato para evitar represalias de sus superiores eclesiásticos? Yo, desde luego, no lo veo así.
A diferencia de lo sucedido en otras naciones, en España la causa de la libertad era, por definición, contraria a las enseñanzas de la iglesia mayoritaria. Además no existió un contrapeso como el que significaron en otros pueblos los judíos – fueron expulsados en 1492 – o los protestantes – fueron quemados en el s. XVI – y los resultados fueron aciagos. Así, los intentos de modernización frente al absolutismo rociado con agua bendita vinieron no pocas veces de la masonería – que deseaba una libertad controlada desde la sombra por una élite – o de una izquierda que no pasaba de ser un retrato en negativo de la iglesia católica y que tampoco creía en la libertad. En resumen, todas las fuerzas que se enfrentaban sobre la piel de toro no destacaban precisamente por su amor a la libertad.
De esta manera, el español – como el portugués o el italiano o el mexicano – fue atravesando generación tras generación convencido de que la libertad no era importante salvo, quizá, para arremeter contra el que no pensaba como él. Las consecuencias son tan numerosas – y tan desastrosas – que no es posible detenerse en todas ellas. España, a pesar de tener colonias en las que se practicaba la esclavitud, no conoció un movimiento emancipador como los que vivió Gran Bretaña o los Estados Unidos – en los dos casos, totalmente impulsados por protestantes de las más diversas denominaciones – por la sencilla razón de que la iglesia católica, a la sazón, no condenaba la esclavitud. De manera bien significativa, el único estado que consideró legítima la independencia del Sur esclavista fue la Santa Sede y en España, las sociedades anti-esclavistas estuvieron formadas sobre todo por masones y protestantes. Bartolomé de las Casas – tan incensado no sin razón – era partidario de la esclavitud de los esclavos y Antonio María Claver, compasivo hacia los esclavos negros, no estaba por la labor de ser un William Knibb, un John Newton o un Wilberforce.
Y, sin embargo, dijera lo que dijera el papa ni la libertad de conciencia ni la de imprenta eran pecado. Por el contrario, eran grandiosas conquistas sociales.
Esa inquina histórica contra la libertad ha causado un daño inmenso – sólo Dios sabe si reparable – a naciones como España, Italia o Portugal – pero tampoco ha beneficiado, al fin y a la postre, a la misma Iglesia católica o a la izquierda formada en España a su imagen y semejanza. A decir verdad, están tan acostumbradas ambas a dirigirse a sus respectivos rebaños que no suelen percatarse de hasta qué punto pueden llegar a causar escándalo en las personas que mantienen la cabeza sobre los hombros y que no se rigen por fidelidades de ese tipo. Uno de los últimos episodios de este tipo lo han protagonizado hace unos días El País y la Conferencia episcopal. El País dio una información errónea sobre los privilegios fiscales de la iglesia católica. Cuando la Conferencia episcopal envió una carta de rectificación, El País no la publicó y también hizo caso omiso el defensor del lector. Si todo hubiera quedado ahí, la Conferencia episcopal hubiera podido proclamarse ganadora por uno a cero. Sin embargo, decidió ir más lejos y emitió un comunicado en el que acusaba a El País de falsedades porque había atribuido las exenciones fiscales de la iglesia católica a los Acuerdos de 1978 y no a la ley de 2002 y porque había afirmado que sacerdotes y obispos estaban en nómina del Estado cuando, en realidad, sus emolumentos se cubrían con fuentes como la casilla en el impreso del IRPF. No dudo de que haya habido católicos que se hayan sentido confortados por ese comunicado, pero al ciudadano de a pie que contempla cómo le suben impuestos mientras que la iglesia católica disfruta de beneficios fiscales como los sindicatos, ¿qué más le da si la base legal son los Acuerdos de 1978 o la ley de 2002? Aún más. Seguramente, se habrá preguntado por qué tiene que haber una casilla en el impreso del IRPF que le obligue a elegir entre la iglesia católica o las lesbianas de Bibiana Aído cuando él se considera ya mayorcito para elegir si financia o no a alguien. Permítaseme ir un poco más allá. ¿Por qué no se deja en libertad a los fieles y, de paso, también se deja en libertad a creyentes o no-creyentes de financiar o no a sindicatos y partidos políticos? Reconozco que quizá se deba a mi malicia natural, pero temo que unos y otros temen que si nos dejaran en libertad recogerían mucho menos dinero.
En el fondo, como antaño el pontífice que firmó la encíclica Mirari vos, todas estas instancias parecen creer que la libertad es pecado. De hecho, históricamente, los que se han opuesto a esa visión, como los liberales de Cádiz, han pagado muy caro el intento con el exilio o la muerte… igual que los judíos de 1492 o los protestantes del siglo XVI.
Debo decir sin el menor sentimiento de culpa que yo creo, por el contrario, que la libertad – que tan acertadamente asoció el papa Gregorio XVI con los protestantes – es algo extraordinariamente grande frente a lo que no deberíamos tener miedo.
Si frente a las imposiciones de los sindicatos, opusiera la libertad de contratación.
Si frente a las limitaciones intervencionistas que se justifican lo mismo recurriendo al socialismo que a la doctrina social de la iglesia católica, existiera una verdadera libertad de mercado.
Si frente a las concesiones de radio y TV otorgadas por el poder, existiera una libertad para abrir emisoras.
Si frente a la opinión cautiva, se viviera sin limitaciones la libertad de expresión.
Si frente a los mil y un vericuetos para vaciarnos los bolsillos en favor de cualquier casta privilegiada, cada trabajador, cada fiel o cada afiliado mantuviera libremente lo que quisiera sin que los demás lo tuvieran también que hacer.
Si frente a los dictados de cualquier grupo mantuviéramos la libertad de criterio por encima de cualquier otra consideración.
Si frente a la seguridad y al pesebrismo, amaramos la libertad de conciencia…
Si así fuera, quizá algunos, siguiendo el ejemplo del papa de la Mirari Vos, llegarían a pensar que hemos entrado en conductas “audaces y criminales” como las que, por definición, caracterizan a los protestantes, pero, en realidad, España se colocaría en el camino de ser una nación más grande de lo que ha sido nunca y, sobre todo, con más futuro.
(Continuará)
18/03/2012
¿Hay salida? IX : ... y robar
también es pecado.
Con esos mimbres de falta de respeto por la propiedad privada, de acumulación de privilegios seculares, de misericordia infinita hacia los que roban y defraudan siempre que sean de los nuestros, ¿puede extrañar que los españoles roben siempre que puedan?
Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, no sólo la visión de los bienes materiales sufrió una aciaga transformación sino que, por añadidura, la propiedad privada se vio desprovista del debido respeto… salvo cuando se encontraba en mano de ciertas castas privilegiadas. Las consecuencias de esa visión no sólo fueron aciagas sino que se extienden hasta el día de hoy.
Con motivo de la última entrega de esta serie un lector me envió el siguiente email:
"Hace un momento he leído el último de tus artículos sobre Las razones de una diferencia, y recordaba lo asombrado que me quedé en el Wal-Mart de Tyler cuando, al entregar en la caja una camisa que quería comprar, el cajero (un chico negro), pasó el tiquet por el escáner y salió un precio que era aproximadamente el doble del que yo había visto en el mostrador del producto. Inmediatamente le dije que no era ese el precio que estaba anunciado, que en realidad eran mucho menor (digamos 10 dólares en lugar de 20). Pensé que entonces iba a llamar a un compañero, como suele hacerse aquí, para verificar el precio; pero ante mi enorme sorpresa se limitó a preguntarme: "Are you sure, sir?" Simplemente contesté que sí y el cajero se limitó a anular el importe que le marcaba el ordenador y cambiarlo por el que yo le estaba diciendo. Acto seguido me cobró y me deseó un buen día, y yo salí de allí asombrado, convencido una vez más de que sí, Spain is different. Un abrazo”.
El amable lector tiene razón. La visión de la mentira es muy diferente en naciones donde triunfó la Reforma que la que encontramos en aquellos donde fue la Contrarreforma la que se impuso. Muy unida a esa visión sobre la mentira se encuentra también la del respeto por la propiedad. No voy a volver a repetir lo que ya señalé en otra entrega anterior sobre la visión de la riqueza y de la pobreza. Me voy a centrar por el contrario en la visión de la propiedad privada.
En las naciones donde triunfó la Reforma, el respeto por la propiedad privada quedó firmemente afianzado fundamentalmente porque la Biblia no sólo no tiene nada en contra de ella sino que la considera digna de protección. De manera bien significativa, la Torah mosaica establecía que “cuando alguno hurte buey u oveja, y lo degollare o vendiere, por aquel buey pagará cinco bueyes, y por aquella oveja cuatro ovejas” (Éxodo 22: 1). No sólo eso. También dejaba asentado el principio de que “la casa de un hombre es su castillo” – como diría un anglosajón – al señalar que “si el ladrón fuere hallado forzando una casa, y fuere herido y muriere, el que le hirió no será culpado de su muerte” (Éxodo 22: 2). Semejante visión sigue vigente en legislaciones como la de Estados Unidos por la sencilla razón de que se considera que nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a entrar en una propiedad ajena a robar y si, al perpetrar ese delito, es herido o muerto, simplemente ha recibido el fruto directo de su malvada acción. Ni que decir tiene que en una nación como España donde si un joyero se defiende de un ladrón puede acabar en la cárcel semejante principio es considerado bárbaro, pero es que en España la propiedad privada cuenta con una larga tradición de desprotección salvo que pertenezca a alguna casta privilegiada.
Por cierto, y antes de que alguien se empeñe en contraponer el Nuevo Testamento al Antiguo como si fueran totalmente distintos –clara señal de que no conoce ni uno ni otro–, ha de recordarse que cuando el arrepentido Zaqueo se acercó a Jesús y le dijo que se arrepentía de su vida anterior, a la vez, indicó que estaba dispuesto a pagar el cuádruplo de lo defraudado. Si Jesús hubiera tenido algo que ver con determinadas visiones teológicas que desprecian la propiedad privada, habría rechazado las pretensiones de Zaqueo. Como, por el contrario, Jesús era medularmente judío en su concepción de la propiedad, al escuchar las palabras de Zaqueo dijo: “Hoy ha venido la salvación a esta casa por cuanto él también es hijo de Abraham” (Lucas 19: 9). En otras palabras, la condición de creyente en el sentido cristiano del término venía expresada en ese caso concreto por el respeto que manifestaba hacia la propiedad privada y el deseo de compensar lo que hubiera podido menoscabar la ajena. Ese regreso a la enseñanza de la Biblia de manera directa explica también el respeto por la propiedad privada existente en las naciones en las que triunfó la Reforma en el s. XVI o que se inspiraron posteriormente en ella como los Estados Unidos y, a la vez, señala por qué nosotros hemos llegado – como italianos, portugueses, argentinos o mexicanos – al lugar donde nos hallamos actualmente.
Nuestra evolución histórica ha sido la de un poder público – político y religioso – que no ha respetado más propiedad privada que la de las clases privilegiadas y que ha llevado, en muchos casos inconscientemente, a millones de españoles a asumir que lo normal en el ejercicio del poder – el que sea – es quedarse con lo ajeno.
Salvo episodios muy concretos – y significativos – en los que determinadas tierras despobladas fueron entregadas a villanos de Castilla para que las poblaran y defendieran, buena parte de la Reconquista – especialmente sus últimos siglos – constituyó un largo ejercicio de despojo del vencido y reparto de ganancias entre los privilegiados de entre los vencedores. Se trató, por otra parte, de un modelo trasladado a las Indias. A diferencia de otros pueblos, los españoles no colonizaban sino que básicamente se apoderaban de inmensas extensiones de terreno y las repartían. Ni que decir tiene que el reparto beneficiaba a las castas privilegiadas – Monarquía, aristocracia e iglesia católica – que, a su vez, entregaban una parte de los despojos a los que los servían con entrega y fidelidad. Por supuesto, esa labor de despojo y reparto se podía legitimar de diversas maneras, pero la realidad resultaba innegable. A fin de cuentas, los indios fueron repartidos en encomiendas y el hecho de que se les bautizara de manera más o menos forzada en la religión católica, de que se les anunciara que eran súbditos del rey de España y de que llegaran a saber que un dominico llamado fray Bartolomé de las Casas consideraba que era mejor esclavizar a los negros que a ellos seguramente no debió consolarlos mucho. Por supuesto, hubo beneficios innegables derivados de la conquista, pero, como sucedió en la Hispania de Viriato, es bastante dudoso que los vencidos lo percibieran así.
Cuando, finalmente, llegó la independencia, Hispanoamérica era el campo de batalla entre una iglesia católica que se aferraba con uñas y dientes a los privilegios derivados del expolio – todavía en 1910 era la mayor propietaria de bienes raíces de México – y una masonería que deseaba realizar el suyo propio. Basta mirar a México, a Argentina o a Bolivia hoy en día para ver que los dados estaban cargados para que las cosas no fueran bien y no precisamente porque se tratara de naciones pobres. Simplemente es que se trataba de entidades en que la propiedad privada no ha sido respetada y las clases privilegiadas, por supuesto, consideraban que la suya era la única respetable. A decir verdad, en ocasiones se tiene la sensación de que cualquier proceso político se reducía a un “tu saqueaste ayer, ahora me toca saquear a mi”.
En España, como en el resto de las naciones marcadas por la Contrarreforma, tampoco la evolución histórica fue mejor.
A día de hoy, la Monarquía – una de las instancias privilegiadas – está salpicada por los escándalos económicos visibles de un yerno del rey aunque, por supuesto, se ha evitado la citación de la infanta para que no quede “estigmatizada”. Lógico ya que la Monarquía está por delante del derecho de propiedad privada de los españoles de a pie.
A día de hoy, la Iglesia católica sigue manteniendo privilegios económicos escandalosos en forma, por ejemplo, de las mismas exenciones fiscales que tan injustamente disfrutan los sindicatos. Semejante situación, nada ejemplar por otra parte, se intenta justificar sobre la base de tres argumentos. El primero, que la Constitución establece la existencia de pactos con la iglesia católica y otras confesiones; el segundo, la Desamortización de bienes eclesiásticos y el tercero, la labor social desarrollada por la iglesia católica. Creo que ni uno sólo de esos argumentos resiste el menor análisis crítico. En primer lugar, es cierto que la Constitución establece la existencia de pactos con las confesiones religiosas, pero en ningún lugar dice que éstos tengan como finalidad privilegios fiscales y económicos. El gobierno puede – quizá incluso debe - pactar la asistencia espiritual católica en colegios, prisiones, cuarteles, etc o incluso la necesidad de que haya una asignatura de religión, pero de ahí a conceder privilegios fiscales a una institución no precisamente pobre mientras los ciudadanos y las sociedades sufren una constante subida de impuestos en tiempo de crisis me parece – sin ánimo de ofender a nadie – no precisamente cargado de moralidad. En segundo lugar, los españoles llevamos siglos pagando la Desamortización. A día de hoy no creo que ni los católicos más cerriles se atrevan a defender que el régimen de manos muertas era aceptable – persona nada sospechosa como Jovellanos lo atacó y tanto Carlos III como Carlos IV hicieron tímidos intentos de acabar con él – pero, de cualquier manera, no se puede defender que la iglesia católica goce de privilegios fiscales porque hace casi dos siglos se desamortizaron sus bienes. Se trata de privilegios fiscales, dicho sea de paso, que no ha reclamado, por ejemplo, a Francia, por la sencilla razón de que la vecina República no consentiría semejante cambalache eclesial. Finalmente, si alguien va a citar los comedores de Caritas – y sin querer desmerecer a nadie – que se lea la parte de El linchamiento dedicada a esta entidad y se entere de cómo se comportó con el director entonces de La Mañana de COPE sin importarle el daño que podía causar a la ilusión de unos niños. El episodio es más elocuente que toda una tesis doctoral. Pero aceptemos por vía de hipótesis que Caritas es angelical y que incluso existen más Caritas de las que ya hay desviviéndose por practicar la caridad. ¿Por qué debería ser ese un argumento para disfrutar de exenciones fiscales y privilegios económicos? A mi juicio, la caridad debería practicarse de manera desinteresada, sin esperar nada a cambio, desprendidamente. Si, por el contrario, se utiliza como argumento para justificar privilegios procedentes de la Edad Media, entonces… entonces me atrevería a decir que, con los matices que se quiera, esa caridad no es la realidad global sino una parte de la excusa para cubrir la realidad oculta.
Esa falta de respeto a la propiedad privada de los otros que son los que deben soportar todas las cargas, lamentablemente, no se limita a la Monarquía o a la iglesia católica. Una ley de la época Aznar colocó bajo la misma etiqueta de privilegio de la iglesia católica también a sindicatos y partidos. Tengo la sospecha de que semejante jugada pretendía poner a salvo los privilegios de la iglesia católica gobernara quien gobernara ya que nadie se atrevería a cuestionar a los partidos y a los sindicatos. Sin embargo, a mi me parece que ése, en realidad, es un argumento poderoso para derogar la más que discutible norma y lograr que, por una vez, todo el mundo pague impuestos en España y que todas y cada una de estas entidades privilegiadas se mantengan con “las cuotas de sus afiliados” por utilizar una frase hecha.
Y – ¡cómo no podía ser menos! – esa mentalidad del despojo y del reparto que tanto daño causa al respeto a la propiedad privada en España tiene además su versión regional. Las católicas Vascongadas y Navarra siguen a día de hoy disfrutando de un cupo bochornoso que se traduce en que el resto de España tenga que pagar sus caprichos y arrostrar sobre su propiedad una parte desproporcionada de los impuestos. Se trata de otra de las consecuencias de las nefastas guerras carlistas atizadas por el clero católico contra la construcción del estado liberal, pero, como en el caso de la Desamortización, deberíamos llegar a la conclusión de que ya está bien de hacernos pagar a todos semejantes privilegios siquiera porque Cataluña – otra región marcada por la presencia de un clero católico aliado descaradamente con el nacionalismo – también desea eludir su carga fiscal cuando ya significa el treinta por ciento de la deuda de las CCAA. Como anticipo de lo que se nos puede venir encima, hace apenas unas horas, el gobierno de Rajoy ha indultado a dos políticos catalanes caracterizados por ser unos ladrones y pertenecer a la democracia cristiana. ¡Ejemplar! Por cierto, no he visto una sola frase de queja en determinados medios que ponen el grito en el cielo cuando los que roban son socialistas… ¡esta España tuerta!
Con esos mimbres de falta de respeto por la propiedad privada, de acumulación de privilegios seculares, de misericordia infinita hacia los que roban y defraudan siempre que sean de los nuestros, ¿puede extrañar que los españoles roben siempre que puedan?
La institución más sagrada ya que dice representar a Dios y que se supone que tiene como una de sus metas la caridad no paga impuestos como el resto de la nación, disfruta de privilegios carentes de justificación, protege parte de su patrimonio inmobiliario con SICAVs e intenta justificar todo con la referencia a los comedores sociales de una de sus entidades.
La institución más elevada en el plano político se ha caracterizado una y otra vez por gastar el dinero de sus súbditos de maneras poco ejemplares y por contar con miembros que no se caracterizaban precisamente por una honradez puritana.
Los partidos que representan a los ciudadanos cuentan con privilegios económicos descarados, tienen en sus filas a no pocos partidarios del añejo principio patrio de “conquista y reparte” y saben arreglárselas para que se indulte a sus ladrones.
Los sindicatos que representan a los trabajadores también acumulan privilegios e incurren en conductas que ellos mismos han calificado de “robo” y “mangoneo”.
En todos y cada uno de los casos, son otros – los sufridos ciudadanos españoles – los que pagan las facturas cuando deberían ser los fieles o los afiliados.
A fin de cuentas, se trata de una consecuencia más de siglos de desprecio por la propiedad privada ajena que han calado en el corazón de los españoles. Es esa falta de respeto que llevaba – para escándalo de mis años infantiles – a los jóvenes de los pueblos a entrar en huertos ajenos a robar fruta; a los empleados de un banco a llevarse bolígrafos o folios; o a los huéspedes de un hotel a hurtar toallas. No creo que en ninguno de los casos se produzca el menor atisbo de cargo de conciencia. A fin de cuentas, la propiedad privada no es digna de respeto alguno.
Recuerdo cómo en la época en que ejercía la abogacía vino a verme un hombre cuyo hijo acababa de ser detenido. Ya me adelantó que no era nada importante, que se trataba de “una niñería”, que “seguramente sólo ha robado unas bicicletas”. Intenté razonar con él que robar bicicletas no era una niñería, que merecía un castigo, que hay que respetar la propiedad ajena. Fue como hablar con la pared porque, a fin de cuentas, vivimos en una cultura que siempre encuentra excusas para absolver al “robagallinas” que no es como el ladrón a gran escala y no lo es porque millones de españoles son “robagallinas” sin concebir el menor remordimiento ya que otras instituciones se aprovechan en mucha mayor cuantía de la propiedad ajena.
He contado en otra entrega algunos ejemplos de esa afición de los españoles por robar objetos tan miserables que casi da vergüenza relatarlo. No exageraba lo más mínimo. Permítaseme remitirme a mi época de director de La linterna de COPE. En una cadena que, por definición, defendía unos valores superiores a los de la media me robaron de mi despacho una edición facsímil del Nuevo Testamento griego de Erasmo (¿por enemistad hacia el humanista holandés o por deseo irresistible de practicar la lengua de Sófocles?), una pluma de oro con mi nombre inscrito y regalada por las víctimas del terrorismo (para revenderla imagino que borrarían el nombre o, quizá, se la pasaron a un coleccionista), libros, objetos personales, etcétera. Un día, harto ya de aquella falta de respeto por la propiedad ajena, comuniqué mi pesar a alguno de los miembros de mi equipo. Supe entonces que a ellos también les habían sustraído desde bolsas de patatas fritas a latas de fabada pasando por piezas de fruta, bolígrafos y otros objetos personales. ¿Por qué sucedía aquello? Desde luego, en COPE mucha de la gente tenía una apariencia más que clara de honradez y no faltaban los que cumplían rigurosamente con sus deberes religiosos. Por otra parte, los salarios de COPE – excluidos los de los directivos y algún director de programa – no eran precisamente para lanzar las campanas al vuelo, pero, sinceramente, no creo que anduviera el personal sometido a una situación tan famélica como perpetrar aquellos hurtos. No, no lo creo como, con el corazón en la mano, tampoco creo que en la COPE hubiera un porcentaje superior de ladrones que en otras radios o empresas, pero la situación llegó a un extremo que me vi obligado a cerrar con llave mi despacho. Estoy convencido de que todos y cada uno de los que robaron pensaban que, a fin de cuentas, podían permitirse hacerlo porque o yo ganaba más que ellos o porque no les caía bien o, simplemente, porque se les presentaba la oportunidad. Y así, burla, burlando, hemos llegado a donde estamos hoy. Si la falta de respeto hacia la propiedad ajena la tienen unos, nos recuerdan que lo hacen por el bien del pueblo y no como ciertas instituciones que durante siglos han vivido de los humildes. Si se da en otros, nos insisten en que, a fin de cuentas, ellos son los que verdaderamente atienden a los indigentes. Por debajo, las masas piensan que, en realidad, son ellos los que están justificados para robar ya que tanto les han robado antes. Al fin y a la postre, no son ni mucho menos pocos los que aprovechan la posición que tienen, por humilde que sea, para no llevarse lo que es de otro. La púrpura, el armiño o los pactos políticos acabarán garantizando la benevolencia hacia los de arriba.
Pues bien, no podemos seguir viviendo así. Si España desea dejar de ser diferente en el peor de los sentidos debe aprender a respetar la propiedad privada. Los españoles han de aprender a no utilizar lo que es de otros, aprovecharse de lo que es de otros o apoderarse de lo que es de otros para beneficio suyo o de sus cómplices. Y no se trata sólo de no robar directamente sino también de no defraudar a los demás en su tiempo o en nuestro trabajo remunerado o de no cargar al prójimo con lo que deberíamos llevar sobre nuestros hombros. En suma, tenemos que asumir que la propiedad privada debe ser respetada siquiera porque sólo una sociedad que respeta la propiedad privada es una sociedad que puede ser libre. Avanzaríamos enormemente si aceptáramos respetar la libertad privada, pero, con todo, no sería suficiente.
12/03/2012
¿Hay salida? VIII : Mentir sí
es un pecado grave
En aquellas naciones donde triunfó la Reforma del siglo XVI o que nacieron bajo su impulso, como los Estados Unidos, la mentira siempre se ha considerado una cuestión muy seria
Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, la mentira fue contemplada no como una lacra que resulta intolerable en el trato político y profesional sino como algo de escasa importancia – pecado venial – si no incluso motivo de alabanza social. Esa visión se mantiene hasta el día hoy causando unos daños de incalculable magnitud.
Me lo decía hace unos días el director de la sucursal española de una importante multinacional presente en ochenta naciones. "El problema que tenemos en España es que los españoles no cumplen lo pactado. Te mienten. Te engañan. Piensan en cómo jugártela. Ni siquiera lo acordado por escrito tiene valor. Por supuesto, no todos son así, pero el resultado es que nuestro presidente cuando se le habla de españoles piensa que esto es como Guinea Ecuatorial…". El relato era triste, pero - ¡ay! – nada inhabitual. Aún recuerdo la sorpresa que experimenté hace más de treinta años cuando un compañero del colegio que se dedicaba a la topografía me contó cómo su empresa, una importante multinacional española, se dedicaba a engañar a cierto gobierno del norte de África. "El caso es que estamos quedando fatal" – me dijo – "Luego nos extrañará si se nos cierran los mercados…"
Se alegará – con razón – que hay españoles serios, cabales, formales, honrados y es verdad, pero no puede negarse que la sociedad española, como todas las católicas, es indulgente con la mentira. En esta cuestión, como en tantas otras, la moral católica es más heredera de ciertas concepciones procedentes del paganismo que de las páginas de la Biblia. Un derecho romano que consideraba irrelevante ciertas mentiras que no influían en el tráfico jurídico acabó teniendo más peso en la visión de la católica de la mentira que el contenido del Decálogo y, al fin y a la postre, la mentira acabó situada en el estante, ciertamente liviano, de los pecados veniales esos que no precisan de acudir al tribunal de la penitencia para ser lavados y que pueden verse disueltos, por ejemplo, mediante el sencillo expediente de santiguarse con agua bendita.
El resultado de esta peculiar visión es que un pecado venial – por mucho que nos moleste cuando somos sus víctimas – no puede ser, en buena lógica, la causa de la caída de un político o de una derrota electoral. Por supuesto, me consta que la izquierda utilizó la referencia a la mentira para cambiar la intención de voto tras los atentados del 11-M, pero todos sabemos que quien más se refirió a los peligros de “un gobierno que les mienta” fue uno de los mayores embusteros de los últimos tiempos, llamado Rubalcaba, y que esa característica que tan bien lo define no ha sido obstáculo para su propio medro político. Pero ¿por qué no iba a suceder todo eso si, a fin de cuentas, sólo ha ido enhebrando un pecado venial con otro?
No se trata de un problema vinculado sólo a la política. Un personaje que dirigiera un programa de radio donde se diera una noticia falsa sobre terroristas suicidas durante unos atentados como los del 11-M estaría acabado profesionalmente en Estados Unidos, en Noruega, en Holanda o en Gran Bretaña. En España, por el contrario, un sujeto así continuó su carrera – aunque fuera a trompicones – y, si no me he quedado atrasado en mi conocimiento de su trayectoria, sigue cobrando pingües cantidades como consejero de un importante grupo mediático. Pero ¿por qué no iba a ser así si tan sólo cometió un pecado venial?
La mentira no impidió, desde luego, a Felipe González o a ZP revalidar sus éxitos electorales y lo mismo podría decirse de otros personajes ubicados en otros puntos del arco electoral. Es más. Dado que las acusaciones – no pocas veces correctas – vienen desde el otro lado suele ser habitual que incluso refuercen al embustero entre los de su tribu. Pero ¿por qué habría de ser de otra manera tratándose de un pecado venial?
Esa concepción venial de la mentira se halla tan arraigada en nuestra cultura que un héroe noble como el Cid engaña en el Cantar a dos judíos en lo que se considera una acción admirable y digna de imitar; que el Gran Capitán sigue provocando nuestro aplauso por haberle presentado a Fernando el Católico unas cuentas que recuerdan a los EREs de la Junta de Andalucía; que nuestra literatura cuenta entre sus aportes más geniales una serie de novelas protagonizados por los embusteros por antonomasia que son los pícaros o que todavía seguimos aplaudiendo a los que, de una manera u otra, se las ingenian para eludir su obligación recurriendo al embuste. Como diría un conocido cómico refiriéndose al timo de la estampita: "el verdadero timador es el que acaba siendo timado. Los otros son sólo dos pillines". Pillines de código penal podría haber añadido. En aquellas naciones donde, por el contrario, triunfó la Reforma del s. XVI o que nacieron bajo su impulso como los Estados Unidos, la mentira siempre se ha considerado una cuestión muy seria. Para llegar a esa sencilla conclusión, se partía de la base de que se encuentra entre las diez normas contenidas en el Decálogo al lado de mandamientos como la prohibición de asesinar, de cometer adulterio, de rendir culto a las imágenes o de adorar a otros dioses (Éxodo 20: 1-17). Se podrá decir que un asesinato es peor que mentir, pero, desde luego, lo que no puede ser la mentira es materia venial cuando la prohibición va acompañada de prohibiciones tan graves. En ese sentido, no sorprende que cualquier acto tiznado por la falsedad sea considerado enormemente grave en esas naciones. No se trata sólo de que un político embustero no es digno de confianza y que, descubierto, puede ir tomando el camino del retiro sino que, por ejemplo, entregar un cheque sin fondos se paga con la cárcel. Me consta que para no pocos españoles, semejante visión es demasiado rigorista, pero ¿de verdad es así? En otras palabras, ¿si un político, por ejemplo, engaña a su esposa con la que le une un voto si no sagrado al menos claramente solemne por qué iba a ser más de fiar en sus tratos con unos ciudadanos que no están vinculados con él por ceremonia semejante? O por seguir con los dos ejemplos citados, ¿le puede extrañar a alguien que en España los comercios no acepten generalmente cheques en pago mientras que en Estados Unidos incluso se dan por buenos los endosados por un tercero? En el primer caso, nos encontramos – como en Italia o Portugal – con una sociedad que no se fía de si misma porque sabe que los embusteros no son materia escasa y porque además es consciente de que no hay castigo para ellos y, en el segundo, con otra en que los instrumentos del tráfico comercial son normalmente aceptados porque la verdad es un principio de comportamiento esencial cuyo quebrantamiento recibe rápida y general sanción.
Me refería antes a los embustes del Cid, del Gran Capitán o de nuestros pícaros. Durante siglos, el referente para los niños estadounidenses fue un George Washington infantil que destrozó un cerezo a hachazos, pero que, preguntado acerca de quién había perpetrado aquella mala acción, no osó mentir sino que prefirió decir la verdad y recibir un castigo merecido. Sea o no apócrifo el relato, el modelo no era el del espabilado mentiroso sino el de aquel que siempre dice la verdad aunque le cueste arrostrar sus consecuencias. La venialidad de la mentira había sido sustituida, como en cualquier cultura puritana, por el seguimiento de la verdad con todas sus consecuencias.
Escribía Solzhenitsyn a inicios de los años setenta del siglo pasado que había decidido adoptar como arma – la más eficaz – contra la dictadura soviética el rechazo total y absoluto de la mentira. Estaba convencido el genial escritor de que si los ciudadanos de la URSS, en un número importante, se negaban a escuchar mentiras, a seguirlas, a respaldarlas, el sistema acabaría desplomándose. Ciertamente, la URSS se colapsó, un acontecimiento que, como en cierta ocasión me confesó Antonio López Campillo, sería suficiente por si solo como para creer en la existencia de Dios. Pero, fueran cuáles fueran las razones de su final, lo cierto es que si los españoles desean ver desplomarse algunos de sus peores males, previamente, necesitan abandonar el concepto secular de que la mentira es un pecado venial y asumir que la mentira es reprobable. No sólo eso sino que nunca debe quedar impune.
Si, siguiendo el consejo de Solzhenitsyn, nos apartáramos de la mentira, convirtiéramos la veracidad en nuestra norma de conducta, hiciéramos honor a nuestra palabra y contempláramos con auténtico horror la simple idea de que faltar a la verdad puede ser un pecado venial, el cambio que experimentaría nuestra nación resultaría espectacular. Los efectos en la economía – dotada de una enorme seguridad indispensable para la prosperidad – en la política – mucho más higienizada tras verse libre de embusteros - y en la vida cotidiana resultarían, sin duda, no sólo beneficiosos sino, por añadidura, gigantescos. Con todo, a pesar de la importancia de ese paso, resultaría insuficiente.
ESPECIAL
CONSTITUCIÓN
10/03/2012 La Constitución que no podía ser
Las Cortes de Cádiz, desde luego, adolecían de defectos que a Blanco White no se le escapaban. Así, fue mencionando cómo las Américas, parte de España a la sazón, no estaban suficiente y legítimamente representadas
Nos encontramos en el bicentenario de la Constitución liberal de 1812 y ya resulta previsible el rumbo que van a adoptar los análisis relacionados con la misma. En la izquierda, se oscila entre la apropiación de la proeza liberal o su desdoro siquiera porque no les sale hablar de manera elogiosa de algo que sea liberal. En la derecha, el péndulo va de un desprecio de colmillo retorcido empeñado todavía en que el origen de nuestros males es haber creído en las bondades del liberalismo abandonando la visión inquisitorial de la Contrarreforma a un olvido interesado porque no es precisamente liberal el rumbo seguido en los últimos años por el principal partido de esa región política. En ambos casos –justo es decirlo– no faltan tampoco los ditirambos. Sin embargo, se adopte el enfoque que se adopte, lo que no puede dudarse es que la Constitución de 1812 fracasó. Al fin y a la postre, la revolución liberal se vio yugulada por la acción de Fernando VII y el siglo XIX español se convirtió en un enfrentamiento continuo entre los que creían en la modernización de una España destrozada y los que, por el contrario, pensaban que el aferramiento al Antiguo Régimen conduciría a la nación a una Arcadia feliz en la que, dicho sea de paso, nunca estuvo por la sencilla razón de que nunca había existido. En estas páginas, desearía introducir una variante a esos análisis de uno y otro lado. En las siguientes líneas, sostendré que, muy posiblemente, la Constitución de 1812 podía haber triunfado en su noble empeño; que los defectos que la condenaban al fracaso ya fueron señalados en su tiempo por José María Blanco White y que el desoír semejante voz tuvo funestas consecuencias.
José María Blanco White es una de las figuras más extraordinarias del s. XIX español aunque su condición de "heterodoxo" haya determinado su desconocimiento por parte de la inmensa mayoría de los españoles. Clérigo sevillano que acabó abrazando el protestantismo en uno de los viajes espirituales más interesantes de su siglo, representante insigne de la denominada generación de 1808 y liberal convencido, contaba con treinta y cinco años de edad cuando las Cortes se reunieron en la isla de León. Redactor de la parte política del Semanario patriótico, desde 1808 defendió la necesidad de redactar una constitución liberal a la vez que se convertía en uno de sus propagandistas en la convicción de la necesidad de formar una opinión pública favorable.
En 1810, al caer Sevilla en manos de los franceses, Blanco se trasladó a Inglaterra desde donde continuó escribiendo desde la barbacana en que había convertido su periódico, El Español. Publicación liberal y patriótica, El Español constituye una de las fuentes indispensables para comprender la Historia de España así como la andadura de los liberales. A través de miles de páginas, Blanco se convirtió en un testigo de excepción del proceso constitucional, pero también en uno de sus críticos más lúcidos fundamentalmente porque supo prever como nadie que el proceso iniciado con la reunión de las Cortes acabaría trágicamente.
Los antecedentes de Blanco hundían sus raíces en la Ilustración. Ya en 1796 –cuando sólo tenía veintiún años y era un sacerdote intachable– Blanco había leído en la Academia de Letras Humanas una Epístola a don Juan Pablo Forner en la que ya aparecen algunos de sus temas esenciales como la defensa de la ciencia –motejada por algunos eclesiásticos como "insuficiente"– la resistencia frente al "tirano opresor" que podía ser la religión y el fanatismo como enemigo de la Verdad.
Durante los años 1803-1808, en el Correo de Sevilla fueron apareciendo escritos suyos en los que elogiaba el modelo británico de sociedad y educación. A la sazón, no sólo se dedicaba al aprendizaje de lenguas sino que además se entregaba a la lectura de libros prohibidos, no pocas veces prestados por Forner.
En 1805, Blanco se trasladó a Madrid donde, además de sus actividades en el Instituto Pestalozziano, asistía con frecuencia a la tertulia donde se reunían Quintana, Juan Nicasio Gallego o Campmany. Permaneció en la capital de España hasta la llegada de los invasores franceses, cuando decidió regresar a Sevilla. El viaje –detallado en sus Cartas, una de las lecturas absolutamente obligadas para conocer y comprender el s. XIX español– le fue mostrando una España muy alejada de los ideales de la Ilustración y del liberalismo en la que el pueblo era presa del atraso social y económico y del fanatismo religioso.
Consternado, comprobaría cómo, so capa de patriotismo, en muchas poblaciones sólo se estaban produciendo terribles estallidos de violencia y derramamiento de sangre. Una vez en Sevilla, Blanco se entregó a la causa de la libertad, pero sin engañarse a si mismo. Era dolorosamente consciente de que "el grito popular, aunque exprese el sentir de una mayoría, no merece el nombre de opinión pública, de la misma manera que tampoco lo merecen las unánimes aclamaciones de un auto de fe" y no lo era porque "la disidencia es la gran característica de la libertad". Mal podía darse la disidencia en una España marcada por la actividad de la Inquisición, por la prohibición de lecturas y por un cerril monolitismo religioso.
Durante esos años sevillanos, Blanco –en contacto con personajes como Saavedra, Jovellanos, Garay o Quintana– se convirtió en paradigma de la defensa de la redacción de una constitución, precisamente cuando la idea era ajena, ajenísima, a la inmensa mayoría de los españoles. No causa sorpresa que Quintana, fundador del Semanario patriótico encomendara a su amigo Isidoro Antillón la sección de Historia, pero la de Política se la entregara a Blanco. El lema de la publicación era obvio: "defendiendo por encima de todo, la naciente libertad española". Por eso, el Semanario duraría "en tanto que en él respire la verdad sencilla, en tanto que la adulación no venga a mancharlo; mientras que el odio a la tiranía le comunique su fuego, mientras que el patriotismo le dé su intrepidez altiva".
Blanco lanzó desde el Semanario sus propuestas a favor de una Constitución; de la reunión de una "Representación nacional, llámese Cortes, o como se quiera"; de la independencia de millones de españoles frente al "capricho de uno solo" y de que "cada ciudadano llegue a sentir sus propias fuerzas en la máquina política". Si, por un lado, clamaba contra el invasor; por otro, elevaba la voz en pro de la libertad del pueblo. El 7 de diciembre de 1809, Blanco concluyó su Dictamen sobre el modo de reunir las Cortes en España. En él, señalaba que no tenía sentido insistir en los precedentes históricos de las Cortes en la medida en que salvo algunos eruditos nadie las conocía. Por el contrario, lo esencial era reunirlas con urgencia para evitar las ambiciones de los que ya habían concebido esperanzas de mando y conseguir que lo cedieran "no a una clase de hombres, sino a la patria, no a una corporación, sino a la nación entera".
Ya desde Londres, Blanco aplaudió con entusiasmo los logros sucesivos de las Cortes como la aprobación de la libertad de imprenta o la declaración de soberanía de la nación. No es menos cierto que no tardó en lamentar la concreción exacta de esas conquistas. Por ejemplo, el Reglamento de la libertad de imprenta en España promulgado por las Cortes disgustó a Blanco porque era muy restrictivo y eliminaba así la posibilidad de que una acción despótica de las Cortes pudiera verse frenada por la opinión pública. De la misma manera, Blanco se percató de que la Regencia seguía teniendo un poder no escaso sobre las Cortes cuando, a su juicio, de éstas debía salir el gobierno. Señalaría así: "póngase, por ejemplo, a un Argüelles, en el ministerio de Estado, a un Torreros en el de Gracia y Justicia, a un González en el de Guerra, y se verá cómo crece la actividad y cómo se comunican fuerza los dos poderes".
Entre 1810 y 1814, la publicación dirigida por Blanco dio cabida a las instrucciones dadas por las Juntas a los diputados, al Dictamen de Jovellanos ante la Junta central, a las Reflexiones sobre la Revolución española de Martínez de la Rosa, al texto completo de la Constitución de 1812, pero, sobre todo, analizó los textos con un rigor que casi sobrecoge por su lucidez. De manera muy especial, Blanco redactó un conjunto de escritos conocidos como las Cartas de Juan Sintierra donde señalaba los problemas que veía en la actividad de las Cortes y en las posibilidades de que la Constitución tuviera un futuro feliz.
Las críticas formuladas por Blanco suenan, lamentablemente, muy familiares. Se queja, por ejemplo, de que no pocas cuestiones se solventaban no en las Cortes de manera abierta, sino en los pasillos y en reuniones secretas o de que los diputados parecían más estar en una tertulia que al servicio de la nación. También de que, buscando el lucimiento, se elevaban perdiendo el contacto con la realidad.
Las Cortes, desde luego, adolecían de defectos que a Blanco no se le escapaban. Así, fue mencionando cómo las Américas, parte de España a la sazón, no estaban suficiente y legítimamente representadas; cómo además se pretendía que los diputados no tuvieran empleo en el Estado y, sobre todo, cómo constituía un gran error que las Cortes no fueran las que decidieran la regulación de los impuestos. Sin embargo, donde más certero se expresó Blanco fue en los defectos de la Constitución.
En primer lugar, la Constitución carecía de realismo al abordar las relaciones entre las Cortes y la Corona. De momento, los diputados podían pensar que el legislativo no tendría problemas con el ejecutivo dado el escaso peso de la Regencia, pero "llegue a ponerse en el trono una persona real, y verán las Cortes cuán vano es el triunfo que han ganado en ausencia de contrario". La Constitución, a juicio de Blanco, era "tan poco mirada en sus precauciones contra el poder real" que podía acabar teniendo un trágico final.
En segundo lugar, la Constitución negaba un principio tan importante como el de la libertad religiosa para complacer a la iglesia católica. Esa circunstancia dolía a Blanco hasta el punto de lamentar la intolerancia religiosa "con que está ennegrecida la primera página de una Constitución que quiere defender los derechos de los hombres. De hecho, las Cortes, "convertidas en concilio no sólo declaran cuál es la religión de la España (a la cual tienen derecho incontestable) sino condenan a todas las otras naciones" no católicas. En otras palabras, "los españoles han de ser libres, en todo, menos en sus conciencias", según se desprende de su artículo 12, "una nube que oscurece la aurora de libertad que amanece en España". Blanco no pretendía que se implantara un sistema laicista como el implantado en Francia durante la Revolución e incluso insistía en que había que ser muy cuidadoso en el trato con la aristocracia y la iglesia católica. Sin embargo, estaba convencido de que esa prudencia no podía implicar la eliminación de la libertad religiosa ya que, de admitirse ese hecho, un derecho absolutamente esencial como la libertad de conciencia quedaría conculcado y si la libertad de conciencia quedaba en manos de una institución como la iglesia católica que se valía de la Inquisición, ¿qué otras libertades, en la práctica, les iban a quedar a los españoles?
En 1814, Blanco White señalaría que "errores muy graves han cometido los jefes de las Cortes, pero son errores que tuvieron origen en un principio muy noble –en el amor a su patria". Sin embargo, había dejado de manifiesto por qué la Constitución de 1812 estaba condenada al fracaso. Éstas no serían otras que la falta de mecanismos de control parlamentario sobre el rey y la ausencia de libertad religiosa que, al impedir la libertad de conciencia, acabaría invalidando otros derechos como, por ejemplo, el de libertad de expresión. Para colmo, la manera en que se había abordado la representación hispanoamericana no era correcta y llevaba a prever conflictos futuros.
Fue una tragedia, pero no puede dudarse que Blanco White acertó en todas sus prevenciones, en todos sus avisos, en todos sus pronósticos. De entrada, el regreso de Fernando VII se tradujo de manera inmediata en la supresión de la Constitución y en un intento –absurdo, pero determinado– de regresar al Antiguo Régimen. Lo había indicado Blanco. La llegada de un rey con arrestos – incluso el felón Fernando VII– iba a convertir en nada la obra de las Cortes.
Acto seguido, el mantenimiento de los privilegios disfrutados por la iglesia católica tuvo un efecto pésimo sobre el desarrollo del constitucionalismo español. Todavía en la tercera década del s. XIX, la inquisición española ejecutó a un hereje –el protestante Cayetano Ripoll– cuyo horrendo delito había sido no rezar el Ave María en clase. A decir verdad, en no escasa medida, el siglo XIX español estuvo caracterizado por los intentos de los liberales –¡que eran católicos!– por crear un estado moderno y los de la iglesia católica por impedirlo convencida de que semejante paso traería consigo el final de sus privilegios y, tarde o temprano, la libertad de conciencia. El hecho de que semejante circunstancia quedara enmascarada en una sucesión de guerras dinásticas no niega su terrible realidad –si acaso la acentúa– como tampoco que, por desgracia, sus estribaciones se prolongarían todavía mucho más.
La Constitución de 1812 – uno de los logros más nobles de la Historia de España– acabó fracasando no por la falta de patriotismo o de brillantez de sus redactores sino, fundamentalmente, por la manera en que éstos se dejaron llevar –el juicio también es de Blanco White– por un idealismo que les cegó ante la reacción que los grandes beneficiarios del Antiguo Régimen –la monarquía absoluta y la iglesia católica– opondrían a sus avances. De las consecuencias de aquel fracaso seguimos sufriendo a día de hoy. De sus lecciones, deberíamos aprender aunque sea a doscientos años de distancia.
04/03/2012
¿Hay salida? VII : De la Santa
Madre Iglesia al Santo Padre Estado
Entre una izquierda estatalista y una derecha rezumante de doctrina social católica, España fue dando tumbos en un ambiente nada proclive ni a la libertad ni a la madurez de los ciudadanos
Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, millones de sus ciudadanos acabaron sosteniendo una visión paternalista de la política que, lamentablemente, se mantiene hasta hoy en día causando unos daños de incalculable magnitud.
Ya dejó establecido Pablo que "el que no quiera trabajar que tampoco coma" (2 Tesalonicenses 3: 10), pero, como vimos en una entrega anterior, sus apostólicas enseñanzas quedaron sepultadas en una cosmovisión que tenía una visión del trabajo no precisamente positiva. A ese mal – del que se vieron libres con una rapidez extraordinaria las naciones en las que triunfó la Reforma protestante del s. XVI – se sumó otro de no poca envergadura que fue el asistencialismo generado durante la Edad Media.
Ciertamente, el cristianismo intentó durante sus primeros siglos atender a los enfermos, a las viudas y a los huérfanos, pero, en contra de lo que han afirmado algunos, no se convirtió en un welfare state avant la lettre dedicado a alimentar a los indigentes. Semejante novedad apareció ya en el Medioevo muy vinculada a circunstancias de todo tipo como la acumulación – no pocas veces escandalosa – de bienes materiales por parte de la iglesia católica; la necesidad de mantener a sectores levantiscos en una holganza mal alimentada, pero alimentada a fin de cuentas y, por ello, pacificada, y la visión de la iglesia como una madre que, lógicamente, nutre a sus hijos. Sin duda, la manera en que semejante visión se fue fraguando a lo largo de los siglos también tuvo aspectos positivos. Sin duda, miles de personas se entregaron de manera noble y desinteresada a servir al prójimo. Sin duda, también miles de indigentes recibieron socorro para su hambre. Sin embargo, el resultado final fue el de una mentalidad que veía como lógica – obligada, a decir verdad – la asistencia de los indigentes por la Santa Madre Iglesia y que, por otro lado, permitía orillar la justicia – por ejemplo, en materia impositiva – en el fondo de las ollas de la sopa boba conventual.
Semejante visión quebró de manera irreversible en la Europa donde triunfó la Reforma. Retomando el principio paulino de que para comer hay que trabajar, entre las primeras disposiciones adoptadas por los reformados estuvo la de crear talleres donde pudieran trabajar los desempleados, pero evitó, de manera consciente y perseverante, que se les entregara algo por nada. En otras palabras, los reformadores veían bien que se ayudara a los parados, pero aborrecían la idea de que esa ayuda al ser asistencial terminara convirtiéndolos – como en efecto sucedía - en parásitos o en personas acostumbradas a depender de los demás. Al respecto, no deja de ser significativo cómo las primeras leyes sociales de la Edad contemporánea fueron aprobadas en naciones protestantes, pero siempre evitando el elemento asistencial. Lord Shaftesbury, un convencido protestante británico, se ocupó de que se mejoraran las condiciones de trabajo de mujeres y menores, pero se mantuvo distante de la idea asistencial. Lo mismo puede decirse de las primeras normas en favor de las viudas y de los accidentados en el trabajo que promulgó el canciller Bismarck y que exigían una responsabilidad de los obreros en su propio futuro.
Hasta qué punto la mentalidad asistencialista acaba siendo un desastre al fin y a la postre puede verse, por ejemplo, en el juicio que sobre ella tenía alguien tan peculiar como Gandhi. El activista indio – que tuvo su etapa de conocimiento del protestantismo en los años de Inglaterra – vio con enorme prevención el sistema asistencialista. Aceptaba que mucha gente noble se dedicaba a mantenerlo en funcionamiento, pero, al final, en su opinión, el efecto que ese sistema tenía sobre los que lo recibían era nefasto. Era mucho mejor, a juicio de Gandhi, que trabajaran por humilde que fuera la ocupación y aprendieran a administrar sus bienes con austeridad. Calvino y los teólogos puritanos no lo habrían expresado mejor.
En España, el mantenimiento de la visión maternalista de la Edad Media llegó a un punto de casi estallido durante la Contrarreforma. Leyendo a los autores de la época, causa sorpresa y sobrecogimiento descubrir la cantidad de gente que vivía de la sopa de los conventos. ¡Eso en el primer imperio de la época que además contaba con la posibilidad de emigrar en busca de fortuna y a donde llegaban inmigrantes de otras naciones de Europa! La situación no concluyó con los aciagos Austrias sino que prosiguió con los Borbones. En pleno siglo XVIII, llegó a haber poblaciones donde el ochenta por ciento de sus habitantes vivían de la asistencia eclesial. ¡Eso en paralelo con el traslado de trabajadores alemanes a España para colonizar zonas de la Península!
Como no podía ser menos, la izquierda española –retrato en negativo de la Iglesia católica– también adoptó esa misma visión paternalista aunque, obviamente, sustituyó a la maternal Iglesia por el paternal estado controlado por sus huestes. Así, entre una izquierda estatalista y una derecha rezumante de doctrina social católica, España fue dando tumbos en un ambiente nada proclive ni a la libertad ni a la madurez de los ciudadanos. Por el contrario, en la mente y el corazón fue entrando, generación tras generación, la idea de que la vida ideal era aquella en que se contaba con una estabilidad económica sustentada directamente en la acción del Estado. La libertad, por supuesto, quedaba en situación bastante desairada, algo que, por otro lado, no causaba especial sufrimiento ni a la izquierda ni a los obispos convencidos en ambos casos de que el pueblo está mejor cuando lo guían que cuando asume las riendas de su destino. Al respecto, basta recordar la letra de la canción de la Transición Libertad sin ira para recordar que el gran programa político expuesto en ella era “su pan, su hembra y la fiesta en paz”. Desde luego, era lo que había ofrecido durante siglos la iglesia católica – además con la particularidad de que la hembra era para toda la vida – y lo que iba a ofrecer la izquierda, eso sí, con mayor variedad en el terreno sexual. Por su parte, la derecha no se resistiría mucho a ese programa o por convicción o por temor.
El resultado es que todavía a día de hoy, son millones los españoles que esperan que papá estado les solucione sus problemas porque así debe ser. Los resultados de esa mentalidad son tan nefastos que no daría tiempo a enumerarlos en el reducido espacio de esta entrega. Entre ellos se encuentran nuestra disparatada legislación laboral heredada directamente de un franquismo empapado de la doctrina social católica y mantenida por los sindicatos de izquierdas; el PER andaluz; los denominados “salarios sociales” y tantos y tantos dispendios que permiten vivir sin trabajar, eso sí a costa de los que trabajan y crean riqueza.
Ni que decir tiene que abandonar esa mentalidad resulta imperioso. Millones de españoles tienen que crecer, madurar y “marcharse de casa” para ganarse el pan sin esperar que se lo proporcione la Santa Madre Iglesia o papá estado. Millones de españoles deben aprender a enfrentarse con la vida a pecho descubierto y sin muletas. Millones de españoles deben darse cuenta de que la libertad es un bien extraordinariamente importante y, desde luego, más esencial que tener la fiesta en paz. Sin ese cambio de mentalidad, por el contrario, estaremos siempre en manos de los que ofrezcan más aunque sea algo previamente sacado de nuestros bolsillos. Con todo, ese cambio, con ser indispensable, continúa siendo insuficiente.
26/02/2012
¿Hay salida?
VI Civil Servant
Los españoles que derrocharon heroísmo desde 1808 no lo hicieron, salvo contadas excepciones, en pro de la libertad sino para defender al que demostraría ser un rey felón que, entre sus primeros pasos, tuvo el de derogar la Constitución liberal
Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, ha tenido enormes dificultades para adoptar una visión del servicio civil que sea verdaderamente nacional. A decir verdad, han prevalecido otros espíritus por encima del dedicado a servir a la nación lo que se ha traducido en no poco daño para España.
España es una de las naciones más antiguas de Europa, pero, a diferencia de otras, ha tenido notables dificultades para desarrollarse nacionalmente de manera normal y armónica. Los Reyes Católicos, por ejemplo, convirtieron en base de la unidad nacional la religión procediendo a la Expulsión de los judíos en 1492. Esa acción y la imposición de la Inquisición invalidaron de manera práctica no pocos logros de un reinado que tuvo muchos aspectos ejemplares y destacados. Al cabo de un par de siglos, buena parte de sus aciertos se habían eclipsado mientras que las malas consecuencias de esos dos actos permanecen a día de hoy. Una de ellas es que, durante los siglos siguientes, los españoles, en realidad, no han servido a España sino a la "única Iglesia verdadera", al Rey o a su patria chica. "Por Dios, por la patria y el rey" está muy bien como lema del carlismo, pero no se ha correspondido con la realidad histórica porque Dios era identificado automáticamente con la iglesia católica y tanto ésta como el rey han tenido agendas propias que han pagado no pocas veces los españoles. Al respecto, los intentos por revertir esa conducta como, por ejemplo, los protagonizados por el conde-duque de Olivares o los liberales de inicios del s. XIX, chocaron con barreras mentales que los llevaron a fracasar lamentablemente. Los intereses de la iglesia católica estaban, en la práctica, antes que los de España y de esa manera no sólo quedó aniquilado el imperio al servicio de causas que no eran nacionales durante los siglos XVI y XVII sino que además, durante el s. XIX, la nación se vio desgarrada en cruentas guerras civiles motivadas por el choque entre los que deseaban construir un estado moderno español y los que, al servicio de los intereses de la iglesia católica y de cierta visión de la corona, se alzaron en armas contra tal posibilidad porque un estado moderno, más tarde o más temprano, tendría que acabar con semejantes privilegios. Sí, la Iglesia católica estaba antes que los intereses nacionales y los que se opusieron a esa situación – como Alfonso y Juan de Valdés, como Blanco White… – fueron pocos y heterodoxos. Y semejante visión no ha desaparecido a día de hoy. Recuerdo todavía cómo la directora de un importante programa de COPE dijo públicamente desde sus micrófonos que si los obispos anunciaban que el País Vasco tenía que ser independiente ella lo aceptaría sin rechistar como lo mejor para España. Una afirmación de ese tipo, en pleno siglo XXI, causa como mínimo desasosiego siquiera porque implica otorgar a los obispos una autoridad que es más que dudoso que tengan aunque no cabe duda de que la han ejercido en el pasado con notable profusión. Sin duda, es comprensible e incluso encomiable que una persona, por imperativos de conciencia, pueda optar ocasionalmente por la objeción o incluso desobediencia civil, pero no parece de recibo que semejante conducta le sea dictada por una jerarquía que está sometida a un estado extranjero que tiene sus propios intereses políticos que, por añadidura, no siempre han coincidido con los de España.
Ese fenómeno también se ha dado –y se da– en la Historia de España en relación con la Corona. De manera deplorable, los españoles que derrocharon heroísmo desde 1808 no lo hicieron, salvo contadas excepciones, en pro de la libertad sino para defender al que demostraría ser un rey felón que, entre sus primeros pasos, tuvo el de derogar la Constitución liberal de 1812. El siglo XIX español fue también el de españoles enfrentados por diferentes legitimidades monárquicas –curioso término el de legitimidad teniendo en cuenta cómo los distintos reyes cedían pedazos de la nación tan sólo para satisfacer a infantas o mantenerse en el trono– y a finales del siglo XX, ya en democracia, hemos podido ver cómo determinadas instituciones como el Ejército o los servicios de inteligencia han estado más al servicio del Rey que de la nación. Al respecto, el 23-F es sólo un ejemplo, aunque, seguramente, no el único.
Poco puede sorprender que, partiendo de esa base tanto la masonería como la izquierda española, verdadero retrato en negativo de la iglesia católica, adoptaran el mismo patrón de conducta. Aunque, formalmente, haya llevado el nombre de española y haya dicho servir a España, en no pocos casos los intereses que han servido han sido los de cada logia, partido, sindicato o clan.
La masonería pretendía –en directa competencia con la iglesia católica– iluminar a los españoles aunque, por supuesto, sin dejar que ellos decidieran. El sindicato representaba a los trabajadores –aunque no llegaran al diez por ciento– y, por supuesto, los sustituía. El partido era la encarnación de los verdaderos intereses de la mayoría que contaba. Se produjo así una sucesión de hiperlegitimidades que han resultado muy dañinas para la Historia de España.
Dada la hiperlegitimidad de pertenecer al servicio de la única iglesia verdadera, ¿cómo podía extrañar la impunidad de sus acciones y de sus jerarcas incluso cuando se han dedicado a socavar el orden público o a pactar con separatistas y terroristas?
Dada la hiperlegitimidad de la Corona, ¿cómo podía extrañar que el rey no respondiera de sus actos, no pocas veces de extrema gravedad e incluso entrando en el delito, aunque tengan que hacerlo los ministros que los refrendan?
Dada la hiperlegitimidad de los sindicatos, ¿cómo podría extrañar que, a día de hoy, no rindan cuentas a nadie del dinero que les entregamos?
Dada la hiperlegitimidad de los partidos, ¿cómo podría extrañar que no se fiscalicen sus acciones y no se pidan cuentas de sus exacciones incluido el saqueo de cajas de ahorros cuyos agujeros seguimos llenando con nuestros impuestos?
Aún más, dado que no pocos de los funcionarios deben su puestos a cualquiera de esas instancias, ¿cómo podemos cuestionar su perpetuidad y su impunidad?
En todos y cada uno de los casos, la instancia pertinente ha dicho servir a la nación cuando más bien se ha servido de ella y, para remate, ha reaccionado airada cuando se cuestionaba su conducta. A diferencia de aquellas naciones en las que tuvo lugar la Reforma, de manera muy especial en el norte de Europa y en los países anglosajones, en España no existe una cultura de "civil servant", es decir, del que sirve civilmente a su nación porque la nación está por encima de todo tipo de consideraciones. Por el contrario, en esas naciones tocadas por la Reforma se ha sabido conjugar la idea de la desconfianza frente al estado e incluso de la resistencia civil con la del servicio a la nación por encima de banderías, religiones o ideologías.
Eso explica que, a diferencia de lo sucedido en España, Italia o Portugal, una persona acaudalada decida abandonar por un tiempo su actividad civil para entregarse a la política a sabiendas de que pierde dinero, pero sirve a su nación. En España, hasta donde yo recuerdo, se ha dado sólo el caso de Manuel Pizarro y fue una excepción que ni siquiera llegó a ser apreciada por todo el PP.
Eso explica que, a diferencia de lo sucedido en España, Italia o Portugal, la gente abandone los consejos de administración para ser ministros en lugar de, tras ser ministros, convertirse en consejeros – y conseguidotes – de empresas de relevancia.
Eso explica que, a diferencia de lo sucedido en España, Italia o Portugal, el funcionariado sea, por encima de todo, nacional y no se sienta vinculado a un grupo o partido sino al servicio de la nación.
Eso explica que, a diferencia de lo sucedido en España, Italia o Portugal, la lealtad a la nación esté por encima de otro tipo de lealtades.
Resulta imperativo que adquiramos esa visión nacional que está por encima de las jerarquías religiosas, de la afiliación partidista o sindical y de las fidelidades a sociedades secretas y que comprendamos que los políticos y los funcionarios no son sino civil servants – un término, hasta donde yo sé, sólo utilizado por Esperanza Aguirre - al servicio de los ciudadanos. Para eso, claro está, también necesitamos una visión diferente del estado, pero de eso hablaremos la semana que viene.
19/02/2012
¿Hay salida? (V) Trabajar no
es pecado
El trabajo no es un castigo, fruto de la Caída; cualquier trabajo que no sea delictivo ni inmoral es digno, y es obligado trabajar para vivir a la vez que no está nada bien vivir de los demás
Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, adoptó una visión no precisamente positiva sobre el trabajo. Se trata de una visión que persiste hasta el día de hoy y que, como nación, nos ha causado no poco daño.
Me lo comentaba la semana pasada una alta autoridad académica de una importante universidad privada. "En España", me dijo, "realizamos una Transición formal, pero, por desgracia, la mentalidad de los españoles quedó sin tocar y contra ello seguimos chocando a día de hoy". No puedo estar más de acuerdo. La monarquía española decidió abrazar con entusiasmo la Contrarreforma y, al hacerlo, no sólo libró a la nación de los valores bíblicos que encarnaban judíos y protestantes sino que además forjó una mentalidad que, en términos sociales, ha constituido una verdadera plaga bíblica. Contra esa mentalidad, forjada en monopolio por la iglesia católica y continuada por el envés por la izquierda, se han estrellado no pocos intentos de modernización nacional y así ha sido porque los cambios de estructuras quedan muy relativizados en sus consecuencias cuando la mentalidad sigue siendo la misma. Sin duda, uno de los aspectos en que más urge cambiar esa mentalidad es el de la visión del trabajo.
Dos de los aspectos en los que más incidieron los reformadores desde el principio fue en la dignidad del trabajo, cualquiera, siempre que fuera honrado. Les bastó abrir las páginas de la Biblia para encontrar que "Entonces YHVH tomó al hombre y lo puso en el huerto del Edén, para que lo cultivara y lo cuidara. Y ordenó YHVH al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer" (Génesis 2: 15-16). La secuencia –que los judíos habían captado hacia siglos– era obvia. Antes de la Caída, Dios había ordenado al hombre que trabajara en el huerto del Edén y después de trabajarlo, tendría derecho a comer. Las consecuencias de ese regreso a la Biblia fueron fulminantes. El trabajo no es un castigo, fruto de la Caída; cualquier trabajo que no sea delictivo ni inmoral es digno; y es obligado trabajar para vivir a la vez que no está nada bien vivir de los demás. De manera nada sorprendente, las naciones que aceptaron esa visión reformada derivada de la Biblia experimentaron un cambio radical hasta el punto de que incluso sus clases privilegiadas decidieron trabajar porque estaba pésimamente considerada la holganza y fueron abriendo camino a un desarrollo económico impensable en las naciones de la Contrarreforma como España, Portugal, Italia o las de Hispanoamérica donde todavía se habla de un “concepto calvinista del trabajo” con evidente desprecio y no menor inexactitud. Ciertamente, Calvino era un extraordinario trabajador y de ello dan fe sus obras completas redactadas en tiempos nada fáciles, pero es que su punto de vista sobre el trabajo fue antecedido por otros reformadores – y, por supuesto, por los judíos – por la sencilla razón de que procedía directamente de la Biblia.
En la Europa de la Contrarreforma –que en eso como en otras cosas le debe más al pensamiento pagano que a la Biblia– siguió insistiéndose en que el trabajo era un castigo como pensaban los griegos y los romanos esclavistas y se mantuvo una visión de los trabajos que eran dignos y los que no resultaban adecuados que llega, lamentablemente, hasta la actualidad. Semejante visión además llegó a filtrarse en las diversas concepciones teológicas hasta el punto de que sigue existiendo una "vida contemplativa" supuestamente superior a la de otros fieles. Quizá sea así, pero, desde luego, no fue la que Dios le entregó a Adán en el huerto del Edén.
Semejante mentalidad persiste a día de hoy y constituye una verdadera maldición –ésa sí– para España y otras naciones de rumbo histórico semejante. El tema es de enorme actualidad y lo hemos visto en los últimos días con ocasión de la reforma laboral. Como era de esperar y no sorprenderá a los que siguen esta serie desde hace meses, la posición de la izquierda, de los sindicatos y de los partidarios de la doctrina social de la iglesia católica ha sido la misma, verificación enésima de que la izquierda española no es sino un retrato en negativo del catolicismo patrio. Para los sindicatos y la izquierda, la reforma es mala fundamentalmente por tres razones. Primero, porque les priva de un control en monopolio de la situación; segundo, porque pretende dar a la gente una libertad que no sabrá administrar sin que se la gestionen otros (ellos, claro está) y tercero, porque da cancha a los miserables capitalistas frente a unos trabajadores que con todo el derecho del mundo desean trabajar lo menos posible, contar con las mayores indemnizaciones del globo y seguir practicando conductas tan ejemplares como el absentismo o el vivalavirgencismo.
Las razones de los partidarios de la doctrina social de la Iglesia católica son muy semejantes. De hecho, uno de sus portavoces habituales que hace unas semanas citaba al papa para atacar la libertad de horarios comerciales en la Comunidad de Madrid –sí, ya sé que es delirante, pero también es cierto- hace unos días, se valía de Chesterton para embestir contra la reforma laboral. Chesterton fue, sin duda, un novelista notable así como el autor de algunas hagiografías de deliciosa lectura, pero sería interesante que los católicos reflexionaran en que los libros de reflexión teológica que le dieron cierta fama y que citan ocasionalmente fueron escritos antes de su conversión al catolicismo. Dicho lo cual, Chesterton -como Tolkien o como Donoso Cortés o como el general Mola– sentía bastante resquemor hacia el progreso y creía en la articulación de la sociedad en una comarca autárquica y agraria. No digo yo que para ese pueblo de pies peludos que son los hobbits la solución esté mal, pero en la época de Internet equivale a renunciar al ordenador y regresar a la pluma de ganso. Las razones, por otro lado, de esa visión son, en el fondo, las mismas que las de la izquierda. Una visión liberal, primero, entrega a la gente a la inicua manía de pensar y priva del monopolio del pensamiento a la iglesia católica, monopolio que perdió hace tiempo, pero que algunos siguen añorando como si se tratara de una Arcadia feliz donde nunca se encendió una hoguera inquisitorial ni se expulsó a un judío. En segundo lugar, el ejercicio de la libertad puede acabar demostrando que la libertad puede ser gestionada por los individuos, lo que choca frontalmente con un sistema de sumisión jerárquica. Finalmente, demuestra que los capitalistas no son siempre unos opresores con chistera y puro y que las medidas paternalistas, lejos de favorecer a los trabajadores, los sumen en la cifra de desempleo que padece actualmente España.
Con semejante mentalidad, poco puede extrañarnos que los sindicatos – tanto los franquistas como los izquierdistas de hoy en día – sean estructuras rezumantes de privilegiados que buscan trabajar lo menos posible y vivir a costa de los demás. El ugetista José Ricardo Martínez es solo un ejemplo. Ni el único ni el más escandaloso.
Para aquellos que lo piensen, debo insistir en que la culpa de nuestra pésima situación no está en un defecto racial o en la latitud geográfica. A decir verdad, basta que los españoles salgan de España y de su lamentable mentalidad sobre el trabajo para que den mejores resultados que la mayoría. Recuerdo al respecto la historia de un emigrante de hace décadas que fue a parar a un andamio alemán. Era muy fumador y, apenas había colocado, unos ladrillos hizo una pausa en el trabajo para echar un pitillo. El capataz germánico se apresuró a decirle que se pusiera a trabajar y dejara la contaminación de los bronquios para su tiempo libre. Acuciado por el vicio, el español fingió al cabo de unos minutos que tenía que ir al cuarto de baño con la intención de fumar. La reacción del capataz fue indicarle de manera cortés, pero firme, que no le pagaban por ir al servicio y que ya podría miccionar cuando sonara la hora. Mientras continuaba trabajando, el español reflexionó que, trabajando de esa manera, para prosperar no le hacía falta marcharse a Alemania y que podía regresar a su amado país. Lo hizo y comenzó a trabajar "como un calvinista", que dirían algunos. Acabó su vida teniendo una cadena hotelera.
No, la culpa no es de los españoles. Nuestra nación está donde está por culpa de esa mezcla de doctrina social de la Iglesia católica, de socialismo –entonces de camisa azul, ahora del puño y la rosa– de paternalismo y de aversión al liberalismo que ve con malos ojos al emprendedor y considera que hay trabajos indignos de determinadas clases sociales sin dejar de lado que el trabajo, por definición, es un castigo divino. Esa combinación con tantos puntos en común entre sus diferentes elementos nos ha llevado a la pésima situación en la que estamos y ninguno de sus componentes nos sacará de ella. Por el contrario, tendremos salida si aceptamos algunas conclusiones que hace medio milenio asumieron las naciones donde triunfó la Reforma:
El trabajo no es malo sino, intrínsecamente, bueno. Nos permite, de entrada, mantenernos a nosotros mismos y a nuestras familias. Puede que incluso nos permita disfrutar, pero, sobre todo, es una obligación social.
El trabajo, si no es inmoral o ilegal, es igualmente digno. A ningún estudiante se le van a caer los anillos por repartir pizzas, trabajar en una cafetería o despachar en un comercio. Lo mismo puede decirse de otras ocupaciones. Lo vergonzoso no es trabajar sino no hacerlo porque no agrada un puesto de trabajo y, sin embargo, aceptar que otros nos mantengan.
La meta de esta vida no es la jubilación anticipada. Es cierto que millones de españoles lo piensan, pero, al igual que el absentismo, es una nuestra muestra de que nuestra cultura del trabajo no es precisamente la mejor. Por el contrario, deberíamos aspirar a ser los mejores en el trabajo que llevamos a cabo y
El trabajo debe hacerse como si lo hiciéramos para Dios. En otras palabras y para ponerlo accesible para aquellas personas que no creen, el trabajo debe estar hecho de la mejor manera posible. Con esmero, con responsabilidad, con seriedad.
Si España logra arrojar de si esa mentalidad nefasta sobre el trabajo que ha tenido durante los últimos siglos, podemos tener una razonable esperanza de salir de la situación en que nos encontramos. Si, por el contrario, se empeña en transitar los aciagos caminos de antaño y en preferir la protección de la Santa Madre Iglesia o de Papá Estado a la libertad de las personas maduras… ay, si es así, no podremos salir nunca.
12/02/2012
¿Hay salida? (IV)
: Ricos y pobres
Las naciones que abrazaron la Reforma experimentaron un cambio radical a la hora de contemplar la riqueza y la pobreza. Asumieron todas las enseñanzas en contra de la codicia y a favor de ayudar al prójimo, pero rechazaron de plano el pauperismo
Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue que, al igual que naciones como España, Portugal o Italia, adoptó una visión absolutamente dislocada sobre la riqueza y la pobreza. Se trata de una visión nefasta que persiste hasta el día de hoy.
Lo comentaba la semana pasada Pedro de Tena en Es la noche de César. Los siglos de catolicismo habían creado en la sociedad andaluza un sentimiento indudable de aversión a los ricos que, por añadidura, veía con favor a los que decían defender a lo pobres. Como tantas características de la mentalidad católica en España, al final, quien se había aprovechado de ella era el PSOE. Según Pedro de Tena –y no puedo más que darle la razón–, ese pauperismo había creado un caldo de cultivo que favorecía a los socialistas ya que, en teoría, era a los pobres a quienes ellos defendían. Coincido con el análisis de Pedro de Tena en cuanto a las raíces de tan funesta visión, pero, a la vez, me permitiría añadir otras dos nefastas consecuencias de ese pauperismo: la hipocresía y la envidia.
Teóricamente, ser pobre era algo espiritualmente magnífico –continua siendo uno de los tres votos de la vida religiosa y uno de los supuestos consejos de perfección– pero, anunciado por la institución que tenía la mayor acumulación de riquezas de la época (muchas veces por encima de reyes y emperadores) y que, además, disfrutaba de privilegios fiscales sin comparación, no dejaba de resultar, se mire como se mire, un tanto cínico. A decir verdad, como señalaba Zefirelli en el final de su Hermano sol, hermana luna, al final resultaba que la existencia de algunos pobres espirituales constituía la pantalla perfecta para acumular riquezas y, a la vez, evitar que los pobres se marcharan en busca de terrenos espirituales más sustanciosos. Se trataba de una conducta hipócrita también claramente visible en la izquierda cuando clama por los descamisados mientras se llena los bolsillos con el dinero que sale de nuestros impuestos y así verifica que es, en no pocos aspectos, un retrato en negativo de la iglesia católica. Pero la maldición no concluye ahí. Hasta el más tonto de los miserables era consciente de que había gente que vivía en la abundancia y que no parecía sentirse mal y ahí surgió la envidia, una envidia que, supuestamente, tenía legitimación teológica y que llega hasta la actualidad. En no escasa medida, sectores nada pequeños de nuestra sociedad se desgarran mental y espiritualmente entre los gritos de que los pobres son la sal de la tierra, la codicia que sienten - y que desearían satisfacer – y la envidia hacia aquellos que tienen un buen pasar y que, solo por eso, tienen que ser malos.
Vaya por delante, que semejante visión nada tiene que ver con la Biblia y no pasa de ser una lectura perversa de los textos sagrados más influida por cínicos como Diógenes que por los profetas de Israel o Jesús. Es cierto que la Biblia previene contra el amor al dinero y que señala que no se puede servir a las riquezas como si fueran Dios porque esa conducta es equivalente a la idolatría. Igualmente, la codicia aparece condenada en el Decálogo y se enseña que hay que utilizar los bienes propios para socorrer a los necesitados. Con todo, hasta ahí llegan sus advertencias. Ir más allá es corromper su mensaje y abocar a una sociedad al punto donde, por desgracia, nos encontramos. Cualquiera que haya leído la Biblia, sabe que ésta enseña que Abraham, el "amigo de Dios" era "riquísimo en ganado, plata y oro" (Génesis 13: 2). Esa riqueza no era una desgracia que pusiera en peligro su relación con el Altísimo porque Abimelec pudo afirmar aquello "y YHVH ha bendecido mucho a mi señor, y él se ha engrandecido; y le ha dado ovejas y vacas, plata y oro, siervos y siervas, camellos y asnos" (Génesis 24: 35).
Lo sucedido con Abraham no constituía una excepción. A decir verdad, la prosperidad económica era una de las bendiciones prometidas por Dios al pueblo de Israel en el caso de que fuera fiel a la Torah. De hecho, ésta afirma: "Te acordarás de YHVH tu Dios; porque Él te da la fuerza para ganar riquezas a fin de confirmar su pacto que juró a tus padres, como en este día" (Deut 8: 18).
Son sólo botones de muestra dentro de un grupo innumerable de ejemplos. ¿Acaso no dice I Reyes 10: 23 que el rey Salomón "sobrepasaba a todos los reyes de la tierra tanto en riquezas como en sabiduría"? ¿No señala cómo Dios recompensó a Job por su fidelidad en medio de las más terribles pruebas multiplicando sus riquezas (Job 42: 10-17)? ¿No afirma tajantemente el libro bíblico de los Proverbios que "riquezas y honra y vida son la remuneración de la humildad y del temor de YHVH" (Proverbios 22. 4)?
Precisamente por eso, las naciones que abrazaron la Reforma experimentaron un cambio radical a la hora de contemplar la riqueza y la pobreza. Por supuesto, asumieron todas las enseñanzas en contra de la codicia y a favor de ayudar al prójimo, pero rechazaron de plano el pauperismo, la alabanza de la pobreza o el resentimiento hacia los que habían triunfado en la vida. No se me ocurriría cuestionar que la envidia o el rencor puedan existir en naciones como Gran Bretaña, Estados Unidos, Holanda, pero la mentalidad general es muy diferente, entre otras razones, porque no tuvieron una iglesia única y oficial que podía, a la vez, acumular riquezas extraordinarias, por un lado, y acuñar insensateces como la denominada "opción preferencial por los pobres", por otro. Tampoco consideraron que la pobreza fuera una bendición que acercaba más al Altísimo – si es así, desde luego, habría que preguntarse porque hay que abandonarla - sino más bien una situación de la que había que salir cuanto antes. No deja de ser significativo que mientras la Europa de la Contrarreforma mantenía la sopa de los conventos con una visión asistencial, la Europa de la Reforma comenzó a crear talleres para que trabajaran los pobres porque recordaba la enseñanza paulina de que "el que no quiera trabajar que tampoco coma" (II Tesalonicenses 3: 10). Quizá por eso, a sus legisladores siempre les ha preocupado más que la gente pudiera encontrar trabajo que el que tuvieran cobertura de desempleo…
En esas naciones reformadas –cuya manifestación más cuajada son los Estados Unidos-, el hecho de ansiar salir de la pobreza, de saber abrirse camino en la vida, de trabajar con empeño, de crear una empresa, de ganar dinero con ella –incluso mucho dinero– se ha visto durante siglos como una trayectoria digna y admirable. Es más, resulta incomprensible que alguien piense en tomarse un descanso laboral aprovechando que cobra el seguro de desempleo o que no esté buscando trabajo inmediatamente en lugar de las posibles ayudas sociales. España, por el contrario, se ha ido configurando, siglo a siglo, como una sociedad herida por la envidia, en la que todavía hacer demagogia con la pobreza rinde réditos electorales y donde los que han tenido o tienen grandes riquezas -tanto los progres como la iglesia católica– no pocas veces predican la solidaridad con el prójimo a la vez que protegen sus patrimonios nada desdeñables en SICAVs, algo, dicho sea de paso, bastante lógico tal y como está el panorama fiscal. Y seamos ecuánimes, tanto los unos como la otra han intentado e intentan también remediar pesares del prójimo aunque para ello recurran al dinero de los contribuyentes o al de sus fieles.
Si España –y no sólo España– desea cambiar, debe cambiar también esa mentalidad pauperista que, al fin y a la postre, sólo genera codicia, hipocresía y envidia porque la inmensa mayoría de los que la propugnan no se caracterizan precisamente por abandonar todo sino más bien por lo contrario. Sin embargo, para que se produzca ese necesario – verdaderamente indispensable - cambio de mentalidad también deben operarse otros a los que seguiré refiriéndome en próximos capítulos.
05/02/2012 ¿Hay salida? (III) : Educación e investigación
El aborrecimiento hacia la ciencia llegaría a tanto en nuestra nación, que la frase "que inventen ellos" se convertiría incluso en lema de movimientos intelectuales y corrientes de opinión
Como señalé hace ya algunas semanas, una de las peores consecuencias de abrazar el campo de la Contrarreforma fue que naciones como España, Portugal o Italia se quedaron descolgadas de una revolución científica que nació – como supieron ver Kuhn o Whitehead – precisamente de la Reforma protestante del s. XVI. No se ha avanzado mucho desde entonces.
Desde que España decidió aplastar en su territorio la Reforma a sangre y fuego se descolgó tanto de la revolución científica como del extraordinario impulso educativo nacido de aquella. Ha pasado casi medio milenio y en esas andamos y poco consuela decir que a portugueses o italianos les pasó lo mismo. Recuerde el que piense que exagero que, a día de hoy, no hay ni una sola universidad española entre las ciento cincuenta primeras del mundo o que nuestra educación no deja de obtener pésimas calificaciones en sucesivos informes PISA.
El aborrecimiento hacia la ciencia llegaría a tanto en nuestra nación, que la frase "que inventen ellos" se convertiría incluso en lema de movimientos intelectuales y corrientes de opinión. La verdad es que ponerse manos a la obra en el terreno de la investigación fue causa no sólo de llorar sino de morir en la Historia de España iniciada con la Contrarreforma. El método científico lo habían inventado herejes protestantes como Bacon; sobre los universitarios españoles recayó la prohibición de estudiar en el extranjero porque así lo dispuso ese gran destructor de la grandeza de España que fue Felipe II y la Inquisición se ocupó del resto con verdadera pasión. El éxito de semejantes medidas fue, por desgracia, espectacular. El mismo año en que el protestante John Locke se dirigía hacia Inglaterra para contribuir a la Gloriosa Revolución y asentar los principios del liberalismo en la isla; en España, reinaba un tarado que no recibió atención médica porque se consideró más apropiado tratarlo con exorcismos y reliquias. Con paralelos así no deberíamos sorprendernos de nada.
No es que los españoles fueran racialmente negados o torpes o incluso desinteresados. No. Ése no era el problema. La desgracia –verdadera maldición histórica– que pesaba sobre ellos era el control ejercido por la Inquisición no sólo en cuestiones doctrinales sino en las áreas más diversas de la vida incluidas la educación y la investigación científica. En pleno siglo XVIII, ya no quedaban en España protestantes porque la Inquisición los había exterminado en la hoguera o había provocado su exilio para huir de las llamas. Tampoco podía perseguir a unos judíos expulsados en 1492 y que se habían asimilado al catolicismo por convicción o pánico hacía siglos. Sin embargo, las acciones de la Inquisición no brillaron por su ausencia ni tampoco las de un gobierno que consideraba la represión pro-católica timbre de honor. En España, la Inquisición tenía su Índice de libros prohibidos propio y, por añadidura, los confesores estaban sometidos a la obligación de preguntar sobre la posesión o el conocimiento de la posesión de tan peligroso material a los que se acercaban al sacramento de la penitencia quedando claro que la absolución del pecado quedaba reservada al Santo Oficio. La edición del Índice de la Inquisición española de 1790 contaba con 305 páginas, en folio, con columnas dobles y caracteres de imprenta de tamaño muy reducido. Prohibidos no estaban sólo Wycliff, Lutero, Calvino, Erasmo o Voltaire, sino también, en mayor o menor medida, Dante, Petrarca, Maquiavelo, Boccaccio e incluso Cervantes. El Robinson Crusoe –lectura infantil en la actualidad– fue incluido en el Índice en 1756. Al parecer, que un protestante se las arreglara para sobrevivir en una isla casi treinta años y además pretendiera enseñar el Evangelio a un caníbal resultaba insoportable para los inquisidores y debía mantenerse lo más lejos posible de las frágiles mentes hispanas. El espíritu de las leyes de Montesquieu – autor tan odiado por la Inquisición como, al parecer, por el PSOE – también fue prohibido en ese año. Tycho Brahe y Johannes Kepler - ¡dos astrónomos! – también estaban prohibidos y lo mismo sucedía con autores que tan sólo pretendían desarrollar una visión jurídica que no encajaba en el absolutismo regio que tanto complacía a la Santa Sede –Hugo Grocio, J. J. Burlamaqui, Samuel Pufendorf– o que eran contrarios a la tortura que practicaba la Inquisición como era el caso de Cesare Beccaria. Por supuesto, a todos ellos había que añadir los filósofos franceses como Rousseau y no pocos clásicos españoles que habían escrito páginas poco edificantes o en las que se deslizaban críticas relacionadas con la iglesia católica. El gobierno de Carlos III determinó en 1768 que si la Inquisición deseaba prohibir un libro y el autor era católico y español debía escucharlo previamente. Ni que decir tiene que semejante medida no evitó las condenas. El padre Isla –una de las mentes más preclaras de la Ilustración española– sufrió la prohibición de su Fray Gerundio de Campazas.
Pero la acción represiva del clero no se limitaba a la literatura y la ciencia, sino que servía para quitar de en medio a cualquiera so pretexto de heterodoxia. A Pablo Olavide, uno de los ilustrados, lo miraban mal los medios más diversos, pero el golpe de gracia se lo dio un capuchino alemán que no veía bien que sus ovejas germánicas se mezclaran, como pretendía Olavide, con las españolas. Como Uriarte o Setién, debía pensar el clérigo que el catolicismo no necesariamente implicaba creer en la igualdad de razas y denunció a Olavide. Así comenzó en España uno de los juicios inquisitoriales más famosos del siglo XVIII que concluyó, tras años de mazmorras, con la huida del ilustrado español a la protestante Ginebra.
Olavide no fue una excepción. Bernardo y Tomás Iriarte también fueron objeto del ataque de la Inquisición –los dos pensaban con bastante sensatez que el Santo Oficio era el culpable de la ignorancia de la nación española– y lo fue el matemático Benito Bails porque quien tanto tiempo dedicaba a las ciencias exactas sólo podía ser ateo; y lo fue Luis Cañuelo, editor de El Censor; y lo fue Macanaz y lo fueron tantos otros.
Hubiérase esperado que semejante despropósito que seguía manteniendo a España situada en la cola científica de Europa desapareciera en algún momento, pero no fue así. Durante el siglo XIX, los intentos liberales por crear un sistema educativo verdaderamente sólido y que alcanzara a toda la población como, por ejemplo, sucedía desde inicios del s. XVI en la Suiza protestante, se vieron frustrados una y otra vez por una iglesia católica que no deseaba verse privada del monopolio educativo. Los relatos decimonónicos de aquellos maestros que sabían que podían encontrar en el párroco a un enemigo acérrimo se correspondieron, por desgracia, en no pocos casos con la realidad. A fin de cuentas, el último ajusticiado de la Inquisición, Cayetano Ripoll, era, además de protestante, maestro.
Partiendo de esas bases, no puede sorprender que las instituciones educativas que fueron surgiendo a lo largo del s. XIX lo mismo si estaban incluidas en los ateneos libertarios que en la Institución libre de enseñanza nacieran con una carga ideológica asfixiante. La izquierda española – no nos cansaremos de repetirlo – creció modelada a la imagen y semejanza de la iglesia católica y entendía no que la educación pudiera ser algo neutro y carente de sectarismo sino que se trataba –como lo había sido durante siglos– de un instrumento de control social y político de primer orden. Hasta ZP ha mantenido, por desgracia, ese punto de vista.
Pero –quizá se pregunte alguno– ¿no fue la educación ejemplar durante el régimen de Franco? ¿No se vivió durante la dictadura una especie de oasis educativo? Sinceramente, creo que hay que desconocer mucho el tema para pensar cosa parecida. De entrada, la educación no estaba al alcance de un porcentaje muy elevado de la población. También es cierto que, mediante el expediente de entrar en un seminario, hubo niños y niñas que pudieron acceder a ella. Recuerdo a la perfección como, a finales de los sesenta, un vecino expresaba su sorpresa porque, por primera vez, algunos de esos estudiantes abandonaban el seminario concluidos sus estudios y no se mantenían en la senda de la clerecía. No faltarán los que culpen de esas decisiones al concilio Vaticano II, pero yo creo que, simplemente, comenzaban a aparecer almas cansadas de tanto abuso. De manera semejante, no faltarán los que recuerden criaturas de pocos años que trabajaban en condiciones durísimas –mi memoria llega hasta los sesenta y los setenta y no creo que la situación en los cuarenta y cincuenta fuera mejor– porque no habían podido estudiar. En cuanto al acceso a la enseñanza, aquella época no fue –ni de lejos– mejor que ésta.
A la falta de acceso a la enseñanza, se sumaba su carácter ideologizado y limitado. No cabe duda de que la ortografía se enseñaba muy bien gracias a los dictados, pero todavía en la adolescencia di yo en la biblioteca de mi colegio con un Índice de libros prohibidos que, hasta el Vaticano II, había mostrado lo pernicioso que era leer a Baroja, Blasco Ibáñez o Unamuno. No se trataba sólo de establecimientos educativos regentados por órdenes religiosas. Mi profesor de filosofía de Sexto, don Manuel Márquez, me contó cómo cursando la licenciatura, para leer a Sartre tuvo que solicitar licencia al obispo.
Es verdad que no puede dudarse de que mucha gente sabía quién era don Pelayo, pero no nos ufanemos en exceso. Al mismo tiempo, se les enseñaba lo benéfica que había sido la Expulsión de los judíos o lo agradecidos que debíamos estar a la Santa Inquisición –puedo dar testimonio personal de ambos extremos– a la vez que se le hurtaban de la Historia de España personajes de primer orden, pero “heterodoxos”. Que algunos lograran ya en las postrimerías del franquismo leer sin censura elDecamerón o incluso a Marx no cambia ese panorama.
En términos generales, la educación en Humanidades fue mucho más sólida que ahora, pero no mucho menos sesgada ideológicamente; la formación técnica era sensiblemente inferior a la de otras naciones europeas y no digamos a la de Estados Unidos y la investigación científica –excepciones aparte– no tenía punto de comparación. Nuestros grandes arabistas, nuestros grandes hispanistas o nuestros grandes especialistas en derecho romano no cambian ese panorama.
Por supuesto, con la llegada de la izquierda al poder, los pecados seculares se repitieron aunque ahora orientados hacia la otra dirección. También la izquierda intentó reescribir la Historia de España; también la izquierda se esforzó por controlar la educación; también la izquierda hizo lo posible y lo imposible por imprimir el mayor sectarismo a los contenidos y también la izquierda intentó copar las cátedras. Si algunos de los catedráticos ahora eméritos pueden citar cátedras concedidas por la presión de distintas órdenes religiosas, los pobres alumnos actuales saben que hay titulares cuya única característica notable es su carnet o –en el caso de algunas privadas– su piedad católica supuesta o real.
De creer a Ricardo de la Cierva –y tengo razones para pensar que el dato es cierto– sólo el Opus se planteó en los años sesenta y ante la perspectiva de cambio de régimen, el reparto de cátedras con el adversario, en ese caso, el PCE. Sabido es que, al fin y a la postre, en España no se implantó el sistema italiano de "compromiso histórico" y el PSOE se quedó con el santo y la limosna.
Naturalmente, con esos mimbres no se puede esperar que los cestos nacionales de educación y ciencia salgan bien y nunca saldrán mientras el sectarismo prime sobre la investigación científica, mientras la ideología prevalezca sobre el estudio, mientras el control de cátedra se imponga sobre el trabajo y mientras la identidad de carnet resulte más relevante que el mérito.
Permítaseme referir una historia personal relacionada con ese cainitismo que persigue a cualquier coste que sólo se escuche su voz y que pretende por sistema acabar con el disidente. En 1994, Mario Muchnik publicó mi libro La revisión del Holocausto en el que desmontaba las tesis de los autores negacionistas que sostenían –como ahora Ahmadineyah– que nunca hubo un Holocausto. El libro fue objeto de ataques en librerías de Zaragoza, Madrid y Barcelona por parte de grupos neo-nazis que arreciaron en sus agresiones cuando, al año siguiente, Alianza editorial publicó El Holocausto, la primera historia de la Shoah escrita en español por un autor español. Dirá algún lector que es lo que cabe esperar de los nazis. Seguramente, pero unos años después, en un conocido diario, un ceporro que enseña en una universidad de provincias solicitó que se me prohibiera escribir y hablar. Sucedía muy poco antes de que en un programa de televisión en la nacionalista Cataluña y con fondos públicos se procediera a ahogar mi Camino hacia la cultura, imagino que por eso de que el nacionalismo catalán tiene sus manías y una de ellas es que se le discuta su especial visión cultural. “Los nacionalistas, ya se sabe…”, dirá alguno. “Los nacionalistas”, diría yo, “han tenido y tienen ayuda directa de obispos como Setién y Uriarte y cardenales como Sistach”. Pero prosigamos con la breve historia. No mucho después, Cristina Almeida, hija de franquista y pasajera por el PCE y el PSOE siempre con cargos, señalaba en público que cuando veía mis libros le daba gana de quemarlos. La afirmación – sincera sin ningún género de duda – fue objeto de algún comentario irónico por mi parte y de un artículo en La Razón donde recordaba yo los antecedentes familiares de la curvilínea abogada. “Ya se sabe como es de sectaria la izquierda española…”, podrá decir alguno. Sí, seguramente, pero hace apenas unos días y gracias a esta serie que están ustedes leyendo, una página web católica ha decretado el boicot contra mis libros. Al igual que los nacionalistas catalanes, que los socialistas, que los comunistas o que los nazis, los talibán de la citada página –que no empezaron mal, pero que están terminando por convertirse en un Santo Oficio de tercera regional y que, dada la vida personal de quien escribe algunos de sus artículos harían mejor en callar– han terminado por lanzar su fatwa especial contra las opiniones que no gustan. Con la excepción de los nazis que, gracias a Dios, nunca terminaron de arraigar en España, todos los personajes en cuestión pertenecen a grupos que, en mayor o menor medida, han ido dejando a lo largo de la Historia de España muestras no escasas de intolerancia causando un daño de dimensiones difíciles de cuantificar, pero, sin duda, inmensas. Gracias a Dios que, al menos de momento, tanto la Inquisición como las checas han dejado de funcionar, pero la pregunta sigue resultando obligada:
¿Y existe salida?
Sí. Habrá salida el día
que la educación no dependa de comisarios políticos sino de criterios simplemente científicos;
que cualquier niño español pueda estudiar en español en cualquier rincón de España a pesar de que se hable de líneas rojas y de que haya cardenales que las bendigan;
que se elimine totalmente la endogamia en las universidades
que no sea más importante el conocimiento de lenguas escandalosamente minoritarias que el dominio de una especialidad
que se prime a los que han ampliado sus estudios en universidades extranjeras de primer orden sobre los que permanecieron en España haciéndose con un carnet o adulando al jefe del departamento;
que desaparezcan las inquisiciones que, en no pocas ocasiones, sólo tienen como finalidad el mantener el cortijo en manos de unos y evitar que pase a las de otros;
que en lugar de adoctrinadores políticos, las universidades dispongan de docentes que sepan lo que es una empresa y encaminen a los estudiantes en esa dirección en lugar de hacia el paro;
que los planes de estudio sean serios y no vías para que los liberados sindicales o los profesores cobren sobresueldos;
que el acceso al profesorado no dependa de la ortodoxia religiosa o política sino del conocimiento y del mérito y que, por lo tanto, los mejores no tengan que exiliarse al extranjero en busca de las oportunidades que España les brinda como tuvieron que hacer los reformadores españoles que en el s. XVI acabaron como catedráticos en Cambridge o Ginebra, que los ilustrados que terminaron en mazmorras o que los eruditos liquidados por cualquiera de las dos Españas intolerantes durante la guerra civil.
El día que así suceda habrá salida en el terreno educativo y científico para nuestra sociedad. Mientras tanto, sólo seguiremos arrastrando los males que recayeron sobre nosotros cuando España decidió abrazar la causa de la Contrarreforma.
29/01/2012 ¿Hay salida? (II)
Junto a los privilegios de unas regiones sobre otras y de unos estamentos económicos sobre otros, encontramos los privilegios de diputados y senadores y otras figuras políticas. Comprensibles a inicios del siglo XIX, hoy son injustos e injustificados
En las anteriores entregas, he ido desarrollando brevemente las razones que explican nuestros numerosos puntos de coincidencia con naciones como las que integran el grupo de las PIGS o de Hispanoamérica a la vez que nos distancian de otras como Gran Bretaña, Suecia, Dinamarca, Alemania, Noruega, Holanda o los Estados Unidos. En la última, inicié la enumeración de las condiciones que nos permitirían borrar los aspectos negativos de esa diferencia y ayudarnos a parecernos a los más positivos de naciones occidentales como las mencionadas. Si la primera era la asunción veraz de nuestro pasado, la segunda es la aceptación del imperio de la ley y la supresión de privilegios.
Históricamente, España ha sido una nación cuya trayectoria ha discurrido, en no escasa medida, de espaldas al imperio de la ley e inmersa en la aceptación de los privilegios y de lo que he denominado "tuertismo" a la hora de juzgar esa circunstancia. Semejante configuración social es un fruto directo del orden medieval en el que el feudalismo, por un lado, y la supremacía espiritual de iglesias como la católica o la ortodoxa consagraron la existencia de una serie de estamentos y territorios con derechos bien diferentes. Para los empeñados en pintar la Edad Media como una Era dorada en el que poder político estaba sometido al papal en todos los órdenes, semejante realidad es magnífica. El problema es que la verdad histórica se acerca más al terreno de lo horripilante que al de lo ejemplar y, en términos meramente jurídicos, implicó un atraso de siglos que nos condujo a códigos mesopotámicos como el de Hammurabi y que arrojó por la borda conquistas legales como las recogidas en la Torah de Moisés o incluso el derecho romano. Lejos de avanzar hacia la igualdad ante la ley, la Edad Media consagró –y legitimó– un orden sustentado en el privilegio, es decir, la norma privada.
Semejante cosmovisión recibió un golpe de muerte con la Reforma del siglo XVI y no podía ser de otra manera porque cuando, por ejemplo, Lutero escribió que el trabajo realizado por la mujer que limpiaba la iglesia era tan importante como el del clérigo que predicaba no sólo enaltecía enormemente cualquier labor honrada encaminada a ganarse la vida sino que, por añadidura, daba un paso de gigante en la desaparición de la sociedad estamental y con clases legalmente privilegiadas, en la igualdad ante la administración de justicia y en el imperio de la ley. Esas conquistas jurídicas explican, por ejemplo, las revoluciones puritanas del s. XVII en Inglaterra o la americana de finales del s. XVIII. En otras naciones que no experimentaron el impacto de la Reforma, el proceso se retrasó siglos o incluso, como es el caso de España, nunca ha terminado de cuajar por completo.
Ciertamente, los liberales españoles habrían deseado crear ese estado moderno a partir de la Constitución de Cádiz de 1812, pero, al aceptar que determinados elementos sociales mantuvieran sus privilegios jurídicos, impidieron esa posibilidad. Fue José María Blanco White, amigo íntimo de Argüelles "el divino", el que le advirtió –y acertó de lleno– que la constitución gaditana estaba condenada al fracaso desde el momento en que se había negado a recoger – como en Inglaterra, Francia o Estados Unidos –la libertad religiosa para así satisfacer a la Iglesia católica. Semejante paso implicaba entregar lo más preciado en un ser humano –la conciencia– a una institución privilegiada que no dudaría en aliarse con el rey a su regreso para aniquilar el sistema liberal. Se trataba de un pronóstico pesimista y triste, pero resultó indudablemente certero. Fernando VII –y los absolutistas que lo sucedieron como su hermano Carlos– tuvo como aliado primordial a una Iglesia católica determinada como fuera a impedir la creación de un estado liberal que, por definición, tenía que acabar con su situación privilegiada. En no escasa medida, ese factor explica buena parte de la Historia de España durante el s. XIX y buena parte del siglo XX.
Con todo, la idea del privilegio no era exclusiva de la monarquía o de la Iglesia católica. A decir verdad, estaba ya tan incrustada en la mentalidad hispánica que la misma izquierda no tardó en articularse con una visión de privilegio aunque orientada en otra dirección.
Muchos de esos privilegios se mantuvieron incluso en la Constitución de 1978 por razones comprensibles en su día. Sin embargo, actualmente, si deseamos que España deje de ser diferente en el peor sentido del término no pueden seguir manteniéndose. A decir verdad, deben desaparecer:
Los privilegios regionales
Una de las grandes desgracias de España es el mantenimiento de privilegios regionales de lejano origen medieval, de apoyo cerrado por parte de la Iglesia católica antes, durante y después de las guerras carlistas, y de condición absolutamente intolerable en un régimen democrático. A día de hoy, no es de recibo que las Vascongadas y Navarra posean un régimen fiscal distinto y privilegiado – el denominado "pufo vasco" por Miguel Buesa –basado en unos presuntos derechos territoriales que nos retrotraen en su concepción jurídica al foralismo medieval. Si a esto añadimos las pretensiones del nacionalismo catalán de obtener un privilegio semejante, podemos captar el tremendo daño que esa situación causa –y causará– a la nación.
Todavía menos de recibo es que en esas regiones se produzca la privación de derechos a determinados segmentos sociales –como los no catalano-parlantes– por cierto, todo hay que decirlo con el respaldo cuando no el aplauso de sus respectivos episcopados.
Las distintas regiones o CCAA o como puedan llegar a denominarse en el futuro esas entidades territoriales no pueden disfrutar de privilegios y menos en materia tan delicada, sensible y necesaria como la fiscal o la lingüística y mientras esos privilegios no desaparezcan España no será totalmente una nación de ciudadanos libres e iguales.
Los privilegios sindicales y patronales
Tampoco resulta aceptable que determinados entes sociales de creación relativamente reciente se hayan convertido en estamentos privilegiados que viven del esfuerzo de los ciudadanos como antaño la aristocracia del Tercer Estado. Sin entrar en la cuestión de si practican o no un sindicalismo acorde con los tiempos, lo que resulta obvio es que no puede seguir manteniéndose a los sindicatos y a la patronal con cargo al erario público. Semejante idea era lógica en el corporativismo fascista de Mussolini o en el régimen católico de Franco que se esforzaba por unir en el mismo ente a los denominados "productores" y a los empresarios. Carece, sin embargo, de justificación; choca con los ejemplos del derecho comparado y sirve sólo para articular un sistema costoso de privilegiados. Los sindicatos y la patronal –pese a quien pese- deben mantenerse de las cuotas de sus afiliados y no de una financiación privilegiada.
Los privilegios políticos
Junto a los privilegios de unas regiones sobre otras y de unos estamentos económicos sobre otros, encontramos los privilegios de diputados y senadores y otras figuras políticas.
Estos privilegios son, fundamentalmente, de tres órdenes: penal, fiscal y económico. Penalmente, los miembros del poder legislativo siguen disfrutando del privilegio de aforamiento que les permite eludir su sometimiento a un procedimiento penal como el que es de aplicación para el resto de los ciudadanos. Tal situación es imposible de sostener a día de hoy. Comprensible a inicios del siglo XIX para protegerse del absolutismo regio –pero inoperante, a fin de cuentas, porque el rey absoluto persiguió exactamente igual a los liberales con la colaboración de la Santa Inquisición si así era preciso– hoy en día no es sino un privilegio injusto e injustificado. Episodios como los de Felipe González en relación con los GAL, de Jordi Pujol en relación con Banca Catalana, de los diputados de HB protegidos por el PNV en el parlamento vasco o de José Blanco en relación con Campeón constituyen ejemplo de unos privilegios intolerables.
Económicamente, los miembros del legislativo también se benefician de exenciones y bonificaciones fiscales fuera del alcance del ciudadano medio. Por último, en el terreno económico, los miembros del legislativo son objeto de una cobertura social en caso de desempleo y de unas pensiones doradas de las que tampoco disfrutan los ciudadanos de a pie. Han venido así a constituir una neo-aristocracia que recoge los privilegios de las de otros tiempos: mejor tratamiento penal, mejor tratamiento fiscal y mejor tratamiento económico.
Los privilegios en la percepción de los caudales públicos
Como sucedía en la sociedad estamental, también en la española de inicios del s. XXI existen segmentos que son objeto de privilegios relacionados con los caudales públicos. En ocasiones, el privilegio se recibe como una merced que ahora es denominada subvención; en otros, como una exención. En este último caso, el ejemplo más claro es el que presentan las SICAV, un organismo creado por el gobierno socialista de Felipe González para ayudar a los más ricos a pagar menos impuestos y del cual se benefician actualmente desde conocidos cineastas "progresistas" a la Iglesia católica que cuenta con varias.
Con los matices que se quiera señalar, lo cierto es que la existencia de estos mecanismos legales de privilegio económico resulta, sencillamente, bochornosa, pero que además pueda perpetuarse en momentos como los actuales constituye un verdadero escándalo.
Los privilegios de la monarquía
En el capítulo de los privilegios medievales que han resistido el paso del tiempo ocupa un lugar nada desdeñable la impunidad del rey. Aunque la monarquía española es formalmente constitucional, no resulta menos cierto que el actual rey no quiso renunciar a un privilegio que arrancaba de la época de Franco y que consistía en la irresponsabilidad del Jefe de Estado por sus actos. Mientras que en Estados Unidos, el presidente puede ser objeto de impeachment y de un proceso penal y que ese principio de sometimiento de todos los ciudadanos al imperio de la ley se recoge en otras legislaciones comparadas, en España seguimos manteniendo una situación de privilegio que no es de recibo.
Los privilegios por razón de religión
Algo muy similar a lo señalado en los apartados anteriores sucede en el terreno de los privilegios por razón de religión que en España están circunscritos de manera única y exclusiva a la Iglesia católica.
El apoyo a los partidos nacionalistas –sin excluir a ETA– el abandono del barco del franquismo, los Acuerdos que sustituyeron al Concordato y el papel representado en la Transición por la Iglesia católica resulta totalmente incomprensible si no se tiene en cuenta el deseo de salvar en el nuevo régimen democrático los muchos muebles acumulados durante un régimen, el de Franco, en que llegó a ser un estado dentro del estado. La Constitución de 1978 privó a la Iglesia católica de su condición de religión oficial, pero la mantuvo en una situación de privilegio frente a cualquier otra confesión y, sobre todo, encajonó el ordenamiento jurídico español en un sistema pactista que permitiera sustituir el Concordato por unos Acuerdos que al ser suscritos por la Santa Sede contaban con rango de derecho internacional y, por lo tanto, están por encima de la Constitución española.
Es muy posible que esa salida en 1978 fuera la más adecuada, pero, a día de hoy, esa situación de privilegio es insostenible por varias razones. En primer lugar, porque otorga a la Iglesia Católica no sólo frente a otras confesiones sino frente a otras personas jurídicas una situación de privilegio en el terreno fiscal. No se trata sólo de sus SICAV sino de la inclusión de una casilla en la declaración del IRPF o de las cantidades –jamás publicadas, jamás calculadas de manera global– que recibe por otros conceptos como la restauración de templos, la subvención de centros de enseñanza, la entrega de dinero público para ONGs relacionadas con la misma y un largo etcétera. Por añadidura, la casilla del IRPF ni es el impuesto religioso alemán –un sistema mucho más justo, aplicable a distintas confesiones y que permite saber los fieles dispuestos a costear su religión– ni tiene una alternativa sensata ya que los gastos de interés social pueden ser los hipopótamos de Trinidad Jiménez. El judío, el protestante, el agnóstico, el ateo o el simplemente partidario de la separación entre iglesia y estado debe escoger entre financiar a una confesión que no es la suya o a las dictaduras hispanoamericanas. Sin duda, semejante panorama favorece a la Iglesia católica, pero no puede decirse que sea justo ni razonable.
A estas alturas de nuestra Historia, sería mucho más sensato –y, desde luego, democrático– adoptar un sistema de separación total de iglesia y estado como el que existe en Estados Unidos aunque eso signifique, por ejemplo, una exención de impuestos para las distintas confesiones religiosas. En última instancia, lo más razonable es que sean los fieles de cada religión los que la mantengan si es que la Providencia no está dispuesta a hacerlo. No parece, por el contrario, que los contribuyentes deban cargar con ese gasto cuando se trata de una cuestión íntima que cada uno también íntimamente –y se supone que con entusiasmo incluso– debe costear o no de acuerdo con su conciencia.
Me consta que no faltarán los taliban que interpretarán mis palabras como un ataque frontal contra el catolicismo e incluso, como ha escrito algún majadero, como una colección de argumentos para el exterminio del catolicismo en España, afirmación esta última que denota lo poco que cree, en el fondo, en la persistencia de una confesión religiosa sin el apoyo directo y privilegiado del poder civil. A pesar de todo, esas reacciones me dejan indiferente ya que, a fin de cuentas, no se puede evitar, como señaló Kipling, "escuchar toda la verdad que has dicho, tergiversada por malhechores para engañar a los necios". Por añadidura, me consta que no muchas personas, incluidos católicos, pueden decir que han defendido con tanto denuedo la libertad de los fieles católicos, de manera pública y expresa, cuando han sido objeto de burlas o vejaciones en España. Se trata de un comportamiento que he adoptado en el pasado y que seguiré adoptando en el futuro cada vez que haya fanáticos dispuestos a injuriar, burlarse o atacar a otros por razón de la religión que practican. Se trata de una conducta que me ha sido agradecida en docenas de ocasiones por católicos que no eran más papistas que el papa, que no se dedican a ayudar a Dios a llevar la contabilidad de los que se salvan y que no pasaban más tiempo observando al prójimo para ver los pecados que descubren que haciendo el bien. Sin ir más lejos, esta semana, tuvimos en Libertad digital como pareja invitada de la semana al párroco y al sacristán de una parroquia del este de España y, difícilmente, habrían podido estar más agradables conmigo asegurándose, por ejemplo, que todos los días, tras concluir la misa de las 19:30, conectan esRadio para escuchar mi programa. Es fácil saber de dónde venían, pero permítaseme omitir su origen a fin de que los taliban que quieran avisarles de mi maldad teológica se tomen por lo menos la molestia de buscar el dato en la página web del programa.
Dicho todo esto, mi defensa de la libertad de conciencia no me ciega ante dos circunstancias que considero indispensables.
La primera es la veracidad en el análisis histórico que, en mi caso no es tuerto como sucede con otros y que no va a exculpar jamás atrocidades históricas como la Expulsión de los judíos en 1492 o la quema de protestantes en la España de la Contrarreforma porque ZP impulsara una ley de Educación para la Ciudadanía, cuyos objetores, por cierto, fueron abandonados por la Conferencia Episcopal en la segunda legislatura del ahora vigilante de nubes; y la segunda es mi firme convicción de que los católicos españoles serán mucho mejor católicos cuando su iglesia deje de disfrutar los privilegios que ha disfrutado durante siglos a lo largo de la Historia de España.
Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de Estados Unidos y en lugar de pedir a Blázquez que censure el estado matrimonial de Soraya Sáenz de Santamaría y otros, le afearán en público el que no defendiera a las víctimas de ETA en todo lo que estuvo al alcance de su mano como me han hecho saber algunas de ellas.
Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de Estados Unidos y sentarán en el banquillo a los sacerdotes y obispos relacionados con los abusos de menores, en lugar de minimizar unos hechos criminales apelando a la escasa proporción de delincuentes de ese género repugnante que puede haber entre el clero.
Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de Estados Unidos y, como J. F. Kennedy ya en los años sesenta del siglo pasado, se darán cuenta de que la enseñanza religiosa no debe ser pagada por el Estado sino por los que la disfrutan.
Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de Estados Unidos y no enfocarán la situación política sobre la base de lo que afirma la Santa Sede –tantas veces errada en sus juicios temporales- hasta el extremo de condenar la intervención en Irak, que sólo veinticuatro horas antes apoyaban, porque el papa se había pronunciado en sentido contrario, episodio éste que viví de cerca en la cadena COPE y que no constituyó ni mucho menos una excepción.
Si ese día –para bien de todos– llega alguna vez, los católicos españoles se parecerán a los de Estados Unidos y mantendrán a su iglesia como hacen los fieles de otras confesiones religiosas y como es su obligación. Y es que debo confesar que pocas cosas me causan mayor pesar que el ver que judíos y protestantes españoles sufragan animosos los gastos de sus respectivas confesiones mientras que no lo hacen los católicos a pesar de que han tenido siglos para conseguirlo.
Al fin y a la postre, el día en que desaparezcan los distintos privilegios –regionales y políticos, sindicales y patronales, regios y religiosos– España habrá dado un paso extraordinario –aunque no el último- para ser de verdad una nación de ciudadanos libres e iguales.
22/01/2012 ¿Hay salida? (I)
Pretender borrar la Historia de España o convertirla en un compendio de virtudes y justificaciones de lo injustificable, son dos caminos semejantemente dañinos y llamados a perpetuar una mentalidad intolerante y perniciosa.
En los capítulos anteriores, he ido describiendo la manera en que episodios como la Expulsión de los judíos, el exterminio de los reformados españoles y la conversión en espada de la Contrarreforma determinaron trágicamente la Historia de España. Con esos pasos, se tiraban por la borda una serie de valores, básicamente bíblicos, que, abrazados por otras naciones, fueron esenciales en el hecho de que, en muy poco tiempo, nos dejaran atrás. Por añadidura, al atraso se sumó una mentalidad que conformó el comportamiento nacional de los siguientes siglos. La cuestión que resulta, pues, imperiosa es si existe salida.
Un empresario que ha seguido con inusitado interés esta serie de artículos me decía hace unas semanas que había quedado totalmente convencido de mi visión de la Historia de España, pero lo que le importaba saber es si existía alguna manera de liberarnos de esa herencia de siglos. Con gesto compungido, me preguntaba si no había manera de escaparse de lo negativo que pueda haber en nuestro pasado. En otras palabras, ¿hay salida?
Mi respuesta es que sí, pero que no es fácil porque los obstáculos se han ido enraizado durante siglos impidiendo cualquier consolidación del progreso salvo en aquellas cuestiones en las que ya otros han avanzado. Quizá la prueba más dolorosa de esa realidad sea lo que sucedió la mañana del 11-M. En lugar de responder como hicieron los ciudadanos británicos y norteamericanos frente a los ataques terroristas, la población española decidió volverse en no escasa medida contra su gobierno. Las razones eran varias. O pertenecían a la izquierda, o se alineaban con los nacionalismos vasco y catalán o no podían perdonar al PP que no hubiera seguido el mandato del papa de no entrar en la guerra de Irak. Fuera por lo que fuera, al final los que decidieron respaldar a su nación frente a una agresión que –ingenuamente– se pensó venida de fuera resultaron minoría y las conquistas de la Era Aznar no sólo no se consolidaron sino que fueron pulverizadas por el siguiente gobierno. Por enésima vez en la Historia de España el edificio parecía más que aceptable, pero, al carecer de las raíces que existen desde hace medio milenio en otras naciones, bastó golpearlo para que se viniera abajo.
Frente a esa situación –y tiene su lógica– no pocos españoles han optado por adoptar una posición muy semejante a la de ciertos pensadores musulmanes. El autor árabe Mohammed Yaberi en dos obras Nahnu wa-t-turat(Nosotros y nuestra herencia) y Takwin al–áql al–´arabi (El proceso de formación de la razón árabe) ha mostrado cómo el gran problema de los árabes es que no pueden contemplar un presente que no les gusta y, por lo tanto, se vuelcan en una visión –idílica y por ello falsa– del pasado. Eso mismo sucede con no pocas naciones de mentalidad católica y, de forma indiscutible, con un sector no pequeño de los españoles. El pasado o es rechazado como algo horrible que justifica cualquier desmán presente –una visión tuerta que ha caracterizado a buena parte de la izquierda– o es absorbido de una manera neciamente falsa e idealizada que, puesta a defender la Historia patria, intenta hasta justificar monstruosidades como la Expulsión de los judíos en 1492 o la quema de herejes por la Inquisición desde el s. XVI hasta inicios del s. XIX. Ambas actitudes son dañinas y peligrosas para la nación porque el primer paso que tenemos que dar para conservar lo bueno de nuestro pasado y, a la vez, librarnos de todo lo malo es el de asumirlo de manera veraz.
I. Sí hay salida, pero asumamos verazmente el pasado.
Uno de los grandes libros –descatalogado actualmente– de Federico Jiménez Losantos es Los nuestros. A lo largo de docenas de viñetas, Federico asumía como propios a aquellos españoles que nos habían antecedido ya fueran héroes o villanos, genios o cupletistas, mujeres u hombres, conservadores o comunistas. No dejaba de emitir juicios de valor propios de un liberal, pero, a la vez, evitaba hacer una purga tuerta como ésas a las que tan habituados han estado los españoles a lo largo de los siglos.
Frente a sólo quedarnos con los "nuestros" como los únicos que son verdaderamente españoles, tenemos que aprender a asumir el pasado verazmente. Cualquiera que haya leído una obra tan tendenciosa, manipulada y llena de errores como la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo se percata de que muchos de aquellos a los que el intolerante escritor ataca eran mejores españoles y, simplemente, mucho mejores personas que el mismo autor que se empeñó en que el destino de España era ser "martillo de herejes", o sea, una nación liberticida de sanguinarios inquisidores. No, ese destino no tuvo nada de glorioso; agotó nuestra riqueza y nuestra sangre en favor de un poder espiritual asentado en tierra extranjera y marcó a fuego y por desgracia los siglos siguientes.
Por supuesto que España pudo –y puede– ser mucho más, pero necesita como cualquier ser sometido a una dolencia reconocer sus males. Habrá quien diga que ese es un principio netamente enraizado en la Biblia, pero podrá señalarse igualmente que es de mero sentido común. Sólo el enfermo que conoce su enfermedad puede aspirar a intentar recibir la cura. Precisamente por ello, defender la Inquisición a estas alturas –¿cómo se puede ser tan miserable moralmente?– o la Expulsión de los judíos –¡y luego dirán que no hay antisemitismo en nuestra Historia y que nada tiene que ver con la iglesia católica!– o las matanzas de Paracuellos –de nuevo el fin justifica, en este caso la lucha contra el fascismo, los medios– o el fanatismo ruinoso de Felipe II constituyen ejemplos clamorosos de una actitud profundamente dañina que denota un interior repleto de ignorancia histórica, de tuertismo moral o de indigencia ética, bases todas ellas desde las que es imposible regenerar España.
Es difícil para una mentalidad modelada por la idea de una sola iglesia verdadera, que nunca se equivoca y fuera de la cual sólo hay tinieblas y condenación comprenderlo, pero se puede amar a Calderón como artista aunque la moral sexual de sus obras espeluzne; se puede cantar el heroísmo sobrecogedor de los Tercios y llorar la necedad fanática de unos Austrias que aniquilaron el imperio al convertirlo en el brazo armado de la Contrarreforma; se puede admirar la gesta de los guerrilleros que combatían contra los franceses lamentando al mismo tiempo que la libertad política –con excepciones como la de El Empecinado– no figurara entre sus metas; se puede deplorar las inmensas injusticias sociales de los años 20 y 30 del siglo XX sin asumir las soluciones de la CNT o del PSOE; se pueden reconocer los avances del desarrollismo de los años sesenta a la vez que se siente dolor por la ausencia de libertades, por los deseos de Franco de perpetuar su sistema y, de manera especial, por el carácter ovejuno de una población que deseaba muchas cosas antes que la libertad y que permitió que el dictador muriera en la cama. Es indispensable captarlo porque, de lo contrario, frente a los dislates de ZP se seguirán alzando las presuntas ventajas de la Inquisición y contra la dictadura de Franco se pretenderá erguir la supuesta inevitabilidad de las checas.
Pretender borrar la Historia de España –como Azaña y otros regeneracionistas– o convertirla en un compendio de virtudes y justificaciones de lo injustificable –como algunos nacionalistas del pasado y algunos filo-franquistas del presente– son dos caminos semejantemente dañinos y llamados a perpetuar una mentalidad intolerante y perniciosa. A decir verdad, el regreso a períodos pasados como la España de los Austrias, la Segunda República o el Régimen de Franco me parece no sólo terrorífico sino uno de los destinos menos deseables para cualquier persona que ame la libertad y yo, precisamente, creo que la Historia de España debe ser examinada desde ese deseo de libertad y así es como yo me permito examinarla.
Si podemos contemplar así la Historia de España rechazando de plano la idea de que la pérdida de peso social y político de la iglesia católica es la causa de sus males –su peso excesivo sí que fue la causa directa e innegable, entre otros fenómenos, de los pogromos anti-semitas de la Edad Media, de la Expulsión de los judíos de 1492, de la imposición de la Inquisición, del exterminio de los protestantes, del desastre imperial, de la imposibilidad de crear un estado moderno, del nacimiento de los nacionalismos catalán y vasco o de la persistencia de ETA– o de que la imposibilidad de coronar hasta el final un programa de izquierdas –que, como hemos visto, ha tenido siempre una mentalidad de retrato en negativo de la iglesia católica– es el origen de nuestro atraso, habremos dado un gran paso.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de honrar a nuestros héroes, pero no la de venerar a los que los sacrificaron por sus fanatismos en causas inútiles en el Centro de Europa o en la destrucción de culturas en Hispanoamérica.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de considerar la Reconquista una gran gesta, pero no la de convertir España en un grupo de mesnadas y reinos de Taifas que, por añadidura, reciben en algún caso el respaldo eclesial para que nunca exista un estado fuerte y libre que imponga una verdadera separación entre iglesia y estado.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de admirar a nuestros genios, pero no por eso hemos de asumir el antisemitismo de Quevedo o la aversión a los gitanos de Cervantes o la moralidad injusta de Calderón.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de sentirnos orgullosos de nuestros pintores, pero no por eso hemos de seguir el ejemplo de los reyes tarados o de los bufones de la Corte pintados por ellos mientras en las zonas de Europa donde había triunfado la Reforma ya se pintaba a la ciencia, al comercio y al desarrollo capitalista.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de dar gracias a Dios por nuestro sol, nuestro clima y nuestro cielo, pero no es lícito convertirlo en excusa para la holganza, la chapuza o la despreocupación despreciando la ética protestante del trabajo.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de apreciar algunas singularidades de nuestro carácter, pero no podemos ya considerar la mentira un pecado venial, ni tolerar un solo instante a los políticos corruptos, ni rechazar con desprecio la supremacía de la ley.
Porque, desde la libertad, tenemos la obligación de estimar nuestro variado paisaje, pero no podemos seguir despreciando la innovación técnica o el espíritu emprendedor.
Reconocer que nos hemos equivocado –y gravemente– y asumir como propias esas terribles equivocaciones, no pocas veces teñidas de sangre, es el primer paso para cambiar. De los siguientes, hablaré en próximas entregas.
15/01/2012 La izquierda española: un retrato en negativo de la iglesia católica (III): el inevitable voto socialista
¿Qué partido prometía que Papá Estado cumpliría con unas metas asistencialistas que hasta entonces sólo de manera muy limitada e imperfecta había cumplido la Santa Madre Iglesia?
En las
anteriores entregas hemos visto cómo, a inicios
del siglo XVI, España pasó a formar parte de un
grupo de naciones diferentes –Portugal, Italia,
las repúblicas hispanoamericanas...– al extirpar
la Reforma de su suelo y abrazar la
Contrarreforma. Semejante paso la apartó de
avances extraordinariamente positivos que
afectaron a otras naciones y, por añadidura,
tuvo como consecuencia directa la aparición de
una izquierda concebida mentalmente no sólo como
una fuerza de oposición a la iglesia católica
sino también como su verdadero retrato en
negativo. Esa identidad de mentalidades no sólo
configuraría a la izquierda española de una
manera muy peculiar sino que, además, abriría
camino, por paradojas de la Historia, a un
triunfo tras otro del PSOE por razones más
psicológicas que ideológicas.
En 1975, falleció en la cama el general Franco
aunque su régimen había comenzado a entrar en
agonía cuando algo más de un quinquenio antes
designó como sucesor al entonces príncipe Juan
Carlos. Basta examinar la prensa de la época
para darse cuenta de que las fuerzas vivas se
aprestaron a cambiar de rumbo político ante el
final de un régimen, el del 18 de julio, que, en
contra de lo que siempre quiso Franco y así lo
expresó por activa y por pasiva, no iba a poder
perpetuarse. El fenómeno se agudizó
especialmente tras la muerte de Carrero Blanco,
hasta el punto de que los dos últimos años del
Régimen fueron testigos más de cómo se
reubicaban los políticos que de una labor de
gobierno coherente.
Entre las instituciones que se habían apresurado
a recolocarse ante el inevitable cambio de
régimen destacó la iglesia católica. A decir
verdad, como había sucedido en los fallidos
intentos de formación de un estado liberal
durante el s. XIX, la iglesia católica ya había
dejado claro que no tendría ningún reparo en
apoyar a las fuerzas centrífugas regionales
–especialmente vascas, terroristas incluidos, y
catalanas– si sus intereses así lo exigían. No
cabe duda de que se trataba de una excelente
baza de negociación. El concordato franquista no
resultaba ni lejanamente tolerable en cualquier
estado que mantuviera un mínimo de deseo de no
verse controlado por un poder externo –religioso
o no– pero al concordato sí lo podían sustituir
unos Acuerdos con la Santa Sede. Éstos tenían
que permitir salvar los numerosos muebles de un
concordato que había convertido a la iglesia
católica en un verdadero estado dentro del
estado y, por añadidura, dejar de manifiesto que
el distanciamiento con su mejor valedor de
siglos era total y absoluto. Una vez cumplidos
sus servicios era de esperar que el general
quedara enterrado y bien enterrado. Incluso se
afirmaría que una de las mayores beneficiarias
de su Régimen había combatido contra él
defendiendo las libertades de los pueblos vasco
y catalán y protegiendo a los sindicalistas que
en los últimos tiempos de la dictadura se
reunían en las parroquias. La Historia se
repetía una vez más.
El Concordato salvó los muebles, pero poco más,
religiosidad popular incluida, de la inmensa,
verdaderamente omnímoda, influencia social que
el catolicismo había tenido durante siglos.
Había –y hay que dar gracias a Dios por ello–
más católicos partidarios de la democracia que
en toda la Historia de España junta, pero la
iglesia católica, como siempre, iba a jugar la
carta de sus intereses por encima de los de
otros colectivos incluso los relacionados con
ella y los resultados no se hicieron esperar.
Los demócrata-cristianos de entonces, por
ejemplo, no se han repuesto todavía de la
sorpresa de verse abandonados por los obispos,
aunque no pocos encontraron consuelo sumándose a
las filas del PSOE. Y entonces sucedió algo que
nadie –no nos engañemos, nadie– podía haber
pensado. Se produjo una descatolización de las
costumbres de los españoles verdaderamente
espectacular y tuvo lugar sobre todo por ese
área que había llamado la atención de sacerdotes
y confesores de manera preeminente, la del sexo.
Que la señal mayor de cambio social fuera
bautizada como “destape” indica hasta qué punto
fue limitada en sus resultados la tutela
espiritual que el catolicismo ejerció en la
España de Franco y hasta qué punto, desaparecida
la oficialidad –apoyada en el código penal y en
los chismorreos de las vecinas– de su moral
religiosa, ésta perdió terreno a ojos vista.
Cualquiera que tenga más de cincuenta años sabe
que no exagero lo más mínimo y para verificarlo
bastará con que recuerde los comentarios al
respecto de las mujeres de la casa. De aquel
mundo de costumbres pudibundas –insisto,
especialmente en el terreno sexual– no ha
quedado prácticamente nada y la prueba está en
cómo los católicos que en los años sesenta
defendían hasta las posturas más extremas de la
moral sexual vaticana con verdadero denuedo –y
además creo que con convicción– ahora se sienten
profundamente incómodos cuando surge el tema.
Sin entrar en juicios morales de ningún tipo,
por aquel entonces el peso social basculaba en
su dirección y ahora, incluso entre no pocos
católicos practicantes, sucede todo lo
contrario. Basta ver cómo algunas de las voces
profesionalmente católicas de la España actual
se han lanzado a pedir anulaciones canónicas de
sus matrimonios –algo impensable en la época de
Franco– y lo fácil que resultan aquellas de
obtener para saber que no exagero lo más mínimo.
Entendámonos. No es que la gente deseara
definirse de otra manera que como católica –la
moda de autodenominarse “agnóstico” tardaría
algunos años en extenderse con éxito– sino
simplemente que había decidido, más por
intuición que por proyecto, hacer mangas y
capirotes con la moral que los sacerdotes les
habían enseñado hasta ahora. Insisto en ello.
En el terreno sexual, con las excepciones
puntuales que se quieran señalar, no tengo la
sensación de que se haya recuperado una pulgada
del espacio perdido ni siquiera entre no pocos
de los católicos practicantes. Todo esto –que
puede ser considerado de importancia menor– para
muchos resultó esencial. Los millones de
españoles que eran católicos en menor o mayor
medida se sintieron libres del pastoreo
episcopal y, siguieran llevando o no a los niños
a clase de religión, decidieron votar por
criterios que, en no escasa medida, respondían a
la moral que durante siglos habían recibido
aunque, esta vez, de acuerdo con su real saber y
entender desvinculado de las declaraciones de
los obispos que, desde luego, no se lucieron en
su labor pastoral a juzgar por la conducta
despendolada de millones de sus ovejas. En otras
palabras, millones de españoles – católicos
practicantes incluidos– dieron escasa
importancia, por regla general, a temas como el
divorcio o el aborto –nada baladíes desde una
perspectiva católica, dicho sea de paso– y mucha
más a otros que, procedentes del catolicismo,
habían venido formando su mentalidad desde el
siglo XVI.
Semejante conducta tuvo también una repercusión
política directa. Vean si no:
¿Qué partido era el Partido mientras que los
otros carecían de legitimidad?
¿Qué partido –perdón, Partido– expresaba la
verdad dogmáticamente sin dejar que los herejes
dijeran palabra?
¿Qué partido insistía en que el trabajo tenía
algo de opresivo que debía ser mitigado e
incluso evitado por las leyes?
¿Qué partido arremetía por sistema contra los
empresarios considerándolos por definición
explotadores?
¿Qué partido mostraba auténtico desagrado ante
todo lo que oliera a banca o instituciones
crediticias?
¿Qué partido insistía en que los derechos de
unos –los propios– eran más importantes que los
de toda la sociedad y debían prevalecer?
¿Qué partido manifestaba un notable
antiamericanismo –¡Ah, los Estados Unidos,
nación de protestantes y empresarios– encarnado,
por ejemplo, en un “OTAN de entrada NO”?
¿Qué partido evitaba tener en sus filas curas
obreros –¡cuarenta años soportando su férula con
Franco, ahora sólo faltaba tener que aguantarlos
en democracia enseñando sobre Marx!– pero, a la
vez, orillaba la cuestión religiosa y contaba
con el respaldo de organizaciones católicas?
¿Qué partido evitaba la separación de poderes o
la supremacía de la ley porque hay causas que
están por encima de esos principios?
¿Qué partido se presentaba con un mensaje
social, pero desprovisto de las acusaciones de
ateísmo y, por lo tanto, desprovisto del estigma
del PCE?
¿Qué partido suprimía totalmente la discusión
interna porque apelaba a una Historia contada en
términos rosados que, presuntamente, demostraban
que nunca se equivoca, se ha equivocado o se
equivocará, es decir, que es infalible?
¿Qué partido prometía que Papá Estado cumpliría
con unas metas asistencialistas que hasta
entonces sólo de manera muy limitada e
imperfecta había cumplido la Santa Madre
Iglesia?
Sí, han acertado ustedes. Era el partido que
dirigía un joven abogado sevillano criado a los
pechos de la democracia cristiana y que había
estudiado en una universidad católica extranjera
gracias a una beca. ¿Puede sorprender que su
nombre en la clandestinidad fuera el del santo
más famoso de la villa hispalense, o sea,
Isidoro? Pues bien, ese partido iba a alzarse
con el santo y la limosna y era lógico que así
sucediera. Se mire como se mire, ese partido
traducía a términos políticos como nadie una
mentalidad modelada durante casi medio milenio
por la iglesia católica y bien diferente de la
vinculada, por ejemplo, a los principios
bíblicos defendidos por la Reforma del siglo XVI.
Se podía objetar que el PSOE era demasiado
abierto en temas como el aborto o el divorcio,
pero ¿acaso la UCD o AP no fallaban más cuando
se les comparaba esa mentalidad de siglos, por
ejemplo, siendo cicateros en la formulación de
un Estado que se ocupara del ciudadano desde el
nacimiento hasta la tumba e incluso antes y
después? Puesto a votar, el españolito de a pie,
criado en la mentalidad católica, pero no
especialmente dispuesto a que le controlaran los
sacerdotes la bragueta, aunque sí queriendo ser
bueno, tenía una opción evidente que era el
PSOE.
Por añadidura, llegado al poder, el PSOE –hasta
ZP– se esforzó además por llevarse lo mejor
posible con la iglesia católica. No tuvo que
legislar sobre el divorcio porque semejante
embolado ya lo había toreado la UCD; realizó
encuestas continuas para llegar en el tema del
aborto hasta unos límites que, por mucho que
indignaran a los obispos, no sublevaran a la
aplastante mayoría de católicos que lo votaban,
y mantuvo una serie de instituciones desde las
subvenciones a los colegios a las ayudas para
lugares de culto o la creación de una casilla en
el IRPF para subvencionar a la iglesia católica
que mellaron cualquier acción episcopal contra
él en caso de que a algún obispo se le hubiera
pasado por el báculo llevarla a cabo.
Si queremos ser ecuánimes, es dudoso que la
propia derecha hubiera podido hacer más en favor
de la iglesia católica y eso explica que todavía
en la época de ZP –¡de ZP!– el autor de estas
líneas haya tenido ocasión de contemplar los
encendidos elogios que obispos y cardenales
dirigían a políticos del PSOE cuyo mérito
fundamental era pagar la restauración de lugares
de culto, aunque el resto de los españoles
sigamos queriendo saber qué más hicieron con el
dinero de nuestros impuestos durante años. De
manera bien significativa, recuerdo los
comentarios acentuadamente elogiosos de dos
cardenales sobre políticos socialistas cuya vida
sexual no era precisamente un modelo de moral
católica. Es decir, que los purpurados estaban
aplicando el criterio de millones de sus ovejas:
hay unas partes de la moral católica más
importantes que otras y entre ellas se encuentra
el asistencialismo en beneficio propio.
Si el primer mandato de ZP dejó de manifiesto la
confrontación en puntos concretos de su política
–confrontación desarrollada sobre todo desde la
COPE que no tanto desde la Conferencia
episcopal– el segundo fue de pacto con el
gobierno socialista. Si Enrique IV llegó a la
conclusión de que París bien valía una misa,
algunos prelados también debieron de pensar que
la Jornada mundial de la Juventud valía unos
silencios y claudicaciones como la referente a
la asignatura de Educación para la Ciudadanía.
¡Cuántos padres objetores fueron dejados en la
cuneta por los obispos, una vez que éstos
optaron por pactar! Pero, como siempre, los
intereses de la institución no tenían por qué
coincidir con los de sus fieles. Una vez más,
la Historia se repetía.
Y eso por referirnos a la época de mayor
confrontación porque, en los años de Felipe
González, las muestras de afecto entre la
iglesia católica y el PSOE fueron innumerables
–¿podía ser de otra manera cuando había
políticos de primera fila como José Bono o Paco
Vázquez que manifestaban su acendrado
catolicismo?– y el maridaje episcopal –en
algunos casos, bochornoso cesaropapismo– con los
nacionalistas vascos y catalanes prosigue hasta
el día de hoy.
Sé que muchos me dirán que Bono es un hipócrita,
que Setién era un villano excepcional, que los
obispos siempre han enseñado cuál es la
enseñanza moral de la iglesia, que su ausencia
en las manifestaciones pro-vida puede entenderse
porque un obispo no puede entrar en esas
cuestiones y otros argumentos semejantes. No
digo yo que no sea así, pero
Yo, sin embargo, recuerdo cómo un obispo gallego
de la época de la Transición emitió una pastoral
contra la presencia de Susana Estrada en un
programa de debate en TVE mientras sus
compañeros vascos se callaban ante los
sacerdotes que obligaban a las víctimas del
terrorismo a sacar a sus familiares muertos por
la puerta de atrás de las parroquias.
Yo, sin embargo, recuerdo cómo voces episcopales
arremetieron contra la serie Farmacia de
guardiaporque los protagonistas eran dos
divorciados que se llevaban bien mientras
dejaban hacer a Setién en sus desprecios e
insultos contra las familias ensangrentadas por
los crímenes de ETA.
Yo, sin embargo, recuerdo a monseñor Sistach
jactándose de haber colaborado a echar a
periodistas independientes de la COPE mientras
su diócesis tiene representantes en clínicas
abortistas o alguno de sus sacerdotes
nacionalistas se ha jactado en público de haber
pagado abortos.
Yo, sin embargo, recuerdo otras muchas cosas que
podrían ilustrar la tesis principal aún más si
cabe, pero que nos desviarían del tema.
Al final, el español de a pie, en millones de
casos, sin darse cuenta de ello, ha asumido que
la izquierda española –y en especial el PSOE–
no es sino un retrato político y en negativo (o
en positivo, que de todo hay) de la iglesia
católica.
No ha censurado sus inconsistencias éticas como
tampoco lo ha hecho con las de ciertos obispos y
cardenales.
No se ha distanciado de ese partido porque haya
cambiado el discurso de la misma manera que no
lo ha hecho con una jerarquía que pasó de
franquista a demócrata en cuanto que supo que
Franco tenía sucesor y que al régimen le
quedaban dos telediarios.
No termina de condenarlo porque siempre le ve
cosas buenas de la misma manera que muchos
católicos creen que pueden justificar el
silencio de un obispo ante un sacerdote
paidófilo apelando a los comedores de Cáritas.
Aplaudamos lo segundo, pero no pretendamos
ocultar o compensar con ello lo primero.
No ve mal sus acciones porque lo importante no
es el vivir de acuerdo con unos principios sino
en la comunión con la iglesia única y, por
supuesto, verdadera e infalible.
No le retira su voto –salvo en situaciones de
pobreza, pero también lleva sin respetar el
descanso dominical siglos– porque su mensaje
contrario, entre otras cosas, a la ética del
trabajo, a la supremacía de la ley por encima de
todos, a la división de poderes, al espíritu de
empresa capitalista o a la consideración de la
mentira o el hurto como más que pecados veniales
encuentra resonancias de siglos y siglos en las
mentes de millones de españoles.
Frente a esas estructuras mentales, para esos
mismos españoles la prohibición del preservativo
o incluso la permisividad ante el aborto son, en
el fondo, pecadillos. En la última entrevista
que realicé al cardenal Rouco cuando aún
dirigía La Linterna en COPE le pregunté cómo era
posible que hubiera millones de católicos que
pudieran dar su voto a un partido que defendía
el aborto o el matrimonio de homosexuales. Con
una notable sabiduría –y sinceridad– el cardenal
me respondió que esos católicos escogían, dentro
de la moral católica, los partidos que, a su
juicio, eran más cercanos a la misma. Decía la
verdad. Para millones de españoles católicos,
es un pecado mucho mayor no defender un estado
asistencialista, copia de la Santa Madre
Iglesia, que ampliar los supuestos del aborto. A
las pruebas electorales me remito.
Hasta aquí he intentado, con todos los matices y
correcciones que se deseen apuntar, explicar por
qué hemos llegado hasta aquí en nuestras
diferencias, diferencias que compartimos, por
otra parte, con todas esas naciones en las que
la Contrarreforma se impuso sobre la Reforma. La
cuestión que, obligatoriamente, hay que plantear
ahora es la de si existe salida o, como hasta la
fecha, sólo nos cabe esperar seguir dando
vueltas a una noria que, históricamente, ha
resultado fatal y aciaga.
08/01/2012
La izquierda española: un retrato en negativo de
la iglesia católica (II): izquierdas e
izquierdas
Los paralelos son escandalosamente obvios. Hasta en la configuración de la izquierda, el hecho de que España quedara fuera de las naciones donde triunfó la Reforma ha sido decisivo.
En las anteriores entregas hemos visto cómo, a inicios del siglo XVI, España pasó a formar parte de un grupo de naciones diferentes – Portugal, Italia, las repúblicas hispanoamericanas... – al extirpar la Reforma de su suelo y abrazar la Contrarreforma. Semejante paso la apartó de avances extraordinariamente positivos que afectaron a otras naciones y, por añadidura, tuvo como consecuencia directa la aparición de una izquierda concebida mentalmente como un retrato en negativo de la misma iglesia católica. La identidad de puntos de vista resulta innegable.
Señalaba yo en mi última entrega cómo la izquierda española se constituyó desde su fundación como un retrato en negativo de la iglesia católica, imbuida por el deseo de "ser califa en lugar del califa". Semejante circunstancia tuvo como consecuencia que pudiera diferir en cuanto a puntos dogmáticos concretos, pero en lo que a objetivos de control social y mentalidad se refiere, las coincidencias son notabilísimas. Permítasenos en esta entrega señalar cómo esas coincidencias parecen ser mucho más que casualidades.
Por ejemplo, ¿por qué la izquierda española coincide con la iglesia católica en su visión del trabajo como de una maldición divina que hay que rehuir? No es por ser de izquierdas ciertamente ya que, en teoría, el trabajo es para el marxismo el medio privilegiado que separa al simio del hombre. Los primeros textos socialistas si acaso abundan en algo no es en el deseo de escapar de una maldición llamada trabajo sino en demostrar su relevancia. La excepción se halla en España –u otras naciones semejantes en que la Reforma fue extirpada– donde el trabajo es visto como un castigo hasta el día de hoy.
Por ejemplo, ¿por qué la izquierda española se empeña en utilizar una demagogia antibancaria como si el sistema crediticio fuera el colmo del pecado? No, ciertamente, por ser de izquierdas, ya que una conducta radicalmente distinta se percibe en otras izquierdas del norte de Europa. En la española, sin embargo, esa conducta no deja de estar impregnada de una enorme hipocresía. Se clama contra el capital y los banqueros y se crean sicavs para evitar que los más ricos paguen impuestos. Y ya que hablamos de sicavs, seguramente a muchos les parecerá una vergüenza que, por ejemplo, tenga una Pedro Almodóvar. Bien, lo comprendo. Según datos que me pasó Pablo Molina hace ya unos meses, la Conferencia episcopal en España posee varias sicavs. Y aquí – mucho lo temo– entrará en acción el claro tuertismo de los españoles. A los que les parezca fatal lo de Almodóvar, le resultará justificable lo de la iglesia católica... y viceversa.
Por ejemplo, ¿por qué la izquierda española se encabezona en mantener un sistema educativo desastroso? No, ciertamente, por ser de izquierdas, ya que el laborista Tony Blair supo mantener las reformas educativas de Margaret Thatcher mientras que en Escandinavia han sido en no escasa medida los socialdemócratas los que han procedido a desmontar un sistema educativo que no funcionaba. Por ejemplo, ¿por qué la izquierda española –y no sólo la izquierda– considera pecados veniales la mentira o el robo salvo que sean otros los que perpetran? No, necesariamente por ser de izquierdas. Británicos, suecos, daneses, holandeses o alemanes de izquierdas saben lo que es dimitir en esos casos.
Por ejemplo, ¿por qué la izquierda española – y no sólo la izquierda – siente tanta alergia frente a la división de poderes y a la supremacía de la ley? Una vez más, no necesariamente por ser de izquierdas. A decir verdad, esos mecanismos son indiscutibles en otras naciones europeas – sí, aquellas en las que triunfó la Reforma, qué casualidad – incluso cuando gobiernan los socialdemócratas o los socialistas. En todos y cada uno de los ejemplos citados –y son de notable gravedad– la desgracia no deriva necesariamente de ser de izquierdas y los ejemplos de otras naciones así lo dejan de manifiesto, sino más bien de una mentalidad que se ha ido forjando paso a paso desde la Contrarreforma.
Permítaseme añadir otros tres ejemplos bien significativos. ¿Por qué es la izquierda española históricamente tan antisemita? Pues tampoco por ser de izquierdas necesariamente. Los judíos –comenzando por Marx– no pocas veces han tenido una presencia importante en la izquierda y hay izquierdas que reconocieron al estado de Israel cuando la nada izquierdista y sí muy católica España de Franco se empecinaba en no hacerlo. De manera bien significativa, incluso existe un sector no pequeño de la derecha latina que se empeña en mantener un discurso antisemita aunque, ciertamente, en España vaya resultando gracias a Dios cada día más residual. Al respecto, incluso hay que señalar que el propio PSOE, uno de cuyos gobiernos estableció relaciones con Israel, vivió tiempos mejores de cara a esta democracia. Lamentablemente, en los últimos años se ha permitido en regiones como Castilla-La Mancha o Extremadura celebrar de manera oficial fiestas centradas en la acusación de "crimen ritual" cometido por los judíos en la Edad Media. ¡En pleno siglo XXI obispos y políticos manteniendo que hubo judíos en España que asesinaban a criaturas para burlarse de Cristo y que incluso recogían su sangre para confeccionar hostias! Para vomitar. Ciertamente, el Concilio Vaticano II cambió para bien muchas conductas católicas relacionadas con el antisemitismo, pero en casos así se percibe claramente que en unos años no se puede disipar toda la miseria moral de siglos.
Otra coincidencia. ¿Por qué es la izquierda española tan antiamericana? Pues no necesariamente por ser de izquierdas y la prueba se halla en que el antiamericanismo se produce también entre los votantes de derechas y en que en no pocos partidos de izquierda europeos no existe. Como en el caso del antisemitismo, la iglesia católica sólo ha comenzado a cambiar muy recientemente en su visión de los Estados Unidos; en parte, porque es obvio que es la primera potencia mundial; en parte, porque su política de separación de iglesia y estado también la ha beneficiado y, en parte, porque la iglesia católica es una importantísima minoría en Estados Unidos. Es cierto que el católico norteamericano no suele ser como el español y que, a inicios de los años sesenta del siglo pasado, JFK dejaba de manifiesto de manera innegable que ni un solo céntimo público debía ir a parar a escuelas de carácter confesional mientras que en España seguimos subvencionándolas con resultados ciertamente mejorables.
Y última pregunta: ¿por qué la izquierda española nunca reconoce sus errores? Ciertamente, no por ser de izquierdas. A decir verdad, la izquierda de otras naciones europeas no ha dejado de redefinirse –Tony Blair es un ejemplo claro– e incluso en la actualidad de sus filas están saliendo algunos de los mayores críticos de su posibilidad de pervivencia futura. Nada de eso es posible en la izquierda española porque está cortada sobre el patrón de una iglesia que, en teoría, no se ha equivocado nunca, no se equivoca y no se equivocará. Se trata de la iglesia a la que siempre ha querido sustituir como una iglesia verdadera.
Los paralelos son escandalosamente obvios. Hasta en la configuración de la izquierda, el hecho de que España quedara fuera de las naciones donde triunfó la Reforma ha sido decisivo. En la próxima entrega, intentaré mostrar cómo ese aspecto ha sido además decisivo –quizá más que ningún otro– en el triunfo electoral del PSOE durante décadas.
Continuará...
01/01/2012
La
izquierda española: un retrato en negativo de la
iglesia católica
El complejo de hiperlegitimidad ha ocasionado históricamente en la izquierda que lo copió directamente de la iglesia católica un mundo de inquisiciones, herejes e infiernos.
En las anteriores entregas hemos visto cómo, a inicios del siglo XVI, España pasó a formar parte de un grupo de naciones diferentes –Portugal, Italia, las repúblicas hispanoamericanas...– al extirpar la Reforma de su suelo y abrazar la Contrarreforma. Semejante paso la apartó de unanueva ética del trabajo, de una visión novedosa del crédito y de los negocios, de una alfabetización amplia como en las naciones reformadas, de la revolución científica, de laprimacía de la ley, de una moral que calificaba de grave la mentira y el hurto, de la separación de poderes y de unavisión constitucional realmente democrática como fue el caso de la anglosajona, en general, y la norteamericana, en particular. Por añadidura, colocó tanto a España como a las naciones de Hispanoamérica en una tesitura extraordinariamente difícil como fue la de elegir una perpetua minoría de edad sometidas al control de la iglesia católica no sólo en términos religiosos sino también políticos o al no menos férreo de la masonería. Esta situación, ya de por si poco feliz, terminó de agravarse con el surgimiento de una izquierda que no fue desde sus principios sino un retrato en negativo de la estructura mental católica.
Afirmar que la izquierda española no es sino un retrato en negativo de la estructura mental de la iglesia católica puede resultar ofensivo para muchos. En defensa de sus sentimientos heridos, pueden señalar que la iglesia católica es, por ejemplo, enemiga del aborto mientras que la izquierda española, especialmente con ZP, se ha convertido en agresivamente abortista. También podrían alegar que la iglesia católica es profundamente religiosa, mientras que la izquierda parece complacerse en una visión furibundamente laicista. Ambos ejemplos son ciertos, pero no tienen nada que ver con lo que yo sostengo en esta entrega y tengo intención de desarrollar en las siguientes. Las posiciones sobre cuestiones concretas pueden ser –de hecho, son– diferentes, pero la estructura mental de ambas instancias resulta muy similar y, como veremos en próximos capítulos, eso explica su coincidencia de criterios en cuestiones fundamentales y –paradojas de la Historia– el peso de la izquierda en la Historia reciente de España.
De entrada, tanto la iglesia católica como la izquierda española comparten un serio complejo de hiperlegitimidad. Si la primera es la única Iglesia, la segunda es la única Política. En España, por ejemplo, la expresión "la Iglesia", a diferencia de lo que sucede en el mundo civilizado, siempre se refiere a la iglesia católica y nunca va adjetivada. Las otras entidades –sean ortodoxos, reformados o bautistas– no son iglesias y no merecen tal calificativo por definición. Suerte tienen si no los califican de sectas. Exactamente lo mismo piensa la izquierda de los demás partidos. Carecen de legitimidad alguna y, por supuesto, muchos recordamos la época en que cuando se preguntaba si se pertenecía "al Partido" la expresión iba referida al único partido verdadero, el PCE, por supuesto, al que, con el paso del tiempo, sustituiría el PSOE. Partiendo de esa auto-otorgada hiperlegitimidad, el resto de entidades similares –no se atreve uno ni a escribir la palabra "semejante" no sea que haya quien se ofenda– pueden ser toleradas e incluso reconocidas como parte de la realidad española, pero carecen de una legitimidad parecida. Se las soporta porque, en el fondo, no queda más remedio, pero tal intolerable resulta pensar en un funeral de estado que no sea católico –aunque los muertos no lo sean– como en un gobierno de coalición PP-PSOE.
Precisamente por esa visión, jamás se puede pensar en cambiar de "lealtad". Un votante convencido de izquierdas no cambiará su voto –por muy mal que pueda hacerlo el PSOE o IU– de la misma manera que un católico devoto de la Macarena difícilmente va a convertirse en reformado –podría decir que salvo una acción especial de la gracia, pero, seguramente, algunas personas se sentirían irrazonablemente ofendidas por ese comentario– por muchos escándalos que pueda haber contemplado en las más diversas áreas. En ambas situaciones, tanto el devoto de la Macarena como el votante del PSOE pertenecen a la "única iglesia verdadera" y ese dogma no puede ser alterado por la pésima actuación propia o por la óptima actuación del contrario. La primera se negará hasta el punto de afirmar que "todos son iguales" – ah, pero ¿no partíamos de una marcada diferencia? – y la segunda, recurriendo a los argumentos más absurdos e incluso ridículos. En uno y otro caso, la razón queda orillada por la fe religiosa y el dogma resulta lo suficientemente poderoso como para desafiar la realidad más tangible. Ocasionalmente, el votante de izquierda puede abstenerse y cambiar de voto, pero es como cuando el católico decide no ir a misa enfadado con el párroco o suelta un exabrupto de carácter poco piadoso. Si bien se mira, se trata de conductas que confirman donde están sus creencias más íntimas.
El complejo de hiperlegitimidad ha ocasionado históricamente en la izquierda que lo copió directamente de la iglesia católica un mundo de inquisiciones, herejes e infiernos. Referirnos a ellos sería demasiado largo, pero poco puede discutirse que así ha sido – y es – como también resulta fútil negar que muchas veces las luchas entre sectores y facciones tanto en un caso como en otro apenas eran otra cosa que la lucha por el poder. He tenido ocasión de contemplar unas y otras y puedo dar fe de lo que digo. La supuesta discusión ideológica o teológica tan sólo encierra el combate encarnizado por determinadas zonas de poder. También ha ocasionado una figura tan específica de nuestra cultura como es el converso. Igual que el judío acosado por personajes como Vicente Ferrer podía recibir el agua del bautismo a cambio de conservar la vida, no pocos camisas azules de ayer han alzado durante las últimas décadas el puño y la rosa. Lo que hubiera en el fondo de cada corazón sólo Dios lo sabe, pero cuando una cultura quiere imponerse como la única legítima, ¿puede extrañar que existan los conversos poco o nada convencidos y que Unamuno dijera aquello de "los conversos, a la cola"?
Por añadidura, tanto la iglesia católica como la izquierda española han demostrado siempre un deseo irresistible por controlar la vida de los demás convirtiendo sus posiciones morales, totalmente respetables por otra parte, en norma aplicable a todos los ciudadanos. Una de las primeras –y muchísimas– concesiones arrancadas por los obispos a Franco fue la de que las fiestas católicas tuvieran carácter nacional. El guirigay festivo de efectos no precisamente positivos para nuestra economía que derivó de esa concesión fue notable, como también lo fue que el derecho de familia estuviera totalmente sometido a la iglesia católica. Se trataba de un horror no inferior al de someter ese mismo derecho de familia décadas después a la visión ideológica del zapaterismo. En uno y otro caso, la sociedad tenía que tragar con una visión concreta –le gustara o no, la representara más o la representara menos– simplemente porque existía una instancia ideológica que, rezumante de hiperlegitimidad, así lo sostenía. Pero es que no concluyen ahí los paralelos. La izquierda española, como la iglesia católica, ha mostrado siempre un ansia asfixiante por controlar la vida de los ciudadanos desde antes de su nacimiento a después de muertos. Prohibiendo el preservativo o repartiéndolo, alargando la vida cuando ya no se puede mantener o acortándola por si acaso duele, ambas instancias llevan mucho tiempo empeñadas no en anunciar su mensaje –lo que sería totalmente legítimo y digno de aplauso– sino en convertirlo en la horma social de la nación con resultados no precisamente felices.
Como no podía ser menos, tanto la iglesia católica como la izquierda han manifestado siempre un especial interés en controlar la educación nacional y, a la vez, en mantener la antorcha educativa en manos de sus propias élites. Algunos estudios recientes han mostrado de manera estadística que la contribución de las distintas confesiones protestantes a la educación en España durante el final del siglo XIX y los inicios del XX fue verdaderamente espectacular. Cuestión aparte es que el fenómeno sea otro de tantos desconocidos por la mayoría de la población española. Estas confesiones creían en la educación pública, pero se apresuraron a suplirla en la medida en que no existía con la pujanza de otras naciones. La izquierda ha intentado controlar la educación pública como elemento adoctrinador y, a la vez, ha llevado a los hijos a la privada como garantía de preservación del poder en sus manos. Seguía así el modelo católico que pretendía dictar los contenidos de la educación pública en España –los decretos de los sucesivos gobiernos de Franco incluso en plena guerra civil son claramente reveladores– pero, al mismo tiempo, mantenía en sus manos la formación de élites. Basta ver a qué colegios han ido Rubalcaba y los Solana, Gallardón o ZP para percatarse de que no exagero un punto. Cuestión aparte es que luego los educandos hayan salido díscolos como, sin duda, saldrán muchos de los que ahora cursan educación para la ciudadanía.
Naturalmente, con esas coincidencias de mentalidad, ¿puede a alguien sorprender que los sacerdotes que se han dedicado a la política rara vez hayan discurrido por las zonas liberales de la misma? Hemos disfrutado curas de extrema derecha y del PCE, de la Comunión Tradicionalista y del PTE, de la ORT y de CiU, del PNV y de ETA, de CCOO e incluso del PSOE, pero –me corregirán, sin duda, los lectores– no me viene a la cabeza uno solo que anduviera por un sendero político en el que la duda fuera permisible, en el que el dogma no lo invadiera todo y en el que la libertad fuera el primer valor. Por el contrario, su estructura mental los ha llevado siempre hacia el dogma que significa el pensamiento –es un decir– nacionalista o de izquierdas. Personalmente, no creo que se trate de nada casual y es que la izquierda española nació no como un movimiento de libertad, sino de supuesta justicia en oposición al control social e ideológico que significaba la iglesia católica. De ahí que José Antonio Primo de Rivera en el mismo discurso en que cargaba contra el liberalismo –demostrando de paso que no tenía ni idea de lo que hablaba– se apresurara a reconocer la justicia del nacimiento del socialismo y, acto seguido, desautorizara su carácter no católico. Lo cierto es que esa oposición de la izquierda a la iglesia católica, lamentablemente, no ha sido a lo largo de la Historia ni tolerante, ni democrática ni adogmática. Todo lo contrario. Ha buscado siempre ser "califa en lugar del califa" o, si se prefiere, "ser la Iglesia en lugar de la Iglesia". Las consecuencias –distintas, ya lo adelanto, de las surgidas en las izquierdas de otras naciones– han resultado aciagas para la Historia de España.
Está el mundo de la economía que no gana para sobresaltos. La Comisión de Justicia y Paz de la Santa Sede ha presentado un documento sobre política económica. Doy tanta credibilidad a un texto económico redactado por clérigos o teólogos como a las opiniones de un frutero sobre física cuántica o a las de los titiricejas sobre política general. En su ocupación pueden ser notables, incluso brillantes, pero fuera de ella parecen atraídos por la posibilidad de acumular necedades desobedeciendo de un modo lastimoso ese juicioso refrán que aconseja al zapatero dedicarse a sus zapatos.
En este caso concreto, no veía tantos disparates juntos desde que se pusieron por escrito las reivindicaciones del 15-M. Ya me parece inquietante que se analicen cuestiones técnicas a partir de la Populorum Progressio, pero es que para los cardenales la crisis obedece no al gasto desaforado de las políticas socialistas o al exceso de intervención estatal sino a los "planteamientos neo-liberales" y a la "idolatría de los mercados". Por si fuera poco, afirman que la economía es algo que no puede dejarse a los especialistas, lo que me hace pensar que cuando el Papa necesita un médico no llaman a un facultativo sino a una monja para que recite jaculatorias.
No resulta extraño que el documento recomiende luego una tasa en las transacciones internacionales, el fortalecimiento de ese fondo de reptiles dictatoriales que es las Naciones Unidas y la creación de una Banca Mundial. De seguir las recomendaciones vaticanas, ahondaríamos la crisis mundial hasta convertirla en un caos planetario. No sé muy bien a qué atribuir semejante amasijo de dislates. Quizá los cardenales sueñan con un colapso semejante al de la Edad Oscura con la esperanza de que entonces la única autoridad sea el obispo del lugar. A lo mejor tan sólo son ignorantes bienintencionados que repiten las mismas tontadas que cualquier pijo indignado de Madrid o Nueva York. Pero tras releer el texto varias veces, no puedo evitar formular la pregunta: ¿están intentando sus autores abrir camino al Anticristo?
Como era de esperar, Qadafi ha caído. Sigue sin estar claro si la muerte, que recuerda la manera en que fueron fusilados Mussolini y la Petacchi, se debe a una acción de las que denominan populares o al deseo de los aliados de que no pueda contar lo bien que lo pasó con gente como Zapatero, Gallardón -que le regaló la llave de Madrid- o Sarkozy.
Salvo para los historiadores, casi da lo mismo, porque ya ha comparecido ante el Altísimo. Vale. Punto y final de un dictador repugnante, que entregó dinero a manos llenas a terroristas palestinos, irlandeses y vascos; ideó una majadería conocida como El libro verde, y se permitió incluso financiar esperpentos como el independentismo andaluz o canario. No podemos sino celebrarlo.
Pero, ¿y ahora qué? Porque lo que va a venir en Libia, si nos atenemos a lo que significan los procesos de democratización en las naciones islámicas es, previsiblemente, un avance de los islamistas más rabiosamente anti-occidentales. Llegarán al poder por las urnas, pero eso no evitará que las palizas conyugales sean lícitas o que el testimonio judicial de una mujer valga la mitad que el de un hombre.
¿Ahora qué? Porque es para preguntarse si después de esta cruzada, urdida a medias entre Bernard Henri-Lévy y Carla Bruni, Libia conservará su integridad territorial o se convertirá en un nuevo y sustancioso pedazo del sistema neocolonial francés.
¿Ahora qué? Porque Qadafi, repugnante dictador -aunque no más que Mohamed VI, primo excelso de nuestro rey o que Saddam Hussein, a quien defendían nuestros progres- nos vendía el petróleo a un precio que no podemos soñar en encontrar en otra parte del globo.
¿Ahora qué? Porque, como siempre que hemos ido de palanganeros de los galos, nos ha costado la torta, un pan sin beneficio propio alguno. Sí, estamos muy contentos, nos alegramos de que las tropas que enviamos regresen, de que ha concluido una guerra, pero tenemos que preguntarnos: "¿Y ahora qué, señorita Trini?".
Para muchos españoles el estado de Texas no deja de ser una referencia lejana. Alguno diría que algo tiene que ver con las películas de John Wayne, con las vacas azuzadas a través de inmensas praderas, con tiroteos espectaculares y, como mucho, con El Álamo que, por cierto, era una misión española.
En otras palabras, Texas podría casi resumirse en imágenes borrosas de cowboys y sombreros de ala ancha. No quiero herir susceptibilidades, pero Texas es algo muy distinto de esa suma de tópicos.
De entrada, a los cowboys se les suele denominar con el nombre español de buckeroos -léase vaqueros- y de salida, en ese estado, por dar un dato significativo, se ha creado el 40 por ciento de los nuevos empleos de los Estados Unidos. El 40 por ciento , sí. No se trata de un error de imprenta. Mientras la deuda nacional aumenta a impulso de los dislates económicos de Obama, en Texas, el estado de la estrella solitaria, se han creado cuatro de cada diez nuevos puestos de trabajo de la Unión.
Buena parte de ese éxito se debe a Rick Perry, el gobernador, un republicano extraordinariamente afecto al Tea Party. La fórmula económica que aplica es de una claridad absoluta y podría resumirse en tres mandamientos.
El primero, mantener los impuestos bajos. Cuando la fiscalidad no es alta, la gente consume más y, sobre todo, invierte más. Que aparezcan los nuevos empleos es cuestión de tiempo.
El segundo es mantener a los sindicatos lo más lejos posible de las empresas. Pues no han creado jamás un solo puesto de trabajo que genere riqueza -pesebres para provecho propio, muchísimos- y se caracterizan por entorpecer tan loable tarea. Someterse a ellos significa condenar al desempleo a un número incalculable de trabajadores.
El tercero es escuchar a los empresarios, quienes crean riqueza y puestos de trabajo. Nunca está de más saber qué piensan y qué necesitan para prosperar. La receta de Perry difícilmente puede ser más sencilla. O más acertada. O más lejana de lo que llevamos haciendo en España desde hace más de tres décadas. Así nos luce el pelo.
Reconozco que lo de José Blanco me ha dejado pazmao, que decía Alfonso Guerra. Según ha declarado ante la justicia un conocido empresario farmacéutico, Blanco aceptaba sobornos para mediar ante ministerios distintos del que ahora rige.
El método, dinero entregado en mano y facturas hinchadas. El pacto para semejante enjuague habría sido un ambiente sacado de la peor película de gangsters. Juzguen ustedes.
El lugar de encuentro habría sido una gasolinera gallega, con los guardaespaldas cerca, dentro del coche y recurriendo a frases hechas como "Si tú te portas bien conmigo, yo me portaré bien contigo".
Tras ponerse de acuerdo, Blanco y el pagador incluso se habrían ido a embaularse un cocido con un grupo de empresarios. Sólo faltaba que el ministro de Fomento hubiera empleado el dialecto siciliano o pronunciado la frase lapidaria en un tono de voz especialmente bajo y parecería una escena de El Padrino IV: Conexión gallega.
Sencillamente, a mi me cuesta mucho creerme esta historia. No lo digo porque me haya parecido alguna vez verosímil la piedad del señor Blanco. En los anales ha quedado cómo se empeñó en hacerse la foto al lado del Papa. Pero yo de un católico que vota a favor de la ampliación del aborto desconfío y, por añadidura, acuerdos con la Santa Sede los han suscrito personajes tan poco recomendables como Hitler o Mussolini y puedo dar fe de haber visto a Franco bajo palio y a Pinochet comulgando. No. El factor católico no me aporta nada a la hora de aceptar la inocencia de Blanco.
En esa dirección me empuja más bien el hecho de que, puesto a robar el dinero de los contribuyentes y a aceptar cohechos, no ha podido ser tan rematadamente tonto. Medios existen para que no se pueda seguir el rastro del dinero, para que no queden pruebas de contacto alguno entre el que da y el que recibe, para que el soborno llegue a cuentas opacas en lugares fiscalmente privilegiados.
Blanco puede no haber acabado primero de Derecho, pero, sinceramente, no puede ser tan memo, tan sonso, tan gilí. Sobre todo, cuando se tiene en cuenta la experiencia del PSOE a la hora de trincar?
30/09/2011 ¿Quién será el próximo?
Lo de Cataluña se está convirtiendo en una pesadilla. Hace apenas un mes, se informaba a los ciudadanos de que no podían contar con determinados servicios -urgencias incluidas- en quirófanos y ambulatorios. Luego vinieron las medicinas.
A los presidentes de los colegios de farmacéuticos se les hizo saber que voluntad de pagarles había, pero que podía ser lo mismo ad calendas graecas que para las Bodas del Cordero.
Con apenas unas horas de distancia, los empleados de la sanidad catalana se enteraron de que volvían a recortarles los emolumentos y de que era mejor que no protestaran porque peor estaban los parados. Hace un par de días les ha tocado el turno a las residencias de ancianos y los centros de acogida para dependientes. El Gobierno catalán no tiene cómo pagar los conciertos suscritos en su día y así lo ha comunicado.
Se ha dicho hasta la saciedad que el nacionalismo catalán -como el vasco- surgió en las sacristías a pesar de sus conexiones históricas con la masonería. Desde luego, en el caso de Pujol o de Maragall la afirmación es verdad como el Evangelio, valga la redundancia. Por todo ello, resulta más sangrante la manera en que ese nacionalismo, tras décadas en el poder, ha decidido ir abandonando a los más débiles de la sociedad para mantener enhiestas sus banderas.
Mantiene una carísima embajada en París, mucho más costosa que la española, no ha hecho el menor ademán por cerrarla y acaba de anunciar el acuerdo con las majors para que se doblen al catalán 25 películas que seguramente no irá a ver ni Joan Tardá.
Las preferencias morales de tan catolicísimo nacionalismo no pueden ser más obvias. La gente puede morir en Cataluña a la espera de una operación o ver pasar las horas muertas hasta que la atiendan en un ambulatorio o pagarse las medicinas de su bolsillo o incluso verse arrojada de una residencia siendo un octogenario. Pero mientras todos se preguntan quién será el próximo en verse arrojado a las tinieblas externas al presupuesto, nadie debería preocuparse:
en Nueva Gales del Sur se siguen subvencionando los cursos de catalán.
23/09/2011 Diez negritos
Entre los recuerdos más agridulces de mi infancia figura uno relacionado con Diez Negritos , la archiconocida novela de Agatha Christie. Tenía yo 12 años y era un ávido lector de las obras de la autora británica.
Acuciado por la noticia de que era el mejor texto de la novelista, llevaba buscándolo meses sin que en ninguno de los kioskos y librerías del colegio a casa y de casa al colegio hubiera podido encontrarlo. Uno de mis compañeros de clase me dijo que lo vendían cerca de su casa. Le di el dinero para que adquiriera la ansiada obra y me dispuse a disfrutar.
Nada sospechaba yo que entonces comenzarían a encadenarse acontecimientos desagradables. Primero, mi supuesto amigo insistió en leer la novela antes de dármela. Luego, decidió no entregármela e incluso negar con bastante descaro que había recibido el dinero. Como el receptor de una hipoteca subprime, me quedé sin el dinero y sin el bien.
Creo recordar que la cuestión se zanjó con mi madre llamando a la suya, decidiendo ambas que "era cosa de críos" y logrando yo la ansiada entrega. Sin embargo, aquel muchacho, al darme el dichoso volumen me dijo con tono vengativo el nombre del asesino. Leí aquellas páginas con interés, pero no podía evitar sentir que el drama carecía de emoción ya que conocía quién era el criminal.
He vuelto a tener esa sensación en las últimas horas, viendo cómo Grecia, primero, y Portugal, después, han caído y se juegan verse fuera del euro sin apenas solución alternativa. Me gustaría pensar que la expulsión a las tinieblas externas no va a llegar para España, que nos lograremos recuperar, que tascaremos el freno a los nacionalistas catalanes y vascos, que quitaremos a nuestro disparatado sistema político todo aquello que le sobra y que nos está hundiendo. Pero no lo consigo.
Como me pasó en aquellos días de infancia, sé que gente de la que nos fiamos no lo merecía en absoluto y también me consta en el fondo quién va a ser el próximo negrito en caer.
Comprendan ustedes que no pueda evitar una profunda tristeza. 16/09/2011 Toxo y la demagogiaComo sabe cualquiera con dos dedos de frente, el dinero público se ha terminado y tenemos una deuda espectacular que no podemos pagar porque nuestra calificación no deja de caer por el dispendio autonómico encabezado por Cataluña.
Ante esto, algunos presidentes han decidido que se impone el recorte presupuestario. Los primeros afeitados han pasado por automóviles oficiales, pesebres varios, lenguas cooficiales -salvo en Cataluña, donde esa cuestión basta para violar la legalidad y debería ser suficiente para suspender la autonomía a tenor del artículo 155 de la Constitución- y liberados sindicales.
Ahí el ejemplo de sensatez lo ha dado el presidente de Baleares, que ha decidido que la inmensa mayoría de los liberados son prescindibles. Naturalmente, los secretarios de los respectivos sindicatos no han tardado en lanzarse al micrófono más cercano y escupir sus protestas.
Como en otras ocasiones, el que ha estado mejor ha sido Toxo , quizá porque Méndez es de lo más lejano a la sintaxis y la prosodia de la clase política. Toxo afirma que la supresión de los liberados sindicales es "demagogia", que representan a la clase trabajadora y que la medida va a provocar el empeoramiento de la vida en las Baleares.
De entrada, los liberados no representan a nadie. Ni el 10 por ciento de los trabajadores está afiliado a sus sindicatos y la vida en Baleares mejorará, y no poco, no teniendo los ciudadanos que mantener a esa gente. Ya se lo indicó a Toxo y a Méndez el presidente de los sindicatos alemanes: "¿Por qué no se mantienen ustedes de sus cuotas y así serán independientes?" Las carcajadas de los secretarios generales de CCOO y UGT debieron escucharse hasta en Sebastopol porque estos nuevos sindicatos verticales lo único que desean es trincar.
Tiene su gracia que hable de demagogia un sindicalista descamisado que veranea en cruceros por el Báltico o en hoteles de superlujo en Madeira y que ha conseguido por medios como mínimo dudosos un ático doble en una urbanización no precisamente obrera. Es como La Pompadour dando consejos sobre cómo conservar la virginidad hasta los 50?
De aquí a fin de año, la Generalidad de Cataluña necesitará unos 11.000 millones para pagar sus absurdas, derrochonas e irresponsables cuentas. Esa caricatura de Mussolini con tupé que gobierna Cataluña no tiene el dinero, y ya ha comenzado la zarabanda para que lo pongamos los odiados opresores españoles.
Mientras suprime servicios sanitarios indispensables -las pancartas que llevaban los manifestantes estaban en español- ha decidido desobedecer la ley y anunciar que no acatará la ejecución de sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña sobre la enseñanza del español.
Estoy convencido de que Mas, con su pasado de pésimo gestor, sus fanfarronadas populistas y su canija ideología política, no hubiera llegado ni a conserje en cualquier nación civilizada. Aquí se permite desafiar la legalidad y encima convierte un acto tan despreciable -como los nacionalistas catalanes que lo han precedido- en un mérito.
La única salida razonable que veo para tanta chulería y expolio de décadas es aplicar el artículo 155 de la Constitución y suprimir la autonomía de Cataluña. Por mucho menos, Tony Blair suspendió varias veces la del Ulster y nadie dudó de su espíritu democrático ni lo expulsó de la Internacional Socialista. Al contrario, alabaron unánimemente su sentido de estado.
El nacionalismo catalán es una peste que ha inficionado nuestra democracia desde Pujol hasta la fecha. La reforma constitucional acordada entre PP y PSOE ha demostrado que no aporta nada a la vida común de los españoles más allá del chantaje, la ilegalidad y el latrocinio envueltos en una insoportable soberbia.Pues bien, suspéndase la autonomía, aplíquense la ley y las sentencias del Tribunal Supremo y verán lo pronto que se sosiegan. ¿Y los 11.000 millones? Ni uno debe salir de otras regiones españolas a esa CCAA que arrastra casi el 30% de la deuda autonómica total. Que vendan sus embajadas en el extranjero y clausuren cursos donde se enseña el dialecto del provenzal que mal hablan hasta alcanzar la cifra. Que ya está bien?
Era yo un adolescente recién caído por la Facultad de Derecho, cuando sonaba a todas horas una canción de María Jiménez titulada Se acabó .
A pesar de que debí de escucharla millares de veces -sin exagerar-, no recuerdo del todo bien la letra. Sí me viene a la mente que en ella, la cantante señalaba que había sufrido mucho, que había pasado por mil y un males, pero que aquella situación no podía continuar. Si mal no recuerdo, la razón última decía: "Ahora ya, mi mundo es otro". A situación paralela, pero mucho peor que la de aquella canción, llegó nuestra economía -y nuestro sistema político- hace tiempo.
Durante décadas, un número creciente de privilegiados arrambló con las imposiciones de las cajas; gastó presupuestos disparatados en autonomías y ayuntamientos; se nutrió -¡y cómo! - de jugosísimas subvenciones; aprovechó imaginarios agravios para llenarse los bolsillos, y ahora ya el mundo es otro.
Lo es porque el dinero se ha terminado, porque la economía ha dado un frenazo del que no sabemos cuándo saldrá y porque en Bruselas nos han tomado la medida y no están por la labor de tolerar lo que sucede al sur de los Pirineos. No sólo allí. La semana pasada en Texas, estuve leyendo una encuesta hecha por una revista especializada en relación con distintos temas de política internacional.
A la pregunta sobre cuál era el mayor peligro para la UE, la mayoría de los encuestados respondía: "España. Es demasiado grande para ser rescatada y puede disparar a Italia".
Endeudados hasta las cejas, con unas dilatadas clases parasitarias que desean seguir siéndolo, y sin perspectivas serias de crecimiento económico, tenemos que recortar gastos de la manera más drástica. La reforma constitucional -alicorta- o los anuncios de ahorro de Cospedal van en la buena dirección, pero, por desgracia, son insuficientes si no se abordan otras medidas.
El mundo en que vivimos es otro, y más vale que nos hagamos a la idea, pasando por alto los cantos de sirena de personajes que defienden el radicalismo de la izquierda más casposa mientras pasan vacaciones de lujo en Madeira o el Báltico. En otras palabras: se acabó.
Lo dice el consejero de Empresa y Empleo de Cataluña, Francesc Xavier Mena: "Más de la mitad de los catalanes que están en paro no tendrá nunca trabajo". En otra cultura -como la japonesa- esa afirmación iría seguida del suicidio ritual del que la ha pronunciado, avergonzado por su inutilidad para enfrentarse con un drama humano de tal magnitud.
En el caso de Cataluña -donde los únicos suicidios políticos han sido cadáveres hallados en extrañas circunstancias para tapar los escándalos del nacionalismo catalán- ni puede ni debe esperarse ese desenlace, pero sí tendría que ser habitual que, tras esa confesión, el señor Mena hubiera presentado la dimisión. No lo ha hecho y, acto seguido, se ha perdido en divagaciones sobre el modelo alemán del que parece saber tanto como un servidor de la lengua de los mogoles.
El resto de sus compañeros de desgobierno ha estado sembrado estos días. Ni un reconocimiento de error, ni un plan coherente, sólo referencias a un mayor trinque del dinero que sale del bolsillo de los españoles. En casos así se ve el verdadero rostro del nacionalismo. En unas décadas, ha logrado que los alumnos catalanes se coloquen a la cola de España -que ya es difícil- gracias a la inmersión lingüística; ha conseguido que Cataluña acumule casi el 30 por ciento de la deuda de las CCAA y ha desplazado a la región del primer lugar para que no deje de perder puestos siquiera porque hay que estar muy trastornado como para invertir por esos pagos.
Al nacionalismo se le ha llenado la boca hablando de Cataluña y de su defensa, pero lleva dejándola como un erial desde tiempo inmemorial. Es más, si no fuera por el dinero del que nos desvalija a los demás españoles, la situación se acercaría peligrosamente a lo miserable. Ésa y la incompetencia absoluta para solventar problemas reales es la verdad.
Tengámoslo bien presente porque el Estado adelantó a Cataluña más dinero del debido en IRPF e IVA y, con toda seguridad, removerá cielo y tierra para no devolverlo.
08/07/2011
Como alemanes
Llevo toda la semana reflexionándolo.
Si no tuviéramos un concierto vasco y otro navarro que permiten a dos de las regiones más prósperas de España pagar menos impuestos por la chapela; si no existiera un voraz nacionalismo catalán que se ha dedicado a encargar informes sobre la concha brillante y las aves esteparias hasta acumular una deuda superior a la portuguesa; si los políticos socialistas no se hubieran empeñado en colocar a sus parientes o dar subvenciones a manos llenas a empresas donde trabajan sus tiernos infantes; si no se desviaran millones y millones a la Memoria Histórica, fundamentalmente, para enriquecer a sindicatos y fundaciones de partidos; si los alcaldes megalómanos no endeudaran a las ciudades; si las entidades financieras no perdonaran las deudas a partidos de sujetos como el bachiller Montilla; si los jefes de chiringuitos como la SGAE no se dedicaran a montar empresas paralelas con una capacidad de absorción de recursos superior a la de la aspiradora más poderosa; si no costeáramos mil y una televisiones locales y políticas; si no tuviéramos que mantener a más de 200.000 liberados sindicales cuya representatividad es nula; si no se hubieran levantado aeropuertos, helipuertos y estaciones ferroviarias que sólo pueden ser deficitarias; si todas esas -y otras- formas de dispendio escandaloso e injustificado no se hubieran prodigado en España durante las últimas décadas... bueno, ¿qué les voy a decir?
El dinero, en lugar de estar en los bolsillos que no debe, se encontraría en los de empresas, familias y particulares que lo habrían utilizado según su real saber y entender impulsando el consumo, el ahorro y el crecimiento. O sea que los españoles -de no ser por tanto chollo, tanto trinque y tanto mangui- podríamos estar a la cabeza de Europa.
Hasta es posible que contáramos con alguna universidad en la lista de las cien primeras del mundo. Todo ello, unido al clima y a los alimentos patrios, habría permitido que los españoles viviéramos como alemanes , pero de los que se van a Mallorca a hincharse de sol y marisco.
01/07/2011 El Lemur
Los antiguos romanos, que era gente acentuadamente práctica, sostenían una serie de creencias peculiares que hoy llamarían la atención de no pocos. Una de ellas era la referida a seres que no habían fallecido totalmente y que seguían vagando por este mundo. Entre ellos, ocupaba un lugar privilegiado un espectro que recibía el nombre de lémur.
Este ente peculiar había muerto ciertamente, pero su maldad y, sobre todo, el deseo de seguir perpetrándola, le impedían enterarse de algo tan elemental.
El resultado era que seguía deambulando fantasmalmente por el mundo de los mortales sin dejar de causar un daño tras otro. En un momento determinado, el grado de destrucción que había ocasionado el lémur llegaba a tal extremo que no quedaba más remedio que intentar acabar con él a cualquier coste antes de que siguiera dejando más destrucción a su paso.
He recordado esa vieja historia escuchando esta semana el Debate sobre el Estado de la Nación. ZP -Zombi Político- es un muerto vivo. Es justo que así sea y lo único que nos queda lamentar es que no haya desaparecido de la escena hace años.
Sin embargo, aquí es donde entra lo más morboso y terrible de la situación y es que ZP se ha convertido en el lémur de la vida política española. Acostumbrado desde hace siete años a causar todo tipo de desaguisados, desde aumentar escandalosamente el número de parados a pactar con ETA pasando por hundir la economía nacional o perseguir a las víctimas del terrorismo, ZP se niega a aceptar que está muerto. Ni una sola reforma, ni una sola medida sensata, ni un solo paso decente anunció ZP.
Tan sólo ejecutó algún guiño a los indignantes y los consabidos ataques al PP y, por supuesto, mantuvo su ansia por tramitar con carácter urgente adefesios jurídicos como la ley de muerte digna, la ley de igualdad o el intento final de sacar a Franco del Valle de los Caídos.
Lo dicho. O alguien quita de en medio a ZP antes de acabar el verano y esta nación comienza a abordar reformas o lo de Grecia va a resultar una excursión de ursulinas comparado con lo que nos espera. ¿Hay algún especialista en cultura clásica que sepa cómo librarse de un lémur?
24/06/2011 ¿Queremos seguir en el euro?
No les voy a contar mis impresiones del viaje que realicé hace una semana a EEUU porque aborrezco deprimir al prójimo. Baste señalar que la idea que al otro lado del Atlántico se tiene de nuestra situación es bastante ajustada y su pronóstico no es halagüeño.
No me sorprende porque, en ocasiones, me asalta la impresión de que buena parte del pueblo español tiene como objetivo básico que nos expulsen del euro .
Viendo a los 30.000 indignantes que marcharon sobre el Congreso el pasado domingo, y excluyendo a los que creen que esto es el inicio de un despertar cósmico en el que participarán los extraterrestres, las conclusiones a las que se llegan eran claras.
Primera, como indicaba el cartel de la convocatoria, la crisis y el capital son una y la misma cosa. Se veía venir, porque una de las que solicitó el permiso es aliada antigua de Batasuna-ETA y ya se descolgó hace años diciendo que la única salida que tiene el planeta es destruir a su enemigo: el capitalismo. Segunda, como gritaban los indignantes, "se va a acabar la paz social" y "huelga general", dos de los disparates más adecuados para alejar a los pocos inversores que aún osen pasar por España.
Tercera, nada de tocar el rígido mercado de trabajo -"conquista social" de los sindicatos de Franco, como todos saben-, con lo que podemos mantener nuestro avanzado ritmo de destrucción de empleo.
Cuarta, oídos sordos al FMI o a la UE, no sea que salvemos a la nación de la quiebra como pasó con el Plan de Estabilización de 1959. Quinta, mantengamos silencio sobre el sistema autonómico. Sexta, creemos la sensación de que cuatro pelagatos haciendo ruido en la calle pueden torcer la voluntad a un Gobierno.
El resultado será rápido e indiscutible. Con una deuda como la de Castilla-La Mancha, superior a la griega, o como la de Cataluña, mayor que la lusa, bastará con que arrojen a los helenos del euro para que España sea la siguiente. Entonces, ¡qué bien lo pasarán las generaciones venideras pagando una deuda de miles de millones de euros en zapateros! El entretenimiento les puede durar hasta bien entrado el siglo XXII.
17/06/2011 El legado de un déspota testarudo
Con el riesgo de la deuda en más de 250 puntos, con Cataluña, que significa un agujero económico mayor que el de Portugal, con sus camaradas quemando y destruyendo documentos como si anduvieran por el Berlín de abril de 1945 y, sobre todo, con mas de cinco millones de desempleados, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ya debería haber dimitido hace mucho tiempo, abriendo así el camino para que alguien intente solucionar todos los desaguisados provocados por su pésima gestión.
Tendría que haber sido así, porque resulta obvio que ZP no tiene la menor voluntad, el menor interés, ni el menor deseo de llevar a cabo una serie de reformas que, no por duras, resultan menos indispensables. Sin embargo, Zapatero ha decidido permanecer en el poder como aciago perro del hortelano por una sencilla razón: la de impulsar una nueva hornada de esas leyes inicuas y disparatadas por las que pasara a la Historia, no precisamente bien.
De entrada, nos va a dejar ese adefesio jurídico que es la Ley de Igualdad, para mayor gloria y provecho de los lobbies feminista y gay. Luego vendrá la Ley de Muerte Digna como apertura de una puerta ancha hacia la eutanasia en los hospitales que pagamos entre todos los contribuyentes, aunque luego las cuentas no le salgan a nadie. Y finalmente, ZP va a dejar establecido el futuro del Valle de los Caídos, un asunto que no le importa un pepino a nadie, salvo a cuatro fanáticos.
Y mientras tanto, España se cae a pedazos ante la amenaza de la quiebra y la intervención cerniéndose sobre nuestras cabezas. Da lo mismo.
Como el desequilibrado de Nerón, Zapatero contempla hoy a España ardiendo en la miseria que él ha provocado y se dedica a entonar odas a su gestión, convencido de que es genial. ¡Pobre necio! Tan sólo es un déspota testarudo.
10/06/2011 225.000
Hay números que tienen un no sé qué. El 12, por ejemplo, se asocia con las tribus de Israel o los apóstoles. Si se menciona el 4, vienen a la cabeza los puntos cardinales o las esquinitas de la cama. El 7 resulta ideal para los magníficos. El 40 me trae a la cabeza -¿por qué será?- al PSOE.
Pero, ¿qué le sugeriría a cualquiera el 225.000 ? De entrada, nada. Pero la cifra es de cuidado. Significa, ni más ni menos, que el número de empresas españolas que se han ido al garete en los últimos tres años como consecuencia de la morosidad de las Administraciones Públicas.
Se dice pronto. De las 450.000 compañías desaparecidas en ese período breve como un suspiro, la mitad de la desgracia debemos atribuírsela a esos políticos que se han gastado nuestro dinero en alegrías, amistades y corruptelas diversas, pero que -¡vaya por Dios!- se han olvidado de pagar las medicinas de hospitales y farmacias, el papel de las oficinas o las bombillas de los colegios. Quizá no debería sorprendernos tanto, porque, a fin de cuentas, ¿qué significa para tan insignes derrochones un pensionista, un enfermo, un anciano o un dependiente? Pues nada o casi nada.
El dinero que sale de nuestros sudores va a parar a las carrozas del día del Orgullo Gay en el municipio de Madrid, a los preservativos de sabores escogidos que costea la Junta de Andalucía, a los liberados sindicales a los que mantienen nuestros impuestos estemos o no afiliados a un sindicato, o a esas fantasmales embajadas que el nacionalismo catalán tiene en el extranjero a pesar de que su déficit es más del doble del que se consiente a otras regiones y de que concentra casi el 30 por ciento de la deuda total de las CCAA.
Puesto que no se puede costear lo necesario y lo nacido del amiguismo de la casta, se ha pagado, sobre todo, esto último y, a lo tonto me lo bailo, las Administraciones Públicas -simplemente pagando con retraso- se han llevado por delante el 13 por ciento del tejido empresarial español y millones de puestos de trabajo. 225.000 no es, pues, una cifra más. Es todo un símbolo de una España que se desmorona desde hace años como consecuencia directa de un sistema de Administración Local que no hubieran sabido diseñar ni nuestros peores enemigos.
02/06/2011 Ay, Portugal, ¿por qué te quiero tanto?
Parece mentira, pero no lo es. A lo tonto, los sucesivos gobiernos nacionalistas han ido acumulando en Cataluña una deuda que convierte a esa región en un territorio económicamente más arruinado que Portugal.
Casi el 30 por ciento de la deuda de las CCAA es catalana. No soy muy amigo de las ucronías, pero tengo que admitir que, ante estos datos, es para preguntarse qué hubiera sido de nosotros si a mediados del siglo XVII, cuando tuvimos que elegir entre defender Cataluña o Portugal, hubiéramos optado por lo segundo.
La permanencia de Portugal en España siempre habría sido más rentable que la de Cataluña. Nos habría ayudado a mantener el imperio de ultramar por más tiempo, y habría impedido una devastadora guerra como la de 1808, siquiera porque nunca se habría autorizado el paso de tropas francesas para invadir Portugal.
Por añadidura, el país vecino, a diferencia de Cataluña, nunca nos hubiera impuesto un régimen oligárquico de aranceles que machacara nuestras exportaciones para que la industria textil catalana nos vendiera prendas de dudosa calidad a un precio mucho mayor que el de las fábricas inglesas.
Puestos a elegir Portugal o Cataluña, debimos optar por la primera. La historia de Cataluña suele ser la de una población adocenada y pasiva que padece las locuras de una minoría de iluminados que se ven arrastrados por las terribles consecuencias de sus actos egoístas y estúpidos. Llegados a ese punto, aterrados ante la perspectiva de perder todo, lo mismo piden a Felipe IV que los reciba como fieles súbditos que visitan a Franco para que les ayude a recuperar la fabriqueta.
Ahora todo se repite, y con ese desprecio por la ley que caracteriza a las oligarquías catalanas nos siguen endeudando a todos con la amenaza de la independencia. ¿Amenaza? ¡Es la buena nueva! ¿A qué esperan para independizarse y librarnos de una deuda como la que han arrojado sobre nuestras espaldas? Ya lo dice la canción: "Ay, Portugal, ¿por qué te quiero tanto?".
27/05/2011 Vete, por favor.
De mi adolescencia recuerdo la canción de Matt Monro Vete, por favor. El cantante británico repasaba, con cierta caballerosidad, todo hay que decirlo, una relación amorosa y concluía pidiendo a la que había sido su amada que se marchara? por favor.
Guste o no, esa es la misma situación en la que se encuentran España y el PSOE en relación con ZP. La primera, desde luego, ha sufrido lo indecible por su gestión, que se traduce, entre otras circunstancias, en la aniquilación del orden constitucional gracias al Estatuto de Cataluña, en la presencia de ETA en las instituciones, en el desplome de nuestra economía y en más de cinco millones de parados. Todo eso se vio venir desde el principio, por mucho corifeo pro-ZP que poblara las tertulias televisivas negándolo.
En el caso del PSOE, el daño derivado de la presencia de ZP ha tardado más en ponerse de manifiesto. Por un lado, el partido socialista se mantenía mal que bien en sus feudos históricos; por otro, los más diversos inútiles procedentes de las zahurdas de los lobbies gay y feminista habían llegado a escalar puestos que sólo podían ser usados a mayor gloria del caudillo.
Pero entonces llegó el 22-M y el PSOE ha conservado apenas unos jirones de lo que fue un extraordinario poder territorial. Más allá de la diputación de Ciudad Real, el ayuntamiento de Cuenca y Extremadura, casi todo es páramo y, como no podía ser menos, en el PSOE han salido a relucir las navajas porque, quien más quien menos, nadie está dispuesto a jugarse el futuro para que Leire Pajín o José Blanco sigan siendo ministros unos meses más.
La verdad es que hemos llegado al final del camino, y ni España ni el PSOE se pueden permitir soportar a ZP un minuto más a menos que asuman nuevos y peores desastres procedentes de su cejuda persona.
Que lo que diga España le importa una higa al presidente es cosa sabida, pero el PSOE es otro cantar. Por eso, los camaradas deben decirle: "José Luis, vete , por favor", o atenerse a un futuro político comparado con el cual la travesía del desierto de la derecha española tras UCD sería una excursión de ursulinas.
20/05/2011 ¡Pobre mujer!
Creo que alguna vez les he hablado de la esposa de un amigo mío que padece serios problemas de salud. La causa de su desgracia reside en el alcoholismo. Por razones que no vienen al caso, comenzó a beber con desmesura cuando era joven y esa circunstancia minó su salud, su vida y la existencia de su familia.
Hace un par de años, visto que podía acabar muerta en cualquier momento o por una cirrosis o por un cáncer de hígado, la esposa de mi amigo se planteó seriamente dejar de beber. No llevó a cabo sus propósitos, pero, al menos, detectó dónde estaba el mal y cada vez se le fue haciendo más difícil beber al mismo ritmo.
Todo parecía ir en la buena dirección hasta que este fin de semana un grupo de amigos se le plantó enfrente de casa instándola a bajar a tomarse unas copichuelas con ellos. Los argumentos que alegaban eran triviales a la par que insistentes: "el alcohol alegra la vida", "para cuatro días que vamos a vivir, lo menos que podemos hacer es disfrutarlos", "al que no le gusta el vino es un animal o no tiene un real", etc., etc., etc.
En algún momento, de manera tímida, la mujer de mi amigo intentaba aducir que era precisamente el alcohol el que le había llevado hasta donde se encontraba, pero, inmediatamente, los visitantes le instaban a pasar por alto ese razonamiento insistiendo en que "beber es salud".
Dirán ustedes que la mujer de mi amigo es tonta de capirote y que sus relaciones sociales o son unos criminales o unos descerebrados. Quizá. Pero ese espectáculo - ampliado por miles - es el mismo que llevamos viendo hace días en la Puerta del Sol.
La izquierda ha aniquilado de manera pavorosa el empleo, la riqueza, la educación y el futuro de millones de personas en España. ¡En protesta frente a esa realidad, la gente se concentra pidiendo aún más medidas de izquierda, presidenta de la única CCAA que crea empleo! y atacando a Esperanza Aguirre
No digo que no haya buena fe en todo esto, e incluso las mejores intenciones, pero difícilmente se puede actuar de forma más necia y peligrosa. Tanto como aquellos que para curar a la alcohólica esposa de mi amigo la invitan a beber más vino.
20/05/2011 ¿Hay motivo?, ¡Vaya si lo hay!
No hay que dejarse llevar por calentones ideológicos que, por cierto, llegan con unos años de retraso
ESTIMO sobremanera el esfuerzo por cambiar la realidad, siempre imperfecta, siempre incompleta, de los hombres y mujeres concentrados en diversas plazas españolas al grito de «Democracia Real ya». Me temo que el grueso de las reivindicaciones sobrepasa, con mucho, a la racionalidad de las soluciones que aportan y que por ello sea difícil trasladar una sensación de seguridad en el futuro a quienes padecen los problemas que denuncian. Sustituir el «sistema» mediante proclamas urgentes y un tanto indefinidas no conlleva la generación de ilusiones revolucionarias más allá de los calentones asamblearios, pero convengamos que es un buen punto de partida para debates posteriores a realizar desde la serenidad. Listas abiertas, circunscripción única, separación de los poderes del Estado, elección directa de alcaldes, eliminación de candidatos inmersos en procesos de corrupción, etcétera, son ideas que pueden abrazar unos y otros, pero nos engañaríamos si creyéramos que sólo fines de tanta altura política son los que se manejan en el fondo del ideario agitador. Cambiar el sistema suele comportar su sustitución por otro y nos faltan garantías de que ese nuevo modelo fuera a traer más libertad y más justicia. La experiencia enseña que estatalizar libertades esenciales no siempre supone aumentar la libertad de los individuos.
D Pero no iba a eso. El empeño de algunos entusiastas izquierdistas —de la célebre «izquierda caviar»— por denunciar las pérfidas políticas de los gobiernos de la derecha española gobernante hasta 2004, se tradujo en una sucesión fílmica de dudoso talento titulada «Hay Motivo» en la que sus autores se lamentaban de lo que, según su criterio, era un
periodo negro de la política española. Había motivo entonces para elevar el grito de la rebelión, pero sin embargo ahora, con cinco millones de parados, una economía estancada, una generación de jóvenes descontada para el trabajo, un futuro espeso y una atonía general en todos los procesos de creación, ninguno de los exquisitos rebeldes de antaño ha querido sumar su voz en forma documental a quienes lamentan el colapso y anquilosamiento del sistema político español. Como si ahora no hubiera motivo para elaborar sus panfletos, en pocas palabras. Adolecen de la misma falta de puntería de muchos de los acampados, que, pudiendo dirigir sus iras a quien gobierna, prefieren mezclar a unos y otros en el engrudo intragable de «El Sistema», sin aportar, de momento, grandes ideas originales más allá de querer trabajo para todos, vivienda para todos y sanidad para todos. Cosa que, por lo que tengo entendido, queremos todos. No digo con ello que, antes o después, no surjan propuestas dignas de tener en cuenta, alejadas de los tópicos y ciertamente revolucionarias, digo que este que teclea aún no las ha escuchado. De la superficialidad, es evidente, se puede ir pasando a la profundidad, razón por la cual habrá que estar atento por si podemos estar a las puertas de una regeneración democrática en nuestro país; pero para ello no hay que dejarse llevar por calentones ideológicos que, por cierto, llegan con unos años de retraso. Al menos en el caso de los jóvenes y no tan jóvenes de estas concentraciones ha llegado el deseo de sacudirse modorras y reivindicar otro mundo más justo; en el caso de los cineastas sobreactuados del 2004 no se ha producido ese milagro rejuvenecedor. No sé en qué cueva están ocultos dudando en si sumarse o no a las revueltas, temiendo que si asoman su santa faz alguien acabe depilándoles las cejas, pero seguro que sí están lamentando haberse despertado tarde de la siesta. ¿Hay motivo?: ¡vaya si lo hay!
15/05/2011 Esas puñeteras ruedas de prensa
Los periodistas somos tipos raros, un tanto ensoberbecidos, poco solidarios entre nosotros, excesivamente dados a la rivalidad y particularmente partidistas. Digamos que tenemos poca tendencia a la asepsia y a la higiene más elemental a la hora de informar. Y que, con excepciones, somos fácilmente influibles. Dicho lo cual, nada de lo anterior justifica que nos tengamos que tragar sapos como la pretensión política de utilizar nuestro trabajo como un mero instrumento de correo. De las ruedas de prensa sin preguntas hablo, pero también de otras cosas.
Las asociaciones de prensa federadas en la FAPE han presentado un manifiesto contra las ruedas de prensa sin preguntas y han instado a los medios a boicotear los actos en los que el convocante no admita preguntas. Recordemos que una rueda de prensa la convoca quien quiere emitir una opinión o dar una noticia, no la convoca la prensa con una pistola en el pecho de quien es objeto de información. No es de recibo que se quiera, sin disimulos, utilizar a la prensa como mero altavoz; lo razonable sería que los convocantes contratasen publicidad y consiguieran así que se conociese su mensaje, pero no que pretendan reducir el trabajo del periodista al de vocero. Los medios de comunicación, con sus defectos o sus excesos, intermedian entre la sociedad civil y los diferentes tipos de poder, más o menos institucionalizados, y tratan de conseguir que aquellos representantes políticos con responsabilidades en la gestión de asuntos públicos -o con pretensiones de tenerlas- contesten a preguntas sobre cosas de las que no quieren hablar. Uno puede emitir, de vez en cuando, si la gravedad de un asunto lo aconseja, una declaración institucional, pero no hacer de cualquier chorrada algo «institucional», al igual que no se puede tragar con las informaciones que los aparatos de propaganda de los partidos ofrecen como producto final, enlatado por ellos como si fuera una pieza confeccionada por la redacción de un medio cualquiera.
Por otra parte, los dos grandes partidos pactaron un atraco en forma de ley según la cual las televisiones públicas y privadas debían ofrecer información, cronómetro en mano, de forma equiparable a la representación parlamentaria de cada bloque. Es decir, no existía libertad de información al alcance de los periodistas. Puede entenderse en televisiones públicas, pero era y es un absurdo en las privadas, a las que se les pretende privar de la más elemental de las libertades, la de criterio. De tamaño despropósito se ha querido desmarcar el Partido Popular, pero eso no evita que lo suscribiera entusiasmado: si uno dice que no va a reclamar minutaje a las televisiones privadas, lo mejor que puede hacer es no pactar una ley que lo impone. Ya solo nos falta a los periodistas tener que informar con una báscula de pesaje.
Políticos y periodistas mantienen, desde siempre, una complicada relación en la que hay que buscar permanentemente nuevos equilibrios. Ambos colectivos se necesitan y, a la vez, tienen objetivos no coincidentes, pero pretender usar la fuerza de la ley y de determinadas costumbres para imponer su propaganda es un exceso a todas luces denunciable. Afortunadamente se incuba un atisbo de rebeldía y por parte de la, a veces, indecisa profesión periodística. Lo mejor que pueden hacer los que asisten a una «rueda de prensa» sin preguntas es levantarse y dejar al pimpollo en soledad para que la próxima vez que se convoque a los medios sepa a lo que atenerse. No obstante, hay visiones más matizadas: como bien señala el maestro Víctor de la Serna, coincidiendo con el Día Mundial de la Libertad de Prensa, esas ruedas parecen más de molino que de otra cosa, aunque a veces no haya más remedio que cubrirlas para no evitarle información a los lectores, oyentes y espectadores.
Servidor, en cualquier caso, subscribe el Manifiesto contra las ruedas de prensa sin preguntas. Que progrese.
Hace un año, España quebró. La política económica de Zapatero, de los sindicatos y de los aliados nacionalistas nos había arrastrado al desastre. Por la inmensa misericordia del Altísimo y el interés de la banca alemana en que le devolvamos los créditos que le debemos, un puñado de manos nos sujetó cuando estábamos despeñándonos por el abismo.
ZP recibió el mensaje de que debía hacer reformas, porque ni la UE ni EEUU ni China nos sujetarían indefinidamente.
La reacción del presidente fue la propia de su incompetencia. Realizó unos recortes salvajes en los ingresos de los más débiles -pensionistas, dependientes?- y no movió un dedo para llevar a cabo las reformas indispensables que nos eviten una repetición, esta vez sin salida, de lo que sucedió en mayo de 2010.
Estamos en período electoral, y el PSOE -maestro de la agitación y la propaganda- niega su terrible responsabilidad en la desgracia que vivimos, niega que haya realizado los recortes más brutales -e injustos- de nuestra Historia contemporánea y niega que no ha hecho nada para evitar la catástrofe que se avecina. Para remate, los socialistas apoyados en sus terminales mediáticas, culpan de la situación al PP, incluso a Montoro, de cuya existencia pocos se acordaban a estas alturas.
Engañarán a muchos, porque desean ser engañados, pero al norte de los Pirineos nadie les cree y, por ejemplo, la prensa y las instituciones británicas no han dudado a calificar de "charlatán" a Blanco.
Un año después, es más imperativo hacer los recortes necesarios: el del Estado de las autonomías, que mantiene embajadas de Cataluña o multiplica los EREs andaluces; las subvenciones a los sindicatos y a la CEOE; el de los pesebres para los titiricejas; el de los impuestos que aniquilan el sistema productivo español; el de las empresas públicas cuya existencia carece de justificación alguna; el de los millares de asesores empotrados en la administración; el del déficit salvaje que caracteriza la gestión de Gallardón.
O se hacen esos recortes ya o será nuestro bienestar,
nuestro presente y nuestro futuro los que sufran auténticos recortes.RODRÍGUEZ Zapatero tiene todo el derecho a irritarse ante la escasa comprensión que inspira a los ciudadanos, incluidos sus propios votantes, pero no conviene que les insulte. Llamar bellacos a los mismos a los que les has recortado el sueldo o congelado la pensión no parece lo más aconsejable a las puertas de una convocatoria electoral en la que nadie da un duro por ti y en la que tus propios candidatos le han puesto velas a todos los santos para que ni siquiera te acerques a tomar café. Ya sabemos que eso no lo ha dicho por los funcionarios ni por los pensionistas, lo ha dicho por Rajoy, pero bramando frases como esa corres el peligro de que algún afectado por tus recortes lo tome como algo personal, y entonces la jodimos, con perdón. Tal vez sea consecuencia de la cierta desorientación que vive un presidente y un partido que ven venir una tunda de escándalo y que no aciertan con la clave para evitarla. Afortunadamente para él, dejó de asistir al cónclave de presidentes progres y evitó volver a hacerse una foto con el pobre de Papandreu, que parece un alma en pena y con el que hubiese formado una pareja de traca para cualquier portada; a cambio ha querido vender una cierta presión sobre los agentes sociales al objeto de acelerar la reforma de la negociación colectiva, pero poco o nada de lo que haga parece reportarle un beneficio satisfactorio al presidente que pende de un hilo caprichoso del PNV, por el cual tiene que presionar y convencer a los, de por sí bizcochables, magistrados del Constitucional. La sentencia que tanto dice respetar el PSOE tiene efecto un tanto corrosivo para sus intereses, aunque le garantice estabilidad parlamentaria (ya saben que los socialistas respetan las sentencias a días alternos: acuérdense de la que montó Montilla cuando el TC recortó algunos aspectos del Estatut; si eso es respetar una sentencia, yo soy La Chelito).
Las declaraciones estupefacientes de Pascual Sala, presidente acomodaticio del Tribunal, tampoco suponen un respiro para la campaña socialista y la actitud confusa y cambiante del PSC, según se vote en Senado o en Congreso, acerca del famoso fondo que le reclama Artur Mas al Gobierno para luchar contra el déficit tampoco ayudan a mantener el feudo símbolo de los socialistas: la ciudad de Barcelona, que podría pasar a gobernarla el independentista Trías en lugar de un Hereu que se lamenta del ciclo que le ha tocado vivir y del paño que le ha tocado vender. A ZP en Cataluña no le quieren ni ver y a Carmen Chacón tampoco y, por si fuera poco, la gentuza de Bildu no va a agradecer el esfuerzo disimulado por colocarles en las instituciones y va a provocar cuanta mayor tensión mejor. Si además aparecen cada dos por tres estudios o predicciones que aseguran que el crecimiento económico es un sueño vago, que la prima de riesgo aumenta, que la deuda engorda y que el paro se mantiene, ya sólo faltaba ZP diciéndonos que es el campeón de las políticas sociales y que el que no lo crea es un bellaco.
Con todo ello y a la vista del jardazo hay que preguntarse algo de forma muy seria: ¿Qué estará barruntando Rubalcaba para darle la vuelta a la tendencia? ¿Tendrá en mente algún truco para la noche electoral. Permanezcan atentos a la pantalla que éstos no se andan con chiquitas: acuérdense de la jornada de reflexión del 2004.
01/05/2011 Jandrín, o cuando hasta el diablo hace relojes
Jandrín Morán pudo ser, perfectamente, el chaval más malo del mundo. Pendenciero, chulo, golfante y embustero, era capaz de crear problemas donde nunca podría haberlos e incapaz de solucionar los muchos que se creaban a su paso. Estudiante imposible, dedicaba el tiempo en las aulas a pergeñar cómo complicarle la vida a sus compañeros y cómo gastársela a su profesor, posiblemente el hombre más paciente del planeta. Después de un largo historial de suspensos y tropelías varias, la gota que colmó el vaso de los Maristas de León ocurrió la mañana en la que Jandrín tuvo la idea de freír un huevo en un infiernillo al que le acopló una sartén con aceite en plena clase de matemáticas. Lo iba haciendo con mucho disimulo hasta que el ruido del huevo al caer en el aceite caliente alertó al profesor, el cual, asombrado ante la audacia, escuchó como toda explicación: «No se preocupe, don Fulano, que lo estoy friendo para usted». Jandrín fue expulsado a mediados de octubre del colegio mediante una carta que daba cuenta a su familia de las hazañas del prenda. La carta, hábilmente interceptada por Jandrín, nunca llegó a las manos de su paciente padre, relojero de profesión y uno de los hombres más queridos y respetados de la ciudad, ni a las de su encantadora madre, catedrática de Veterinaria de la Universidad; antes bien, el terremoto leonés se hizo con un sello del colegio mediante el cual falsificaba cartas en las que se detallaban los pagos mensuales o las excelencias del muchacho o las excursiones planeadas para algunos fines de semana totalmente ficticias. Mediante lo que los padres le daban para pagar las supuestas excursiones y merced al dinero del pago de los recibos que Jandrín falseaba, disponía de un dinerito nada desdeñable con el que entretenerse todas las mañanas en las que fingía que salía en dirección al colegio, pero en las que, en realidad, perfeccionaba su técnica, ya de por sí depurada, con el futbolín o los diferentes tipos de billar. Se hizo con un viejo R-8 que conducía, por supuesto, sin carné y en el que iba de aquí para allá manejando sin tener siquiera los dieciocho años (una de sus proezas fue bajar Pajares sin frenos). El R-8 murió una noche en la que se llevó a su novia a Madrid con la idea de volver antes de las nueve de la mañana, pero reventó en la Castellana y hubo de ingeniárselas para volver en taxi y meterse en la cama antes de que descubrieran su ausencia, cosa que no consiguió, evidentemente. Sí consiguió disimular el asunto escolar y darse la vida padre hasta el mes de febrero, fecha en la que su hermana Rosa se percató del montaje y fue con la historia a su padre y a su abuelo, los cuales montaron en cólera, pillaron a Jandrín por banda y le dieron una tunda de aúpa. Una vez sacudido, se prestaron a llevarlo a la comisaría de Policía, donde denunciarlo ante las autoridades para que estas actuasen debidamente, pero quiso la casualidad que aquella tarde sucediese algo que aconsejó no moverse demasiado de casa y menos en asuntos de orden público: era el 23 de febrero de 1981 y se acababa de poner en marcha un golpe de Estado. Jandrín asegura que él le debe a Tejero y compañía ser hoy un hombre de provecho.
Tras aquella aciaga tarde, padre e hijo convinieron que lo mejor sería que el uno le enseñara el oficio al otro y que este hiciese lo posible por obtener el graduado escolar. El milagro se produjo y el terremoto incontrolable aprendió el trabajo en el que hay que mostrar más maña y paciencia de todos. Algo le hizo cambiar y convertirse en un tipo formal. Sigue siendo amante de la fiesta (no hay quien lo case con su novia de estos últimos quince años), cuarentón, brutote y cierrabares, pero amigo de sus amigos, trabajador, noble como las maderas antiguas y poseedor de la más difícil de las suertes: una gracia natural a prueba de todo malaje. Su destreza es tanta que resulta capaz hasta de arreglar los relojes de imitación que sus amigos compran en China o en Nueva York y hacer que funcionen sin problema para los restos, lo cual ya es decir mucho.
Ello demuestra que, en este mundo nuestro, hasta el demonio hace relojes. Si quieren conocerlo, busquen por León.
29/04/2011 Cajas ... ¿de quién?
Se acaban de publicar las cifras de los préstamos que las cajas de ahorros han concedido a los partidos políticos y los datos son elocuentes. Estamos en crisis, pero los créditos concedidos a los partidos -los mismos que se niegan a los particulares- han aumentado un 8%, hasta superar los 85 millones.
Peor es el modo en que se ha repartido semejante chorro de dinero. Un tercio ha ido al PSOE, que, por añadidura, ha logrado que en los tres últimos años le hayan subido la ración más de un 17%. El dato es grave, pero fácil de imaginar. El siguiente es más inquietante. El segundo deudor de las cajas es CiU.
Se trata de una coalición que se presenta sólo en una región, que ni es la más poblada ni la que más produce, pero ahí la tienen ustedes, chupando del dinero de todos como la sanguijuela más voraz. Luego va Iniciativa per Catalunya, peculiar mezcla de comunismo, ecologismo y nacionalismo catalán que, al parecer, ha sumado cualquier proclividad de gasto derivada de las tres tendencias. Le sigue IU -arriba créditos de la tierra- y, por último, el PP.
De entre las cajas, la más pródiga al conceder créditos a los partidos y, en especial, al PSOE es La Caixa -que se sepa, 46 millones- aunque, en general, las cajas catalanas (algunas en abierta quiebra) demuestran una comprensión a la hora de entregar a los políticos el dinero de todos que pone los pelos como escarpias.
Son las peores, sin duda, pero no las únicas. Por ejemplo, Cajastur, Caja Extremadura y Caja Cantabria sólo han concedido préstamos a PSOE e IU. Desde 2007, la financiación que estas tres entidades otorgaron al PSOE creció un 24%.
En fin, me he puesto a pensar en las empresas que quiebran porque no se les renueva un crédito, en la gente que se va a la calle porque no reciben un euro, en la manera en que semejante prodigalidad la recompensan las autoridades competentes (es un decir), y en lo que nos ha costado hasta ahora a los contribuyentes cubrir los agujeros de las cajas, y -no quiero ocultarlo- llevo horas llorando como la Magdalena penitente.
15/04/2011 Los rancios republicanos
La República española, la Segunda, proclamó a las pocas horas de nacer su propio epitafio de intransigencia
AYER, 14 de abril, los nostálgicos de la época menos merecedora de evocación de la Historia de España, vivieron un día a caballo entre la melancolía y la impotencia. Ayer, ochenta aniversario de la proclamación de la Segunda República española, un puñado de individuos con el reloj retrasado recordó, festiva y reivindicativamente, el día en el que la España agotada del primer tercio del siglo XX se lanzó a la calle a proclamar una fallida experiencia política víctima de todo tipo de extremismos. La República en España va ligada, invariablemente, a la intransigencia, al sectarismo, a la violencia y al desvarío. Todo ello dicho con perdón. La Primera fue un sainete cómico en el que sucumbieron hombres de probada calidad como Figueras o Salmerón y la Segunda se convirtió en un infierno en el que perecieron nombres que en cualquier momento de la historia de este viejo país hubieran brindado páginas estimables para el devenir comunitario. Hoy en día, qué decir, abjurar de un periodo especialmente cainita de nuestro acontecer colectivo es merecedor de las miradas más sospechosas y de las consideraciones más sectarias por parte de los guardianes de la corrección política española. Parece como si abjurar de algo que enfrentó, violentó y masacró a españoles de diferente signo sea un pecado capital, pero el republicanismo, tan respetable por otra parte, comporta en España una alienación difícil de comprender en parámetros actuales: inevitablemente, todo republicano tiende a equiparar el periodo entre los años treinta y uno y treinta y seis a una suerte de Nirvana en cuyo seno se produjo el progreso deseable para cualquier nación. La República española, la Segunda, proclamó a las pocas horas de nacer su propio epitafio de intransigencia, su sectarismo incontrolable y, lamentablemente, su debilidad inevitable ante los extremismos que la sometieron desde el primer momento: no la dejaron vivir precisamente aquellos que resultan ser los padres de quienes hoy más la reivindican. Es muy progre ser republicano y pasear con la bandera tricolor por los diferentes espacios de manifestación política de España, sea para reivindicar el nuevo curso de un río o el replanteamiento de la política autonómica, pero no deja de ser un anacronismo histórico volver cromáticamente a un tiempo en el que ser español resultaba dolorosamente complicado. La Segunda República no pasó de ser un tiempo en el que unos españoles engrasaron la ira contra los contrarios y pusieron en marcha los más siniestros mecanismos de laminación incendiaria. Aquellos que hoy más la reivindican pertenecen ideológicamente a los grupos que de forma más contundente la hicieron inviable, se levantaron contra ella o, directamente, la reventaron desde dentro. Reivindicar hoy, metidos de lleno en el siglo XXI, un período de sangre y fuego, convulso, vengador, irascible, intolerante e improductivo, no es más que mostrar la impotencia de quien no ha sabido digerir la historia propia. Poco servicio se hace a la colectividad moderna de España por parte de aquellos que hoy lloran, como si les fuese algo en ello, la desaparición de un infierno pasajero que dejó, principalmente, enfrentamiento y pendencias entre hermanos y compatriotas.
La Monarquía constitucional ha aportado grandes servicios a la convivencia. Andarse a estas alturas con ensoñaciones absurdas es ser, inevitablemente, un rancio sin futuro.
15/04/2011 Tipos de interés
El Tratado de Versalles que selló la I Guerra Mundial fue un atropello. El francés Clemenceau había dicho aquella de le boche paiera tout (el germanata pagará todo) y se empeñó en ponerlo en práctica con verdadero sadismo.
De ese modo, con esa mezcla de depredación y miopía que caracteriza la diplomacia gala, sembró las semillas de la crisis económica alemana de inicio de los años 30 -miel sobre hojuelas para el nacionalismo francés-, una inflación galopante y las condiciones ideales para que Alemania cayera en manos de comunistas o nacional-socialistas.
De aquellos años, los germanos conservan pánico a la inflación. Lógico, pues se llegó a pagar un millón de marcos por un paquete de cigarrillos y a que la moneda ya no se contara, sino que se pesara. Esa circunstancia explica la última subida de los tipos de interés por decisión de la UE, ya que Alemania, mande Merkel o el tío Hans, no está por la labor de permitir otra espiral inflacionista.
En España, por desgracia, de siempre las cosas se ven de otra manera. Cuando en 1958, Ullastres se reunió con Franco para comentarle que la situación económica era un desastre y que la gente pasaba apuros angustiosos, el general preguntó asombrado si no habían servido de nada las subidas de sueldos impulsadas por el camisa vieja Girón.
Ullastres tuvo que explicar a Franco que semejante medida -socialista como todas las de la Falange- para lo único que había servido era para disparar la inflación. No es seguro que Franco se enterara del todo de lo que Ullastres le dijo, pero zanjó la entrevista con un haga lo que tenga que hacer y hágalo pronto, que fue la luz verde para el Plan de Estabilización.
Ahora parece que hemos vuelto al punto de partida con estos nuevos socialistas -no pocos de ellos procedentes del Movimiento- que no tuvieron en cuenta ni el gasto público ni la inflación ni nada que recordara lejanamente a la sensatez económica.
Dada su política, la subida de los tipos es fatal para quienes pagan hipoteca y contraerá el consumo y la creación de empleo. No es una medida agradable, pero evitará la inflación, que -de verdad- sería mucho peor.
Cuando el demonio no tiene qué hacer, con el rabo espanta las moscas. (Sentencia popular).
Bastaría una simple contabilización del número de páginas que se publican en España conteniendo normas con rango de Ley para llegar a una conclusión elemental: estamos ante una superproducción legislativa de tal tamaño que no puede conducir sino a la confusión generalizada y a la contradicción entre unas y otras normas. Una diarrea legislativa que nos puede llevar a la tumba por deshidratación.
Pero qué van a hacer 17 parlamentos, sino leyes. A pesar de ello, habrá de ponerse coto o nos iremos por la pata abajo. Con el solo fin de ilustrar lo anterior me referiré a dos leyes (Cortes valencianas y Asamblea extremeña) sobre la llamada Responsabilidad Social Empresarial (RSE), concepto en torno al cual la ONU, la OIT, la OCDE, la Unión Europea? han propuesto numerosas recomendaciones, pero nunca que se transformaran en leyes, y menos autonómicas.
Pero en España abundan los ilusos que piensan que cada problema se soluciona mediante una ley y por esa senda han transitado los diputados de Valencia y de Extremadura. En Valencia -más modestos- las empresas elogiadas sólo obtendrán el beneficio de poder exhibir esa mención, pero en Extremadura podrán obtener subvenciones y contrataciones de la Junta, amén de beneficios fiscales.
El profesor Francisco Marcos ha señalado que "en Extremadura las certificaciones de empresa socialmente responsable se darán tras considerar casi 50 elementos configuradores, la mayoría de ellos vacuos, y también alguno divertido: la participación e interactuación (sic) en redes sociales, la transparencia de las políticas salariales y la equidad en su aplicación, el establecimiento de criterios éticos para la selección de proveedores y subcontratistas y el diálogo con sus grupos de interés sobre su política de mercado".
Vamos: "la gallina". Y todo ello adobado con un procedimiento burocrático de certificación y registro. Sencillamente, un disparate.
08/04/2011 Trichet y lo que nos espera
Todos los anuncios de recuperación, brotes verdes, síntomas de esperanza y demás zarandajas son una pura filfa
Trichet no piensa en ZP ni en los parados españoles cuando toma decisiones. Trichet es el capo del Banco Central Europeo y decide cuánto vale el dinero. Y acaba de decidir que hay que subir el precio porque hay países que crecen y su economía puede recalentarse en exceso. Trichet no piensa sólo en los parados españoles; piensa, especialmente, en los ocupados alemanes que consumen acorde a sus ingresos y que suben el precio de las cosas. Si hay más demanda, las cosas se encarecen.
¿Qué significa eso?: pregúnteselo a su bancario. Un país hipotecado como el español, endeudado hasta la coronilla, va a pagar más por sus créditos personales o hipotecarios. Si usted debe soltar cada mes ochocientos euros, puede que deba añadir treinta o cuarenta más a la factura, lo que añadido a la subida del IVA, a la subida de la factura energética, a la subida de los alimentos, a la puñetera gasolina y al hijo parado que tiene en casa, hace que el mes sea insoportable. Y encima le dicen que usted no consume; ¿pero cómo va a comprarse cualquier cosa más que lo esencial con el desglose de las cuentas que acabamos de hacer? Qué decir, además, si es funcionario y le han rebajado el sueldo, o si se lo han congelado como pensionista o si se lo ha ajustado voluntariamente con su empresa con tal de no perder el empleo. La economía española, tan castiza y tan cañí, es dependiente hasta la nausea del consumo interno. Exportamos menos que otros vecinos y dependemos mucho de lo que nosotros mismos gastamos en nuestras cosas y de lo que los turistas que nos visitan gastan cuando vienen de paseo a esta admirable y hermosa España de las cosas. Vender, lo que se dice vender, vendemos, pero infinitamente menos que países que viven de la competitividad de sus empresas: franceses, italianos y alemanes llenan el mundo de estupendos artilugios industriales y manufacturados, con lo que sus economías crecen a pesar de la que está cayendo. Nosotros no; nosotros tenemos más problemas porque lo que hemos vendido durante muchos años, principalmente, ha sido sol y moscas. Magníficos, por otra parte, pero de poca confección competitiva. El sector exportador está aliviando un tanto las cuentas de nuestro maltrecho PIB y a él hemos de agradecerle no estar metidos en el hoyo cabeza abajo; pero en el hoyo estamos, qué decir, aunque aún podamos respirar sacando de vez en cuando la cabeza del fango. Con ese panorama tiene que lidiar Zapatero en su tiempo de prórroga más allá de las inclemencias políticas que le sucedan a su partido. La economía no va a crecer en cifras relevantes y no se va a crear más empleo que el meramente estacional, o sea, el de los camareros de este verano, con lo que el consumo no se va a excitar y la recaudación va a ser menor, lo cual, sumado a la mayor cantidad de subsidio de desempleo que habrá que desembolsar, pone a las cuentas públicas al borde del hipo.
08/04/2011 César Vidal: No, Mariano, no
Piensa uno ingenuamente que hay atrocidades que no puede cometer la casta política que padecemos, y la realidad es que siempre se les acaba ocurriendo algo a sus miembros para sacarnos de tal error. La última -de antología- procede de Mariano Rajoy.
Mucho propalan los corifeos del PP -alguno tan cretino como para insistir en que Rajoy tiene un dominio magistral de los tiempos, como si fuera el dios Cronos- que las encuestas anuncian su mayoría absoluta, pero esta semana Rajoy decidió que en su agenda había lugar para darse un garbeo por Cataluña.
No vaya a creer nadie que advirtió de que determinadas situaciones -por ejemplo, el expolio continuado de España por los nacionalistas catalanes o la persecución del español- no pueden perdurar. ¡Quiá! Don Mariano fue a congraciarse con el mismísimo sector político que no sólo ha arruinado a Cataluña, sino que, además, constituye una amenaza para el orden constitucional y el bienestar del resto de España desde hace décadas. Y lo grave no es que intentara conseguir la aquiescencia de una gente que en teoría no va a necesitar para gobernar, sino que, además, haya pretendido hacerlo con el dinero de todos.
Rajoy, sacando pecho, le ha dicho a ZP que tiene que mandar más dinero a Cataluña. Murcia, Valencia y Almería se quedaron sin agua gracias a los nacionalistas catalanes; y Madrid suspira por unas infraestructuras necesarias que no impulsa ZP desde hace siete años mientras el 10 por ciento del PIB madrileño va a Cataluña y Rajoy no tiene mejor ocurrencia que la de pretender que nos vacíen más los bolsillos para tareas tan necesarias como la de construir un Casal de Cataluña en la península del Yucatán o la de abrir más embajadas catalanas en el extranjero.
Me dicen que Rajoy no sabe si podrá estar en la manifestación de las víctimas del terrorismo del sábado por problemas de agenda. Lo que son las cosas.
A estas alturas, estoy prácticamente convencido de que el día de las elecciones generales la agenda me impedirá votar a un personaje llamado Mariano Rajoy.
01/04/2011 Pero... ¿'ande' vas?
Lo ha señalado The New York Times y no es para tomárselo a broma. Los españoles no saben idiomas. Y tienen el descaro -o la inconsciencia- de pensar que pueden encontrar un empleo fuera de su nación. Produce inmenso dolor reconocerlo, pero lo que señala el medio estadounidense es la pura verdad y, por desgracia, se da en todos los ámbitos.
En la Universidad -que debería dar ejemplo- los profesores políglotas brillan por su ausencia. Hay numerosos ceporros que se han dedicado a la Historia contemporánea de España fundamentalmente porque son incapaces de leer un texto en inglés o francés -no digamos ya en alemán o en ruso- y así, con un poquito de prensa y otro poco de demagogia, más el respaldo de un departamento igual de inane, pueden tener una plaza para vivir de los contribuyentes toda la vida. En los departamentos de Historia Antigua no abundan quienes puedan leer hebreo, egipcio o sumerio. ¡Sumerio! ¡Si pueden descifrar una inscripción en latín démonos con un canto en los dientes! En cuanto a los arabistas, conozco más de uno que más allá de la Alianza de civilizaciones no sabe nada de nada.
Si entramos en la política, el panorama no es mejor. Basta mirar al presidente del Gobierno y a la inmensa mayoría de sus ministros para darse cuenta. Por lo que se refiere a la empresa privada, hay excepciones, pero ni punto de comparación con Francia, Alemania o Gran Bretaña.
Para terminar de arreglarlo, en regiones enteras de España han proscrito el español -cuando el metro de Los Ángeles y los hospitales de Miami tienen todos los letreros en inglés y en español- sin duda convencidos de que con ese dialecto del provenzal que se habla en Cataluña, el castrapo que se chapurrea en Galicia y el vascuence unificado se puede ir más allá de la aldea limítrofe. No, los españoles no se caracterizan por ser plurilingües, y cuando maltratan más de una lengua por regla general la segunda no tiene la menor utilidad en el resto del planeta. Mal asunto. Tal y como van las cosas, millones -sí, millones- van a tener que liar el petate y marcharse al extranjero.